Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Aquella sí era una buena presa.

A la hora de mantener centrada su atención en una sola cosa, la Reina del Mar no se diferenciaba demasiado de una cebolla bahji.

Y, básicamente, lo que hacía era crear sus propios sacrificios. Y creía en la cantidad.

El Aleta de Dios saltaba de la cresta de una ola al seno de otra mientras la tempestad desgarraba sus velas. El capitán se abrió paso a través del agua que le llegaba hasta la cintura en dirección a la proa, donde Vorbis se agarraba a la barandilla pareciendo no darse cuenta de que el barco medio sumergido se debatía entre el oleaje.

—¡Señor! ¡Debemos arriar las velas! ¡No podemos correr más que esto!

Fuegos verdes chisporroteaban en las puntas de los mástiles. Vorbis se volvió. La luz se reflejó en el pozo de sus ojos.

—Todo sea a mayor gloria de Om —dijo —. La confianza es nuestra vela, y la gloria nuestro destino.

El capitán ya había tenido más que suficiente. La religión no era su fuerte, pero después de treinta años estaba considerablemente seguro de saber algunas cosas acerca del mar.

—¡Nuestro destino es el fondo del océano! —gritó. Vorbis se encogió de hombros.

—No he dicho que no fuéramos a hacer algún que otro alto a lo largo del camino —murmuró.

El capitán lo miró fijamente y después inició el penoso regreso a través de la cubierta bamboleante. Lo que sabía acerca del mar era que tormentas como aquella simplemente no ocurrían. No pasabas de navegar en aguas tranquilas a encontrarte en medio de un huracán desbocado. Aquello no era el mar. Era algo personal.

Un rayo cayó sobre el mástil principal. Un grito surgió de la oscuridad cuando una masa de cordajes y velas hechas jirones se precipitó sobre la cubierta.

El capitán medio nadó y medio trepó por la escalerilla que llevaba al timón, donde el timonel era una sombra entre la espuma y el resplandor fantasmagórico de la tormenta.

—¡Nunca conseguiremos salir de aquí con vida!

—CORRECTO.

—¡Tendremos que abandonar el barco!

—NO. NOS LO LLEVAREMOS CON NOSOTROS. ES UN BUEN BARCO.

El capitán entrecerró los ojos, tratando de ver algo entre la oscuridad.

—¿Es usted, primero Coplei?

—¿QUIERES HACER OTRO INTENTO?

El casco chocó con una roca sumergida que lo rajó de arriba abajo. Otro rayo cayó sobre el mástil restante, y el Aleta de Dios se dobló como un barquito de papel que lleva demasiado tiempo en el agua. Las cuadernas se partieron y lanzaron una lluvia de astillas hacia el cielo arremolinado…

Y entonces hubo un súbito silencio aterciopelado.

El capitán descubrió que había adquirido un recuerdo reciente. Tenía algo que ver con el agua, con un zumbido en sus oídos y con la sensación de un fuego frío dentro de sus pulmones. Pero se estaba desvaneciendo. Fue hacia la barandilla con sus pasos resonando ruidosamente en el silencio, y miró. Pese al hecho de que el recuerdo reciente incluía algo sobre la total y absoluta destrucción del navío, ahora parecía volver a estar entero. En cierta manera.

—Uh —dijo —. Parece que se nos ha terminado el mar.

—Sí.

—Y la tierra, también.

El capitán tocó la barandilla con las puntas de los dedos. Era grisácea, y ligeramente transparente.

—Uh. ¿Esto es madera?

—MEMORIA MÓRFICA.

—¿Cómo dices?

—ERAS UN MARINO. ¿NUNCA HAS OÍDO HABLAR DE UN NAVÍO COMO SI FUERA UN SER VIVO?

—Oh, sí. No puedes pasar una noche a bordo de un barco sin tener la sensación de que tiene un al…

—SÍ.

El recuerdo del Aleta de Dios navegaba a través del silencio. El viento, o el recuerdo del viento, suspiraba en la lejanía entre los cadáveres consumidos de tempestades muertas.

—Uh —dijo el fantasma del capitán—. ¿Verdad que acabas de decir que yo era un marino?

—Sí.

—Ya me lo parecía.

El capitán bajó la vista. La tripulación estaba reunida en cubierta y alzaba hacia él ojos llenos de inquietud.

Miró más abajo. Las ratas del barco también se habían reunido delante de la tripulación. Delante de ellas había una minúscula figura envuelta en una túnica.

—CUIC —dijo la figura.

El capitán pensó que incluso las ratas tienen una Muerte. La Muerte se apartó y le hizo una seña.

—EL TIMÓN ES TUYO.

—Pero… Pero ¿adonde vamos?

—¿QUIÉN SABE?

El capitán agarró el timón sin saber qué hacer.

—Pero… ¡no hay ninguna estrella que pueda reconocer! ¡No hay cartas de navegación! ¿Dónde están los vientos? ¿Dónde están las corrientes? —La Muerte se encogió de hombros.

El capitán hizo girar el timón sin poner rumbo hacia ningún sitio en particular. El barco se deslizaba a través del fantasma de un mar.

Y de pronto se sintió un poco más animado. Lo peor ya había sucedido. Era asombroso lo bien que te hacía sentir saberlo. Y si lo peor ya había sucedido…

—¿Dónde está Vorbis? —gruñó.

—SOBREVIVIÓ.

—¿De veras? ¡No hay justicia!

—SÓLO ESTO Y YO.

La Muerte desapareció.

El capitán movió un poco el timón, más que nada por mantener la imagen. Después de todo, seguía siendo capitán y aquello, en cierta manera, seguía siendo un barco.

—¿Primero de a bordo? El primero de a bordo saludó.

—¡Señor!

—Um. ¿Donde vamos ahora?

El primero de a bordo se rascó la cabeza.

—Bueno, capitán, he oído decir que los paganos de Klatch tienen un paraíso en el que se bebe y se canta y hay chicas que llevan campanillas y son… ya sabe… bastante descocadas.

El primero de a bordo lanzó una mirada esperanzada a su capitán.

—Descocadas, ¿eh? —dijo el capitán con voz pensativa.

—Eso he oído decir.

El capitán se dijo que quizá ya se había ganado el derecho a disfrutar de un poco de descoco.

—¿Alguna idea de cómo llegar allí?

—Creo que te dan instrucciones cuando estás vivo —dijo su primero de a bordo.

—Oh.

—Y yendo hacia el Cubo —dijo el primero de a bordo, saboreando la palabra— hay unos bárbaros que están convencidos de que después de morir van a una gran sala en la que hay toda clase de bebidas y viandas.

—¿Y mujeres?

—Tiene que haberlas.

El capitán frunció el entrecejo.

—Es curioso —dijo —, pero ¿por qué será que los paganos y los bárbaros siempre parecen ir a los mejores sitios cuando mueren?

—Tiene su miga, ¿verdad? —asintió el primero de a bordo —. Supongo que será para compensar el que…, que mientras viven también se lo pasen de fábula. —Parecía un poco perplejo. Ahora que estaba muerto, todo aquel asunto empezaba a sonarle vagamente sospechoso.

—Y supongo que tampoco tiene idea de cómo se va a ese paraíso — dijo el capitán.

—Lo siento, capitán.

—Pero siempre podemos buscar, ¿no?

El capitán miró por encima de la borda. Si navegabas el tiempo suficiente, tenías que acabar llegando a una costa. Y siempre se podía buscar.

Un movimiento atrajo su atención. Sonrió. Bien. Una señal. Quizá todo habría sido para bien, después de todo…

Acompañado por los fantasmas de delfines, el fantasma de un navío siguió su rumbo…

Las gaviotas nunca se aventuraban tan lejos a lo largo de la costa del desierto. Su nicho era llenado por el ascoso, un miembro de la familia de los cuervos del que la familia de los cuervos habría sido la primera en renegar y de la que nunca hablaba en presencia de extraños. Rara vez volaba, pero iba a todas partes andando con una especie de saltitos bamboleantes. Su inconfundible llamada hacía pensar a quien la oía en un sistema digestivo seriamente averiado. Tenía el aspecto que otros pájaros tienen después de un vertido de petróleo. Nada comía ascosos, excepto otros ascosos. Los ascosos comían cosas que habrían hecho vomitar a un buitre. Los ascosos comían vómitos de buitre. Los ascosos se lo comían todo.

En esta hermosa nueva mañana, uno de ellos vagabundeaba por la arena llena de pulgas picoteando distraídamente las cosas por si acaso los guijarros y los trozos de madera se habían vuelto comestibles de un día para otro. La experiencia había enseñado a los ascosos que prácticamente todo se volvía comestible si lo dejabas reposar el tiempo suficiente. Aquel ascoso se encontró con un montículo que yacía sobre la línea de la marea, y le clavó cautelosamente el pico.

El montículo gimió.

El ascoso se apresuró a retroceder y centró su atención en una pequeña roca con forma de cúpula que había junto al montículo. Estaba casi seguro de que aquello tampoco había estado allí ayer. Probó con un picoteo exploratorio.

La roca sacó una cabeza y dijo:

—Largo, bicho maléfico.

El ascoso retrocedió a toda prisa y después ejecutó una especie de salto correteante, que era lo más cerca del auténtico vuelo que se molestaba en llegar nunca un ascoso, que lo depositó en lo alto de un montón de restos de madera blanqueados por el sol. El día no podía haber empezado mejor. Si aquella roca estaba viva, entonces tarde o temprano terminaría estando muerta.

El Gran Dios Om fue hacia Brutha y le empujó la cabeza con la concha hasta que Brutha gimió.

—Despierta, muchacho. Levántate y sonríe. Arribarribarriba. Los que vayan a desembarcar que vayan desembarcando.

Brutha abrió un ojo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Que estás vivo, eso es lo que ha pasado —dijo Om. La vida es una playa, recordó. Y después te mueres.

Brutha se incorporó hasta quedar en una posición arrodillada.

Hay playas que están pidiendo a gritos sombrillas dé vivos colores. Hay playas que hablan de la majestad del mar.

Pero aquella playa no era así. No era más que un dobladillo vacío donde la tierra se encontraba con el océano.

Restos de madera se amontonaban sobre la línea de la marea, donde eran azotados por el viento. El aire zumbaba con un sinfín de desagradables y diminutos insectos. Había un olor que sugería que algo se había podrido, hacía mucho tiempo, en algún lugar donde los ascosos no podrían encontrarlo. No era lo que se dice una buena playa.

—Oh. Dios.

—Siempre es mejor que ahogarse —dijo Om, tratando de darle ánimos.

—No sé qué decirte. — Brutha recorrió la playa con la mirada—. ¿Hay algo de agua que beber?

—No lo creo —dijo Om.

—Ossory V, versículo 3, dice que tú hiciste que el agua que da vida fluyera del desierto reseco —dijo Brutha.

—Eso era una especie de licencia artística —dijo Om.

—¿Ni siquiera puedes hacer eso?

—No.

Brutha volvió a contemplar el desierto. Detrás de las filas de maderos y de unos cuantos retazos de hierba que parecía estar secándose en el mismo instante en que crecía, las dunas se perdían en la lejanía.

—¿Por dónde se va a Omnia?

—No queremos ir a Omnia —dijo Om.

Brutha miró a la tortuga y la cogió.

—Creo que es por aquí —dijo.

Om pataleó frenéticamente.

—¿Para qué quieres ir a Omnia? —preguntó.

—No quiero ir —dijo Brutha —. Pero voy a ir de todas maneras.

El sol flotaba en las alturas por encima de la playa.

O posiblemente no lo hiciese.

Ahora Brutha sabía unas cuantas cosas sobre el sol. Las filtraciones se le iban metiendo en la cabeza. Los efebianos habían estado muy interesados en la astronomía. Expletio había demostrado que el Disco medía dieciséis mil kilómetros de diámetro. Febrio, que había apostado esclavos de reacciones muy rápidas y buena voz por todo el campo al amanecer, había demostrado que la luz viajaba aproximadamente a la misma velocidad que el sonido. Didáctilos había razonado que, en ese caso y para poder pasar entre los elefantes, el sol tenía que recorrer un mínimo de sesenta mil kilómetros en su órbita cada día o, para decirlo de otra manera, ir el doble de rápido que su propia luz. Lo cual significaba que mayormente sólo podías ver dónde había estado el sol, salvo durante dos momentos cada día en los que el sol se alcanzaba a sí mismo, y eso significaba que el sol como un todo era bastante más rápido que una partícula más-rápida-que-la-luz, un taquión o, para emplear los mismos términos que Didáctilos, uno de esos cabroncetes.

Seguía haciendo calor. El mar carente de vida parecía hervir.

Brutha siguió andando, directamente debajo de la única sombra que se podía encontrar en centenares de kilómetros a la redonda. Hasta Om había dejado de quejarse. Hacía demasiado calor.

Aquí y allá, fragmentos de madera rodaban entre la espuma sucia que marcaba el límite del mar.

El aire rielaba sobre la arena delante de Brutha. En medio de ella había un manchón negro.

Brutha lo contempló desapasionadamente mientras iba hacia él, incapaz de ningún pensamiento real. No era nada más que un punto de referencia en un mundo de calor anaranjado, expandiéndose y contrayéndose entre la vibración de la calina.

Cuando estuvo más cerca, el manchón resultó ser Vorbis.

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