Los pergaminos se fueron acomodando en su memoria. Pasado un rato, Brutha ya ni siquiera se daba cuenta de cómo eran desenrollados ante él. Simplemente tenía que seguir mirando.
Se preguntó cuánto podía llegar a recordar. Pero eso era una estupidez. Simplemente recordabas todo lo que veías. La superficie de una mesa, o un pergamino lleno de escritura. Había tanta información en el grano y la coloración de la madera como en las Reflexiones de Xenón.
Aun así, Brutha era consciente de cierta pesadez mental, la sensación de que si volvía bruscamente la cabeza entonces la memoria se le saldría a chorros por las orejas.
Urna cogió un pergamino al azar y lo desenrolló hasta la mitad. —Describe el aspecto de un Puzuma Ambiguo —pidió.
—No sé qué aspecto tiene —dijo Brutha, y parpadeó.
—Pues vaya con el señor Memoria —dijo Urna.
—No sabe leer, chico. Eso no es justo —dijo el filósofo.
—De acuerdo. Quería decir… la cuarta imagen del tercer rollo que viste —dijo Urna.
—Una criatura de cuatro patas vuelta hacia la izquierda —dijo Brutha—. Una cabeza grande similar a la de un gato y hombros anchos, con el cuerpo estrechándose hacia los cuartos traseros. El cuerpo es un motivo de cuadrados oscuros y claros. Las orejas son muy pequeñas y están pegadas a la cabeza. Hay seis bigotes. La cola es gruesa y corta. Sólo las patas traseras tienen garras, tres garras en cada una. Las patas delanteras son aproximadamente igual de largas que la cabeza. Un espeso pelaje…
—Eso fue hace cincuenta pergaminos —dijo Urna—. Vio el pergamino durante uno o dos segundos. Miraron a Brutha, que volvió a parpadear.
—¿Te lo sabes todo? —preguntó Urna.
—No lo sé.
—¡Tienes la mitad de la Biblioteca dentro de tu cabeza!
—Me siento… un poco…
La Biblioteca de Efebia era un horno. Las llamas ardían con un resplandor azulado allí donde el cobre fundido del techo goteaba sobre los estantes.
Todas las bibliotecas, en todas partes, están conectadas a través de los agujeros dimensionales en el espacio creados por las intensas distorsiones espaciotemporales que aparecen alrededor de cualquier gran colección de libros.
Sólo unos cuantos bibliotecarios llegan a descubrir el secreto, y hay reglas inflexibles acerca de la utilización de ese hecho. Porque equivale a viajar por el tiempo, y viajar por el tiempo ocasiona grandes problemas.
Pero si una biblioteca está ardiendo, y pasa a figurar en los libros de historia como habiendo ardido…
Hubo un pop muy suave, inaudible entre los crujidos y chasquidos de los estantes, y una figura surgió de la nada para posarse sobre una pequeña porción de suelo no quemado en el centro de la Biblioteca.
Tenía aspecto de mono, pero se movía de manera muy decidida. Largos brazos simiescos apagaron las llamas, extrajeron rollos de pergamino de los estantes y los metieron en un saco. Cuando el saco estuvo lleno, aquella figura que se apoyaba en los nudillos al andar volvió al centro de la sala… y desapareció, con otro pop.
Esto no tiene nada que ver con la Historia.
Como tampoco tiene nada que ver con ella el hecho de que, algún tiempo después, pergaminos que se creía habían sido destruidos en el Incendio de la Gran Biblioteca de Efebia aparecieran en un notable buen estado de conservación dentro de la Biblioteca de la Universidad Invisible en Ankh-Morpork.
Pero aun así es agradable saberlo.
Brutha despertó con el olor del mar en sus fosas nasales.
Al menos era lo que la gente considera olor del mar, el cual consiste en hedor a pescado pasado y algas podridas.
Se encontraba en una especie de cobertizo. La escasa luz que conseguía entrar por una ventana sin cristales era roja, y parpadeaba. Un extremo del cobertizo daba a las aguas. La luz rojiza mostraba unas cuantas figuras inmóviles alrededor de algo que había allí.
Brutha examinó cautelosamente los contenidos de su memoria. Todo parecía estar allí, con los pergaminos de la Biblioteca pulcramente ordenados. Las palabras tenían tan poco significado para él como cualquier otra palabra escrita, pero las imágenes eran interesantes. Más que la mayoría de cosas que contenía su memoria, en cualquier caso.
Se incorporó con cuidado.
—Ah, estás despierto —dijo la voz de Om dentro de su cabeza—.
Nos sentimos un poquito llenos, ¿verdad? ¿Nos sentimos un poquito como una hilera de estanterías? ¿Nos sentimos como si hubiera grandes letreros de ¡SILENCIO! repartidos por todo el interior de nuestra cabeza? ¿Por qué tuviste que hacer eso?
—Yo… no lo sé. Parecía lo… que había que hacer. ¿Dónde estás?
—Tu amigo el soldado me ha metido en su mochila. Gracias por haber cuidado de mí tan eficientemente, por cierto.
Brutha logró ponerse en pie. El mundo giró alrededor de él por un instante, con lo que añadió una tercera teoría astronómica a las dos que ocupaban las mentes de los pensadores locales en aquellos momentos.
Miró por la ventana. La luz roja procedía de los fuegos que ardían por todo Efebia, pero había un enorme resplandor encima de la Biblioteca.
—Actividad guerrillera —dijo Om—. Incluso los esclavos están luchando. No entiendo por qué. Cualquiera pensaría que habrían aprovechado encantados la posibilidad de vengarse de sus amos, ¿eh?
—Supongo que en Efebia un esclavo tiene la posibilidad de ser libre —dijo Brutha.
Hubo un siseo procedente del otro extremo del cobertizo, seguido por una especie de zumbido metálico.
Brutha oyó la voz de Urna diciendo:
—¿Veis? Ya os lo había dicho. Sólo era una obstrucción en los tubos. Echemos un poco más de combustible.
Brutha fue con paso tambaleante hacia el grupo.
Estaban de pie alrededor de un bote. Para lo que se estilaba en los botes, su forma no podía ser más normal: un extremo puntiagudo delante, un extremo plano detrás. Pero no había ningún mástil. Lo que había era una gran bola de color cobre suspendida de un armazón de madera hacia la parte de atrás del bote. Debajo de ella había una cesta de hierro, dentro de la que alguien ya había encendido un buen fuego.
Y la bola estaba girando dentro de su armazón, entre una nube de vapor.
—Yo he visto eso —dijo —. En De Chelonian Mobile. Había un dibujo.
—Oh, es la Biblioteca ambulante —dijo Didáctilos —. Sí. Tienes razón. Ilustrando el principio de reacción.
Nunca se me había ocurrido pedirle a Urna que construyera uno grande. Esto es lo que ocurre cuando empiezas a pensar con las manos.
—Una noche de la semana pasada lo llevé alrededor del faro — dijo Urna.
—Ankh-Morpork queda mucho más lejos que eso —dijo Simonía.
—Sí, a cinco veces la distancia entre Efebia y Omnia —dijo Brutha solemnemente —. Había un rollo de mapas.
El vapor brotaba en nubes abrasadoras de la bola que giraba rápidamente. Ahora que estaba más cerca, Brutha pudo ver que media docena de remos muy cortos habían sido juntados para formar una especie de estrella detrás del globo de cobre, y que luego los habían dejado suspendidos encima de la parte trasera del bote. Ruedas dentadas de madera y un par de cintas sin fin llenaban el espacio intermedio. Conforme giraba el globo, las paletas batían el aire.
—¿Cómo funciona? —preguntó.
—Muy simple —dijo Urna —. El fuego hace que…
—No tenemos tiempo para esto —dijo Simonía.
—… hace que el agua se caliente y entonces el agua se enfada — dijo el aprendiz de filósofo —. Así que sale del globo a través de esas cuatro pequeñas válvulas para alejarse del fuego. Los chorros de vapor empujan el globo haciéndolo girar, y las ruedas dentadas y el mecanismo de tornillo de Legibus transfieren el movimiento a las paletas, que a su vez impulsan el bote a través del agua.
—Muy filosófico —dijo Didáctilos.
Brutha se sintió obligado a salir en defensa del progreso omniano.
—Las grandes puertas de la Ciudadela pesan toneladas, pero son abiertas únicamente por el poder de la fe —dijo —. Un empujón y giran sobre sus goznes.
—Me gustaría mucho verlo —dijo Urna.
Brutha sintió una tenue y pecaminosa punzada de orgullo ante aquella confirmación de que Omnia seguía teniendo algo de lo que podía sentirse orgulloso.
—Un equilibrio excelente y algo de hidráulica, probablemente.
—Oh.
Simonía empujó pensativamente el mecanismo con su espada.
—¿Habéis pensado en todas las posibilidades? —dijo.
Las manos de Urna empezaron a mecerse a través del aire.
—¿Te refieres a grandes navíos que surcan el mar color de vino sin ninguna…? —comenzó.
—Estaba pensando en el transporte terrestre —dijo Simonía—. Tal vez… en alguna especie de carro que…
—Oh, no veo qué sentido tendría poner una embarcación encima de un carro.
Los ojos de Simonía relucieron con los destellos de un hombre que había visto el futuro y había descubierto que estaba blindado.
—Hmmm —dijo.
—Todo eso está muy bien, pero no es filosofía —dijo Didáctilos.
—¿Dónde está el sacerdote?
—Estoy aquí, pero no soy un…
—¿Cómo te encuentras? Te apagaste como una vela en la Biblioteca.
—Ya… estoy mejor.
—Estabas de pie y de pronto te convertiste en un protector contra las corrientes de aire.
—Estoy mucho mejor.
—Te ocurre con frecuencia, ¿verdad?
—A veces.
—¿Te acuerdas de los pergaminos?
—Creo… que sí. ¿Quién incendió la Biblioteca?
Urna levantó la vista del mecanismo.
—Él —dijo.
Brutha miró a Didáctilos.
—¿Prendiste fuego a vuestra propia Biblioteca?
—Soy el único que estaba cualificado para hacerlo —dijo el filósofo—. Y además, así Vorbis no podrá echarle mano.
—¿Qué? —Supón que leyera los pergaminos, ¿eh? Ahora ya es bastante peligroso, pero con todo ese conocimiento dentro de él sería una amenaza mucho peor.
—No los hubiese leído —dijo Brutha.
—Oh, sí que los habría leído. Conozco a los de su tipo —dijo Didáctilos —. Mucha sagrada devoción en público, y montones de uvas peladas y excesos varios en privado.
—Vorbis no —repuso Brutha con certeza absoluta—. No los hubiese leído.
—Bueno, da igual —dijo Didáctilos—. Si tenía que hacerse, yo lo hice.
Urna se volvió hacia ellos desde la popa del bote, donde había estado metiendo más madera en el brasero suspendido debajo del globo.
—¿Podemos subir a bordo? —preguntó.
Brutha se instaló en un tosco banco situado encima de la cuaderna central, o como se llamara aquella parte del bote. El aire olía a agua caliente.
—Bien, vamos allá —dijo Urna.
Tiró de una palanca. Las paletas giratorias chocaron con el agua; hubo una sacudida y después, con el vapor flotando en el aire detrás de él, el bote comenzó a avanzar.
—¿Qué nombre tiene esta embarcación? —preguntó Didáctilos.
Urna pareció sorprenderse.
—¿Nombre? —dijo—. Es una embarcación. Una cosa, de la naturaleza de las cosas. No necesita un nombre.
—Los nombres son más filosóficos —dijo Didáctilos, con una sombra de enfado en la voz—. Y deberías haber roto un ánfora de vino encima de ella.
—Menuda manera de desperdiciar el vino.
La embarcación salió del cobertizo y se internó en el oscuro puerto. Una galera efebiana ardía a lo lejos. La ciudad entera era un damero de llamas.
—Pero ¿tienes un ánfora a bordo, sí o no? —preguntó Didáctilos.
—Sí.
—Entonces pásamela.
Una estela de agua blanca seguía a la embarcación. Las paletas batían el mar.
—Sin viento. ¡Sin remeros! —exclamó Simonía—. ¿Empiezas a entender qué es lo que tenéis aquí, Urna?
—Desde luego. Los principios operativos son asombrosamente simples —dijo Urna.
—No me refería a eso. ¡Me refería a todas las cosas que podríais hacer con este poder! Urna echó otro leño al fuego.
—No es más que la transformación del calor en trabajo —dijo—. Supongo que… Oh, bombear el agua.
Molinos que pueden moler incluso cuando no sopla viento. ¿Esa clase de cosas? ¿Era en eso en lo que estabas pensando? Simonía el soldado titubeó.
—Sí —dijo finalmente—. Algo por el estilo.
—¿Om? —susurró Brutha.
—¿Sí?
—¿Estás bien?
—Este sitio huele a mochila de soldado. Sácame de aquí.
La bola de cobre giraba locamente encima del fuego. Brillaba casi tan intensamente como los ojos de Simonía.
Brutha le tocó el hombro.
—¿Podrías devolverme mi tortuga? —Simonía rió amargamente.
—Estos bichos son muy sabrosos —dijo, sacando a Om.
—Todo el mundo lo dice —dijo Brutha, y bajó la voz a un susurro—: ¿Qué clase de lugar es Ankh?
—Una ciudad de un millón de almas —contestó la voz de Om—, muchas de las cuales ocupan cuerpos. Y un millar de religiones. ¡Hasta hay un templo a los dioses menores! Suena como un sitio en el que a la gente no le cuesta nada creer en cosas. Creo que sería un buen lugar en el que empezar de nuevo. Con mi cerebro y tus…