Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

El pensamiento tardó bastante en rezumar a través de la mente de Brutha.

Vorbis.

No con una túnica. Las olas se lo habían arrancado todo. Sólo le quedaba su larga camisa. Las uñas partidas.

Sangre por. Encima de una pierna. Desgarrada por. Las rocas. Vorbis.

Vorbis.

Brutha se arrodilló. Un ascoso graznó en la línea de la marea.

—Todavía… vive —logró decir Brutha.

—Lástima —dijo Om. —Deberíamos hacer algo… por él.

—¿Sí? ¿Como qué? A lo mejor podrías encontrar una roca y partirle la cabeza —dijo Om.

—No podemos dejarlo aquí.

—Míranos y verás cómo lo hacemos.

—No.

Brutha metió la mano debajo del diácono y trató de levantarlo. Para su leve sorpresa, Vorbis no pesaba casi nada. La túnica del diácono había ocultado un cuerpo que sólo era piel estirada por encima de los huesos. Brutha podría haberlo partido en dos con las manos desnudas.

—¿Y yo qué? —gimoteó Om. Brutha se echó al hombro a Vorbis.

—Tienes cuatro patas —dijo.

—¡Soy tu Dios!

—Sí. Lo sé —dijo Brutha, y echó a andar playa abajo.

—¿Qué vas a hacer con él?

—Llevarlo a Omnia —dijo Brutha con voz pastosa—. La gente tiene que saber. Lo que hizo.

—¡Estás loco! ¿Crees que vas a llevarlo a cuestas hasta Omnia?

—No lo sé. Voy a intentarlo.

—¡Tú! ¡Tú! — Om golpeó la arena con una uña—. ¡Millones de personas en el mundo y tenías que ser tú! ¡Estúpido! ¡Estúpido! Brutha se estaba convirtiendo en una silueta temblorosa perdida entre la calina.

—¡Se acabó lo que se daba! —gritó Om—. ¡No te necesito! ¿Piensas que te necesito? ¡No te necesito! ¡Enseguida encontraré otro creyente! ¡Eso está tirado! Brutha desapareció.

—¡Y no creas que saldré corriendo detrás de ti! —gritó Om.

Brutha contemplaba cómo sus pies se iban sucediendo el uno al otro.

El pensar ya había quedado muy atrás. Ahora lo que flotaba a la deriva por su cerebro cada vez más frito era imágenes inconexas y fragmentos de memoria.

Sueños. Los sueños eran imágenes dentro de tu cabeza. Persuasio había escrito un pergamino entero acerca de ellos. La idea supersticiosa decía que eran mensajes enviados por Dios, pero en realidad los sueños eran creados por el mismo cerebro y afloraban a la superficie cada noche cuando este examinaba y archivaba las experiencias del día. Brutha nunca soñaba. Por eso a veces… negrura total, mientras la mente se concentraba en los archivos.

Su mente había archivado todos los libros. Ahora sabía sin haber aprendido… Aquello eran sueños.

Dios. Dios necesitaba gente. La fe era el alimento de los dioses. Pero también necesitaban una forma. Los dioses se convertían en lo que la gente creía que deberían ser. Por eso la diosa de la Sabiduría llevaba un pingüino.

Podría haberle ocurrido a cualquier dios. Tendría que haber sido un búho. Eso lo sabía todo el mundo. Pero un pésimo escultor al que en toda su vida sólo le habían descrito un búho hace un desastre de una estatua, la fe entra en acción y antes de que te des cuenta, la diosa de la Sabiduría tiene que cargar con un pájaro que siempre va vestido de etiqueta y huele a pescado.

Así dabas su forma a un dios, de la misma manera en que la gelatina llena un molde.

Los dioses solían convertirse en tu padre, decía Abraxas el Agnóstico. Los dioses se convertían en una gran barba en el cielo, porque cuando tienes tres años tu padre es una gran barba en el cielo.

Y por supuesto que Abraxas había sobrevivido… Aquel pensamiento llegó con gélida brusquedad, surgido de la parte de su mente que Brutha todavía podía llamar suya. A los dioses no les molestaban los ateos, siempre que fueran ateos profundos, apasionados e intensos como Simonía, porque aquellos ateos se pasaban la vida no creyendo y odiando a los dioses por no existir. Esa clase de ateísmo era una roca. De hecho, casi era fe.

Arena. Era lo que encontrabas en el desierto. Cristales de roca, esculpidos en forma de dunas. Gordo de Tsort decía que la arena era montañas desgastadas, pero Irexes había descubierto que la arenisca era piedra obtenida a partir de la arena, lo cual sugería que los granos de arena eran los padres de las montañas…

Cada una un pequeño cristal. Y todas iban creciendo…

Haciéndose cada vez más y más grandes…

En silencio, sin darse cuenta, Brutha dejó de caer hacia adelante y se quedó inmóvil.

—¡Largo de aquí!

El ascoso no le hizo caso. Aquello era realmente interesante. Estaba teniendo ocasión de ver arenales enteros que nunca había visto antes y, naturalmente, también estaba la perspectiva, incluso la certeza, de que habría una buena cena al final de todo ello.

Se había posado sobre la concha de Om.

Om avanzaba lentamente sobre la arena, deteniéndose de vez en cuando para gritarle a su pasajero.

Brutha había ido en esa dirección.

Pero aquí uno de los promontorios rocosos que salpicaban el desierto como islas en un mar se prolongaba hasta llegar al agua. Brutha nunca hubiese podido escalarlo. Las pisadas en la arena se volvían hacia el interior del continente, hacia el desierto profundo.

—¡Idiota!

Om subió penosamente por la ladera de una duna, hundiendo sus patas para no precipitarse hacia atrás.

Al otro lado de la duna las huellas se convertían en un largo surco allí donde debía de haber caído Brutha. Om retrajo sus patas y se deslizó pendiente abajo como por un tobogán.

Aquí las huellas se desviaban. Brutha debió de pensar que podría dar un rodeo alrededor de la próxima duna y volver a encontrar la roca al otro lado. Om conocía los desiertos, y una de las cosas que sabía acerca de ellos era que aquella clase de razonamiento lógico había sido aplicado previamente por mil esqueletos blanqueados perdidos entre las arenas.

Aun así, siguió las huellas, agradeciendo la breve sombra de la duna ahora que el sol se estaba poniendo.

Contorneando la duna y, sí, aquí las huellas describían un torpe zigzag ascendente por una pendiente de unos noventa grados, alejándose del sitio hacia el cual hubieran debido encaminarse. Garantizado. Eso era lo malo de los desiertos. Poseían su propia gravedad. Te aspiraban hacia el centro.

Brutha seguía adelante, con Vorbis precariamente sostenido por un flácido brazo. No se atrevía a detenerse. Su abuela volvería a pegarle. Y también estaba el maestro Nhumrod, que tan pronto se hacía visible como volvía a esfumarse.

—Me has decepcionado, Brutha. ¿Mmmm?

—Quiero… agua…

—… agua —dijo Nhumrod—. Confía en el Gran Dios. Brutha se concentró. Nhumrod se desvaneció.

—¿Gran Dios? —dijo.

En algún lugar habría un poco de sombra. El desierto no podía seguir eternamente.

El sol se puso muy deprisa. Om sabía que el calor irradiaría de la arena durante un rato y que su propia concha lo almacenaría, pero ese calor no tardaría en disiparse y entonces reinaría el intenso frío de una noche del desierto.

Las estrellas ya estaban saliendo cuando encontró a Brutha. Vorbis había sido dejado caer un poco más lejos.

Om se detuvo junto a la oreja de Brutha.

—¡Eh!

No hubo ningún sonido, y tampoco ningún movimiento. Om empujó suavemente la cabeza de Brutha y después contempló los labios agrietados.

Om oyó un picoteo detrás de él.

El ascoso estaba investigando los dedos de los pies de Brutha, pero sus exploraciones se vieron interrumpidas cuando las mandíbulas de una tortuga se cerraron alrededor de su pata.

—¡Te avizé, ezgraciado!

El ascoso soltó un eructo de pánico y trató de alzar el vuelo, pero se veía estorbado por la presencia de una tortuga muy resuelta suspendida de una de sus patas. Om fue zarandeado unos cuantos metros a lo largo de la arena antes de soltar la pata.

Después intentó escupir, pero las bocas de las tortugas no han sido diseñadas para ello.

—Odio a todos los pájaros —dijo al aire del anochecer.

El ascoso lo contempló con cara de reproche desde lo alto de una duna. Luego alisó su puñado de plumas grasientas con el aire de alguien que está dispuesto a esperar toda la noche, en caso de que sea necesario. O a esperar todo el tiempo que hiciera falta.

Om volvió con Brutha. Bueno, la respiración seguía funcionando.

Agua…

El dios reflexionó. Fulminar la roca viva. Esa era una manera. Hacer fluir el agua… Ningún problema. Sólo era una cuestión de moléculas y vectores. El agua tenía una tendencia natural a fluir. Bastaba con que te aseguraras de que fluía aquí en vez de allí. Un dios que estuviera en forma no tendría absolutamente ningún problema con ello.

¿Cómo te las apañabas desde la perspectiva de una tortuga? La tortuga fue hasta el fondo de la duna y después se dedicó a subir y bajar por ella durante unos minutos.

Finalmente seleccionó un punto y empezó a cavar.

Algo iba mal. Antes hacía un calor horrible. Ahora se estaba helando.

Brutha abrió los ojos. Las estrellas del desierto, brillantemente blancas, le devolvieron la mirada. La lengua de Brutha parecía llenar toda su boca. Bueno, ¿qué era aquello que…? Agua.

Se dio la vuelta. Había habido voces dentro de su cabeza, y ahora había voces fuera de su cabeza. Eran tenues, pero no cabía duda de que estaban allí, creando suaves ecos sobre las arenas iluminadas por la luna.

Brutha se arrastró laboriosamente hasta la base de la duna. Allí había un montículo. De hecho, había varios montículos. La voz ahogada procedía de uno de ellos. Brutha se acercó un poco más.

Había un agujero en el montículo. Alguien maldecía en algún lugar muy por debajo del suelo. Las palabras rebotaban de un lado a otro dentro del túnel hasta volverse ininteligibles, pero el efecto general era inconfundible.

Brutha se dejó caer sobre la arena y miró.

Unos minutos después hubo un movimiento en la boca del agujero y Om salió de él, cubierto de lo que, si aquello no fuese un desierto, Brutha habría llamado barro.

—Oh, eres tú —dijo la tortuga —. Arranca un trocito de tu túnica y pásamelo.

Como en sueños, Brutha obedeció.

—Darse la vuelta aquí abajo no es coser y cantar, créeme —dijo Om.

Cogiendo el trozo de tela con sus mandíbulas, Om retrocedió con mucho cuidado y desapareció dentro del agujero. Pasados un par de minutos volvió a aparecer, todavía cargando con el trozo de tela.

Que ahora estaba empapado. Brutha dejó que el líquido goteara dentro de su boca. Sabía a barro, y arena, y a tinte marrón barato, y ligeramente a tortuga, pero se habría bebido un tonel entero de él. Habría podido nadar en un estanque de él.

Arrancó otra tira para que Om la bajara.

Cuando Om volvió a aparecer, Brutha se había arrodillado junto a Vorbis.

—¡Cinco metros de descenso! ¡Cinco malditos metros! —gritó Om—. ¡No la malgastes con él! ¿Todavía no ha muerto?

—Tiene fiebre.

—Pon fin a sus sufrimientos.

—Vamos a llevarlo a Omnia.

—¿Piensas que llegaremos allí? ¿Sin comida? ¿Sin agua?

—Pero tú has encontrado agua. Agua en el desierto.

—Lo cual no tiene nada de milagroso —dijo Om—. Cerca de la costa hay una estación lluviosa. Crea lo que llaman wadis, ya sabes. Torrenteras. Cauces de ríos secos. Acabas obteniendo acuíferos —añadió.

—Pues a mí me suena a milagro —graznó Brutha—. El mero hecho de que no puedas explicarlo no hace que deje de ser un milagro.

—Bueno, pues ahí abajo no hay comida, eso te lo aseguro —dijo Om—. Nada que comer. Nada en el mar, si es que podemos volver a encontrar el mar. Conozco el desierto. Cuando te encuentras con un risco de rocas tienes que contornearlo. Todo intenta apartarte de tu camino. Dunas que cambian de sitio durante la noche… leones…

otras cosas…

… dioses.

—¿Y entonces qué quieres hacer? —preguntó Brutha—. Dijiste que mejor vivos que muertos. ¿Quieres regresar a Efebia? ¿Crees que seremos muy populares allí?

Om guardó silencio. Brutha asintió.

—Entonces trae más agua.

Era mejor viajar de noche, con Vorbis encima de un hombro y Om debajo de un brazo.

En esta época del año…

… el resplandor que se ve en el cielo más o menos por ahí es la Aurora Corealis, las luces del Cubo, donde el campo mágico del Mundo Disco se descarga constantemente a sí mismo entre los picos de Cori Celesti, la montaña central. Y en esta época del año el sol sale por encima del desierto en Efebia y por encima del mar en Omnia, así que mantén las luces del Cubo a la izquierda y el resplandor del crepúsculo detrás de ti…

—¿Has ido alguna vez a Cori Celes ti? —preguntó Brutha. Om, que se había estado adormilando con el frío, despertó sobresaltado.

—¿Uh?

—Es donde viven los dioses.

—¡Ja! Podría contarte unas cuantas historias —dijo Om sarcásticamente.

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