Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Bueno, con mi cerebro pronto deberíamos estar nadando en la abundancia.

—¿No quieres volver a Omnia?

—¿Para qué? —dijo la voz de Om—. Siempre hay maneras de derrocar a un dios establecido. La gente se harta y quiere cambiar. Pero no puedes derrocarte a ti mismo, ¿verdad?

—¿Con quién estás hablando, sacerdote? —preguntó Simonía.

—Yo… eh… Estaba rezando.

—¡Ja! ¿A Om? Ya puestos, también podrías rezarle a esa tortuga.

—Sí.

—Siento vergüenza por Omnia —dijo Simonía—. Miradnos. Atrapados en el pasado. Frenados por un monoteísmo represivo. Rechazados por nuestros vecinos. ¿Qué bien nos ha hecho nuestro Dios? ¿Dioses? ¡Ja!

—Nada de alterarse, por favor —pidió Didáctilos —. Estamos encima de un montón de agua salada, y la coraza que llevas puesta es altamente conductiva.

—Oh, no estoy diciendo nada acerca de otros dioses —se apresuró a precisar Simonía—. No tengo ningún derecho a hablar de ellos. Pero ¿Om? ¡Un títere que la Quisición utiliza para asustar! ¡Si existe, que me fulmine aquí y ahora!

Simonía desenvainó la espada y la sostuvo con el brazo extendido.

Om siguió apaciblemente sentado sobre el regazo de Brutha.

—Eh, este chico me gusta —dijo—. Es casi tan bueno como un creyente. Es como el amor y el odio, ¿sabes a qué me refiero?

Simonía volvió a envainar su espada.

—Así refuto a Om —dijo.

—Sí, pero ¿cuál es la alternativa?

—¡Filosofía! ¡Filosofía práctica! Como el motor de Urna que vemos ahí. ¡Podría llevar a Omnia al Siglo del Murciélago de la Fruta en un abrir y cerrar de ojos! Por mucho que se resistiera, por mucho que chillara y pataleara, Omnia…

—¿Aunque chillara y pataleara? —preguntó Brutha.

—Si hay que hacerlo, hay que hacerlo —dijo Simonía con una ancha sonrisa.

—No te preocupes por él —dijo Om—. Estaremos muy lejos. Y cuanto más lejos mejor, por cierto. No creo que Omnia vaya a ser un país muy popular en cuanto se sepa lo que ha ocurrido aquí esta noche.

—¡Pero la culpa ha sido de Vorbis! —exclamó Brutha—. ¡Fue él quien lo empezó todo! ¡Envió al pobre hermano Murduck, y después hizo que lo mataran para poder culpar a los efebianos! ¡Nunca tuvo intención de negociar ningún tratado de paz! ¡Sólo quería entrar en el palacio!

—Otra cosa que no entiendo es cómo consiguió entrar allí —dijo Urna—. Nadie ha logrado atravesar jamás el laberinto sin un guía. ¿Cómo lo hizo?

Los ojos ciegos de Didáctilos buscaron a Brutha.

—Ni idea, francamente —admitió.

Brutha bajó la cabeza.

—¿De verdad hizo todo eso? —preguntó Simonía.

—Sí.

—¡Idiota! ¿Cómo puedes ser tan imbécil? —aulló Om.

—¿Y le repetirías lo que acabas de decir a otras personas? —insistió Simonía.

—Supongo que sí.

—¿Serías capaz de alzar tu voz contra la Quisición?

Brutha contempló la noche con mirada abatida. Detrás de ellos, las llamas de Efebia se habían fundido en una sola chispa anaranjada.

—Lo único que puedo decir es lo que recuerdo —murmuró.

—Estamos muertos —dijo Om—. ¡Tírame por la borda, venga! ¡Ahora este cabeza dura querrá llevarnos de vuelta a Omnia!

Simonía se frotó el mentón con expresión pensativa.

—En ciertas circunstancias, Vorbis tiene muchos enemigos —dijo—. Sería preferible que se le matara, pero a eso algunos lo llamarían asesinato. O incluso martirio. Pero un juicio… Si hubiera pruebas… Sólo con que pensaran que podía llegar a haber pruebas…

—¡Puedo ver funcionar su mente! —gritó Om—. ¡Si no hubieras abierto la boca, ahora todos estaríamos a salvo!

—Vorbis sometido a juicio —dijo Simonía con tono reflexivo.

Brutha palideció sólo de pensarlo. Era la clase de pensamiento que resultaba casi imposible de concebir. Era la clase de pensamiento que no tenía absolutamente ningún sentido. ¿Vorbis sometido a juicio? Los juicios eran cosas que les ocurrían a otras personas.

Se acordó del hermano Murduck. Y de los soldados perdidos en el desierto. Y de todas las cosas que se les había hecho a muchas personas, Brutha entre ellas.

—¡Dile que no lo recuerdas! —chilló Om—. ¡Dile que se te ha olvidado!

—Y si lo juzgaran —dijo Simonía—, lo encontrarían culpable. Nadie se atrevería a hacer otra cosa.

Los pensamientos siempre se desplazaban a través de la mente de Brutha muy lentamente, igual que icebergs.

Llegaban poco a poco y se iban poco a poco, y mientras permanecían allí ocupaban un montón de espacio, una gran parte del cual estaba situado por debajo de la superficie.

Lo peor de Vorbis no es que sea malvado, pensó, sino que hace que personas buenas hagan cosas malas.

Convierte a las personas en cosas como él mismo. No puedes evitarlo. Te lo acaba contagiando.

No había más sonido que el chapaleo del agua contra el casco del Bote Anónimo y el girar del motor filosófico.

—Si regresáramos a Omnia nos capturarían —dijo Brutha, hablando muy despacio.

—Podríamos desembarcar lejos de los puertos —sugirió Simonía.

—¡Ankh-Morpork! —gritó Om.

—Primero deberíamos llevar al señor Didáctilos a Ankh-Morpork —dijo Brutha—. Después… regresaré a Omnia.

—¡Y de paso también podrías dejarme allí, maldita sea! —dijo Om—. ¡No tardaré mucho en encontrar algunos creyentes en Ankh-Morpork, no te preocupes, porque lo que es allí creen en cualquier cosa!

—Nunca he visto Ankh-Morpork —dijo Didáctilos —. Con todo, vivimos y aprendemos. Eso es lo que yo digo siempre. —Se volvió hacia el soldado —. Chillando y pataleando, claro.

—En Ankh hay unos cuantos exiliados —repuso Simonía—. No os preocupéis. Allí estaréis a salvo.

—¡Asombroso! —exclamó Didáctilos —. Y pensar que esta mañana yo ni siquiera sabía que corriese peligro.

Se sentó en la embarcación.

—La vida en este mundo —dijo— es como una estancia en una caverna. ¿Qué podemos llegar a saber de la realidad? Porque todo lo que vemos de la verdadera naturaleza de la existencia es, podríamos decir, meras sombras fascinantes y enigmáticas proyectadas sobre la pared interior de la caverna por la luz cegadora y nunca vista de la verdad absoluta, de la cual podemos deducir algún atisbo de veracidad o no deducirlo, y en tanto que trogloditas buscadores de la sabiduría, lo único que podemos hacer es alzar nuestras voces hacia aquello que no es visto y decir, humildemente, «Adelante, Conejo Deformado… es mi favorito».

Vorbis removió las cenizas con el pie.

—No hay huesos —dijo.

Los soldados no dijeron nada. Los copos grises se desmoronaron y acabaron disipándose en la brisa del amanecer.

—Y además, no hay la ceniza que debería haber —dijo Vorbis.

El sargento abrió la boca para decir algo.

—Ten la seguridad de que sé de qué hablo —dijo Vorbis.

Fue hacia la trampilla medio calcinada y la empujó con el dedo gordo del pie.

—Seguimos el túnel —dijo el sargento con el tono de alguien que espera que el mostrarse servicial desviará la ira que está a punto de abatirse sobre él, por mucho que experiencias anteriores le hayan demostrado que no será así—. Termina cerca de los muelles.

—Pero si entras en él desde los muelles no apareces aquí —reflexionó Vorbis contemplando las cenizas humeantes como si las encontrara infinitamente fascinantes.

El sargento frunció el ceño.

—¿Es que no lo comprendes? —dijo Vorbis —. Los efebianos nunca construirían una salida que también fuese una entrada. Las mentes que concibieron el laberinto no actuarían así. Habría… válvulas. Secuencias de piedras que caen sobre ti, quizá. Puertas que se abren en un solo sentido. Afiladas hojas giratorias que surgen de paredes inesperadas.

—Ah.

—Todo muy intrincado y tortuoso, de eso no me cabe duda.

El sargento se humedeció los labios con una lengua reseca. No podía leer a Vorbis igual que si fuera un libro, porque nunca había habido un libro como Vorbis. Pero Vorbis tenía ciertos hábitos mentales que aprendías a reconocer, pasado un tiempo.

—Deseáis que me lleve conmigo al pelotón y siga el túnel desde los muelles —dijo con voz hueca.

—Estaba a punto de sugerirlo —repuso Vorbis.

—Sí, señor.

Vorbis le dio una palmadita en el hombro.

—¡Pero no te preocupes! —exclamó alegremente—, Om protegerá a los que creen.

—Sí, señor.

—Y el último hombre podrá traerme un informe completo. Pero antes… ¿No están en la ciudad?

—La hemos registrado a fondo, señor.

—¿Y no ha quedado nadie junto a la puerta? Entonces se fueron por mar.

—Todos los barcos de guerra efebianos están controlados, gran Vorbis.

—Este puerto está infestado de pequeñas embarcaciones.

—Que sólo pueden ir a mar abierto, señor.

Vorbis contempló el Mar Circular. Llenaba el mundo de horizonte a horizonte. Más allá estaba el borrón de las llanuras de Sto y la escarpada línea de las Montañas del Carnero, extendiéndose hasta las inmensas cimas que los herejes llamaban el Cubo pero que, Vorbis lo sabía, era el Polo, visible alrededor de la curva del mundo únicamente debido a la manera en que la luz se deformaba dentro de la atmósfera, igual que lo hacía dentro del agua… y vio una manchita blanca deslizándose sobre el distante océano.

Vorbis tenía muy buena vista, desde cierta altura.

Cogió un puñado de ceniza gris, que en tiempos había sido los Principios de navegación, y lo dejó escurrir entre los dedos.

—Om nos ha mandado un viento favorable —dijo—. Bajemos a los muelles.

La esperanza saludó optimistamente desde las aguas de la desesperación del sargento.

—¿Entonces no querréis que exploremos el túnel, señor? — preguntó.

—Oh, claro que sí. Eso podéis hacerlo cuando regresemos.

Urna empujó cautelosamente el globo de cobre con un trozo de alambre mientras el Bote Anónimo se balanceaba sobre las olas.

—¿No puedes darle unos golpes? —preguntó Simonía, quien no tenía demasiado claro qué diferencia había entre las máquinas y las personas.

—Es un motor filosófico —dijo Urna—. Los golpes no servirían de nada.

—Pero dijiste que las máquinas podrían ser nuestras esclavas —dijo Simonía.

—No de la clase a las que se les puede pegar —dijo Urna—. La sal ha obstruido las válvulas. Cuando el agua sale disparada del globo, deja la sal detrás.

—¿Por qué?

—No lo sé. Al agua le gusta viajar ligera.

—¡No nos movemos! ¿No puedes hacer nada para remediarlo?

—Sí: esperar a que se enfríe y entonces limpiarlo y meterle un poco más de agua.

Simonía miró alrededor con preocupación.

—¡Pero todavía se puede divisar la costa!

—Tú puede que sí —dijo Didáctilos. Estaba sentado en la sección central de la embarcación con las manos cruzadas encima de su bastón, un anciano al que no sacan a tomar el aire con demasiada frecuencia y que está disfrutando mucho de la experiencia.

—No te preocupes. Estamos lo bastante lejos para que nadie pueda vernos —dijo Urna, que seguía examinando el mecanismo—. De todas maneras, el tornillo me tiene un poco preocupado. Fue inventado para desplazar el agua, no para desplazarse sobre el agua.

—¿Quieres decir que está confuso? —preguntó Simonía.

—Yo creo que lo que le ocurre es que se ha pasado de rosca —dijo Didáctilos alegremente.

Brutha se había tumbado en el extremo puntiagudo y miraba el agua. Un pequeño calamar pasó velozmente ante él, con su sifón impulsándolo justo por debajo de la superficie del mar. Brutha se preguntó qué sería…

…y supo que era el calamar botella común, de la clase Cefalópoda y el pilum Molusca, y que en vez de un esqueleto tenía un soporte cartilaginoso interno y un sistema nervioso bastante desarrollado, y grandes ojos capaces de formar imágenes que eran muy similares a los de los vertebrados.

El conocimiento quedó suspendido por un momento en primer plano dentro de su mente y después se desvaneció.

—¿Om? —murmuró Brutha.

—¿Qué?

—¿Qué estás haciendo?

—Intento dormir un rato. Las tortugas necesitan muchas horas de sueño, sabes.

Simonía y Urna estaban inclinados sobre el motor filosófico. Brutha miró el globo…

… una esfera de radio r, que por consiguiente tenía un volumen V = (4/3) (pi) rrr, y un área superficial A = 4(pi)

rr…

—Oh, Dios mío…

—¿Y ahora qué pasa? —dijo la tortuga.

El rostro de Didáctilos se volvió hacia Brutha, quien se había llevado las manos a la cabeza.

—¿Qué es un pi?

Didáctilos tendió la mano y sostuvo a Brutha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Om.

—¡No lo sé! ¡Sólo son palabras! ¡No sé qué pone en los libros! ¡No puedo leerlos!

—Dormir mucho es vital —dijo Om—. Te ayuda a desarrollar un caparazón sano.

Brutha cayó de rodillas sobre la cubierta de la embarcación que se mecía en alta mar. Se sentía como un propietario que regresa inesperadamente y se encuentra con la vieja mansión llena de desconocidos. Estaban en cada habitación y, sin ser amenazadores, simplemente llenaban todo el espacio con su estar allí.

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