Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Los tazones, por ejemplo. Dos veces al día, los exquisidores hacían un alto en el trabajo para tomar café. Sus tazones, que cada uno se había traído de casa, estaban agrupados alrededor de la cafetera encima del fogón del horno central que, de paso, también calentaba los hierros y cuchillos.

En los tazones había leyendas como Un Presente de la Gruta Sagrada de Ossory, o Al Papá Más Grande Del Mundo. La mayoría de ellos estaban desportillados, y no había dos tazones iguales.

Y también estaban las postales en las paredes. Era tradicional que, cuando un exquisidor se iba de vacaciones, mandara un grabado en madera toscamente coloreado del paisaje local con algún mensaje apropiadamente jovial y arriesgado al dorso. Y, clavada con chinchetas, también estaba la conmovedora carta del Exquisidor de Primera Clase Ishmale Papi Quoom, dando las gracias a los muchachos por haber recogido nada menos que setenta y ocho obols para su regalo de jubilación y el precioso ramo de flores para la señora Quoom, indicando que siempre recordaría sus días en el pozo número 3, y que vendría encantado a echarles una mano siempre que anduvieran un poco escasos de personal.

Y todo aquello significaba esto: que no hay prácticamente ningún exceso de la mente psicopática más enloquecida que no pueda ser reproducido, sin necesidad de esforzarse demasiado, por un cabeza de familia normal y decente que va a trabajar cada día y tiene un trabajo que hacer.

A Vorbis le encantaba saberlo. Un hombre que supiera eso sabía todo lo que necesitaba saber sobre las personas.

En aquel momento Vorbis estaba sentado junto al banco sobre el que yacía lo que, técnicamente hablando, todavía era el cuerpo tembloroso del hermano Sasho, anteriormente su secretario.

El diácono levantó la mirada hacia el exquisidor de servicio, el cual asintió. Vorbis se inclinó sobre el secretario encadenado.

—¿Cuáles eran sus nombres? —repitió.

—… no lo sé…

—Sé que les entregaste copias de mi correspondencia, Sasho. Son herejes traidores que pasarán la eternidad en los infiernos. ¿Te reunirás con ellos?

—… no sé ningún nombre…

—Yo confiaba en ti, Sasho. Me espiaste. Traicionaste a la Iglesia.

—… ningún nombre…

Vorbis suspiró. Y entonces vio que uno de los dedos de Sasho subía y bajaba por debajo del grillete.

Haciéndole señas.

—¿Si?

Vorbis se inclinó un poco más sobre el cuerpo.

Sasho abrió el ojo que le quedaba.

—… verdad…

—¿Sí?

—… La Tortuga Se Mueve…

Vorbis se irguió sin que su expresión hubiera cambiado. Su expresión rara vez cambiaba a menos que él así lo quisiera. El exquisidor lo miró con horror.

—Ya veo —dijo Vorbis. Se levantó y llamó al exquisidor con una inclinación de la cabeza —. ¿Cuánto tiempo lleva aquí abajo?

—Dos días, señor.

—¿Y puedes mantenerlo con vida durante…?

—Quizá dos días más, señor.

—Entonces hazlo. Hazlo —dijo Vorbis —. Después de todo, tenemos el deber de preservar la vida el mayor tiempo posible. ¿No es así?

—Eh… Sí, señor.

—Herejía y mentiras por todas partes —suspiró Vorbis —. Y ahora tendré que encontrar otro secretario. Qué fastidio.

Transcurridos veinte minutos, Brutha empezó a sentirse un poco más tranquilo. Las voces de sirena del mal sensual parecían haberse ido.

Siguió con los melones. Se sentía capaz de entenderlos. Los melones parecían mucho más comprensibles que la mayoría de las cosas.

—¡Eh, tú! —Brutha se irguió.

—No te oigo, oh súcubo repugnante —dijo.

—Pues claro que me oyes, muchacho. Bien, lo que quiero que hagas es…

—¡Me he tapado las orejas con los dedos!

—Allá tú. Si quieres parecer un jarrón, por mí adelante. Y ahora…

—¡Estoy canturreando una tonada! ¡Estoy canturreando una tonada!

El hermano Preptil, el maestro de música, había descrito la voz de Brutha diciendo que siempre le hacía pensar en un buitre disgustado por llegar demasiado tarde al burro muerto. El canto coral era obligatorio para los novicios, pero después de una considerable insistencia por parte del hermano Preptil, se había otorgado una dispensa especial para Brutha. La visión de su gran cara redonda contraída por el esfuerzo de complacer ya era bastante terrible, pero lo peor era tener que escuchar su voz, la cual era ciertamente potente y estaba llena de firme convicción, columpiándose de un lado a otro a través de la melodía sin llegar a darle nunca.

En vez de Canto, le pusieron Melones Extra.

Una bandada de cuervos se apresuró a alzar el vuelo desde las torres de oración.

Después de un coro completo de Y pisotea a los impíos con pezuñas de hierro al rojo vivo, Brutha se destapó los oídos y se arriesgó a echar un rápido vistazo.

Aparte de las protestas lejanas de los cuervos, todo estaba en silencio.

Funcionaba. Confía en el Dios, decían. Y él siempre lo había hecho. Hasta allí donde llegaba su memoria.

Brutha cogió su azada y, muy aliviado, se volvió nuevamente hacia los melones.

La hoja de la azada estaba a punto de chocar contra el suelo cuando Brutha vio a la tortuga.

Era pequeña y básicamente amarilla y cubierta de polvo. Su caparazón estaba bastante mellado. Tenía un solo ojo vidrioso, ya que el otro había sido víctima de uno de los millares de peligros que acechan a cualquier criatura de movimientos muy lentos que viva a tres centímetros del suelo.

Brutha miró alrededor. Los huertos ocupaban la parte central del complejo del Templo, y se hallaban rodeados por unos muros muy altos.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, pequeña criatura? —preguntó—. ¿Volando?

La tortuga lo contempló monópticamente. Brutha sintió una punzada de nostalgia. En las colinas arenosas de su hogar había habido muchas tortugas.

—Podría darte un poco de lechuga —dijo Brutha—. Pero no creo que las tortugas estén permitidas en los huertos. ¿No sois alimañas? La tortuga seguía mirándolo fijamente. Prácticamente nada puede mirar tan fijo como una tortuga.

Brutha se sintió obligado a hacer algo.

—Hay uvas —dijo —. Probablemente no sea pecado darte una. ¿Te apetecería una uva, pequeña tortuga?

—¿Y a ti te apetecería ser una abominación en el pozo más profundo del caos? —dijo la tortuga.

Los cuervos, que habían huido a los muros exteriores, volvieron a alzar el vuelo entre una vigorosa ejecución de El camino de los infieles es un nido de espinas.

Brutha abrió los ojos y volvió a sacarse los dedos de los oídos.

—Sigo aquí —dijo la tortuga.

Brutha titubeó. Estaba empezando a percatarse, muy lentamente, de que los demonios y los súcubos no se presentan luciendo la apariencia de una tortuguita vieja. Hacerlo no les hubiese servido de mucho. Incluso el hermano Nhumrod habría tenido que admitir que, en lo tocante a erotismo desbocado, se podían hacer cosas bastante mejores que una tortuga tuerta.

—No sabía que las tortugas pudieran hablar —dijo.

—No pueden —dijo la tortuga—. Lee mis labios.

Brutha se inclinó sobre ella.

—No tienes labios —dijo.

—No, ni cuerdas vocales propiamente dichas —convino la tortuga—. Lo estoy haciendo directamente dentro de tu cabeza, ¿entiendes?

—¡Cáspita!

—Lo entiendes, ¿verdad?

—No.

La tortuga puso el ojo en blanco.

—Hubiese tenido que saberlo. Bueno, da igual. No tengo por qué perder el tiempo con los jardineros. Ve y tráeme al mandamás. Venga, venga.

—¿El mandamás? —preguntó Brutha. Se llevó la mano a la boca—. ¿No te estarás refiriendo… al hermano Nhumrod?

—¿Quién es ese? —preguntó la tortuga.

—¡El maestro de los novicios!

—¡Oh, Yo! —exclamó la tortuga—. No —prosiguió, en una imitación cantarina de la voz de Brutha—. No me estaba refiriendo al maestro de los novicios. Me refiero al sumo sacerdote o como quiera que se haga llamar. Supongo que hay uno, ¿no?

Brutha asintió vagamente.

—El sumo sacerdote, ¿de acuerdo? —dijo la tortuga—. Sumo. Sacerdote. Sumo. Sacerdote.

Brutha volvió a asentir. Sabía que había un sumo sacerdote. El problema estribaba en que, si bien Brutha podía llegar a abarcar por los pelos la estructura jerárquica existente entre su persona y el hermano Nhumrod, era totalmente incapaz de tomar en consideración cualquier posible clase de relación entre Brutha el novicio y el cenobiarca. Brutha era teóricamente consciente de que existía tal cargo, así como toda una inmensa estructura canónica con el sumo sacerdote en la cima y Brutha muy firmemente situado en la base, pero la veía de la misma manera en que una ameba podría ver el tramo de cadena evolutiva que se interponía entre ella y, por ejemplo, un asesor fiscal. Todo el trayecto hasta la cumbre consistía en un eslabón perdido detrás de otro.

—No puedo ir a pedirle al… —Brutha titubeó. La mera idea de hablar con el cenobiarca era tan aterradora que bastó para hacerlo callar—. ¡No puedo pedir a nadie que vaya a pedir al gran cenobiarca que venga a hablar con una tortuga!

—¡Conviértete en una sanguijuela del barro y consúmete en los fuegos del castigo! —gritó la tortuga.

—No hay ninguna necesidad de maldecir —dijo Brutha.

La tortuga estaba tan furiosa que se puso a dar saltitos.

—¡Eso no era una maldición! ¡Era una orden! ¡Soy el Gran Dios Om!

Brutha parpadeó.

—No, no lo eres —dijo después —. Yo he visto al Gran Dios Om —sacudió una mano trazando la forma de los cuernos sagrados, conscientemente—, y no tiene forma de tortuga. Viene como un águila, o un león, o un gran toro. En el Gran Templo hay una estatua de Om. Mide siete cubitos de alto. Tiene bronce y de todo lo demás. Está pisoteando infieles. Cuando eres una tortuga no puedes pisotear infieles. Quiero decir que, bueno, lo único que podrías hacer sería mirarlos con cara de pocos amigos. La estatua tiene cuernos de oro de verdad. Donde yo vivía antes había una estatua de un cubito de altura en la aldea vecina, y también era un toro. Por eso sé que no eres el Gran Dios… (cuernos sagrados) Om.

La tortuga dejó de dar saltitos.

—¿Con cuántas tortugas parlantes te has encontrado en la vida? —preguntó sarcásticamente.

—No lo sé —dijo Brutha.

—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes?

—Bueno, puede que todas las tortugas hablen —dijo Brutha juiciosamente, exhibiendo la clase de lógica extremadamente personal que le había hecho acreedor de Melones Extra—. Es sólo que a lo mejor no han dicho nada cuando yo andaba por allí.

—Soy el Gran Dios Om —dijo la tortuga con voz amenazadora e inevitablemente baja —, y dentro de poco serás un sacerdote muy infortunado. Ve a traerlo.

—Novicio —dijo Brutha.

—¿Qué?

—Novicio, no sacerdote. No me dejan…

—¡Tráelo!

—Pero es que no creo que el cenobiarca haya venido nunca a nuestro huerto de hortalizas —dijo Brutha—. De hecho, creo que ni siquiera sabe qué es un melón.

—Me da igual —dijo la tortuga—. Tráelo ahora mismo o la tierra temblará, la luna se pondrá roja como la sangre, fiebres y pústulas afligirán a la humanidad, y acontecerán diversas desgracias más. Hablo en serio —añadió.

—Veré qué puedo hacer —dijo Brutha, retrocediendo.

—¡Y te advierto que teniendo en cuenta las circunstancias, estoy siendo muy razonable! —gritó la tortuga mientras lo veía marchar.

» ¡Y no cantas nada mal, ojo! —añadió, como si acabara de ocurrírsele.

» ¡Los he oído peores! —mientras la no muy limpia túnica de Brutha desaparecía a través de la entrada. Me recuerda aquella ocasión en que la plaga se abatió sobre Pseudópolis —murmuró la tortuga mientras los pasos de Brutha se desvanecían en la lejanía—. Y menudo llanto y crujir de dientes hubo entonces, vaya que sí. —Suspiró —. Grandes días. ¡Grandes días! Muchos creen sentir la llamada del sacerdocio, pero en realidad lo que oyen es una voz interior que dice: «Es un trabajo a cubierto en el que nunca hay que levantar grandes pesos. ¿O es que quieres pasar toda tu vida detrás de un arado igual que tu padre?» Brutha, en cambio, no se limitaba a creer. El realmente Creía. Esa clase de cosa habitualmente resulta muy embarazosa cuando ocurre en una familia temerosa del Dios, pero Brutha sólo tenía a su abuela, y ella también Creía. La abuela de Brutha creía de la misma manera en que el hierro cree en el metal. Era la clase de mujer que todo sacerdote teme en una congregación, la que se sabe de memoria todos los cantos y todos los sermones. En la Iglesia omniana las mujeres eran admitidas en el templo de muy mala gana, y tenían que permanecer en un silencio absoluto y bien tapadas dentro de su propia sección detrás del pulpito, porque así se evitaba que la visión de una mitad de la raza humana hiciera que los miembros varones de la congregación oyesen voces muy parecidas a las que acosaban al hermano Nhumrod tanto cuando dormía como cuando estaba despierto. El problema estribaba en que la abuela de Brutha tenía la clase de personalidad que puede proyectarse a sí misma a través de una plancha de plomo, y además la combinaba con una hosca devoción dotada de la solidez de una broca de diamante.

Autore(a)s: