Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Vorbis lo siguió con la mirada.

Brutha lo vio alzar la mano para hacer una seña a los guardias y luego bajarla.

Vorbis se volvió hacia el Tirano.

—Bien, ya habéis visto que vuestra filosofía no… —comenzó.

—¡Cu-cú!

La linterna entró volando por la puerta y se hizo añicos contra el cráneo de Vorbis.

—¡Y no obstante… la Tortuga Se mueve! Vorbis se levantó de un salto.

—Yo… —gritó, y después logró controlarse. Llamó a un par de guardias con un irritado vaivén de la mano —. Quiero que lo hagan prisionero. Ahora. Y… ¿Brutha?

—¿Sí, señor?

—Escogerás a unos hombres y los llevarás a la Biblioteca… y una vez allí, Brutha, quemaréis la Biblioteca.

Didáctilos era ciego, pero estaba oscuro. Los guardias que lo perseguían podían ver, salvo que no había nada a cuya luz se pudiera ver. Y los guardias no habían pasado su vida recorriendo unos callejones tan serpenteantes, desiguales y tan provistos de escalones como los de Efebia.

—… ocho, nueve, diez, once —murmuró el filósofo, subiendo a la carrera por un tramo de escalones y doblando una esquina con la rapidez de una liebre.

—Argh, ay, eso era mi rodilla —masculló uno de los guardias entre un montón de cuerpos hacia la mitad de la escalera.

Pero uno logró llegar al final de ella. Las estrellas le permitieron entrever la flaca figura que galopaba frenéticamente calle abajo. Levantó su ballesta. El viejo idiota ni siquiera corría en zigzag…

Un blanco perfecto.

Hubo un tañido.

Por un momento el guardia pareció asombrarse. La ballesta cayó de sus manos, disparándose al chocar contra los adoquines para mandar su dardo hacia una estatua en la que rebotó. El guardia bajó los ojos hacia el astil emplumado que sobresalía de su pecho, y después los levantó hacia la silueta que estaba saliendo de entre las sombras.

—¿Sargento Simonía? —susurró.

—Lo siento —dijo Simonía—. De veras que lo siento, pero la Verdad es importante.

El soldado abrió la boca para dar su opinión sobre la verdad y después cayó de bruces.

Abrió los ojos.

Simonía se estaba yendo. Todo parecía un poco más claro. Seguía estando oscuro, pero ahora podía ver en la oscuridad. Todo estaba trazado en matices de gris. Y debajo de su mano, los adoquines se habían convertido de alguna manera en una áspera arena negra.

Miró hacia arriba.

—EN PIE, SOLDADO ICHLOS.

Se levantó mansamente. Ahora era más que un mero soldado, una figura anónima para perseguir y a la cual dar muerte que sólo era un insignificante actor de reparto en las vidas de otras personas. Ahora era Dervi Ichlos, de treinta y ocho años, comparativamente inocente en el gran plan de las cosas, y muerto.

Se llevó vacilantemente una mano a los labios.

—¿Eres el juez? —preguntó.

—NO.

Ichlos contempló las arenas que se perdían en la lejanía. Sabía instintivamente qué tenía que hacer. Era mucho menos sofisticado que el general Fri’it, y había prestado más atención a las canciones que oyó durante su infancia.

Además, contaba con una ventaja. Era todavía menos religioso que el general.

—EL JUICIO SE ENCUENTRA AL FINAL DEL DESIERTO.

Ichlos trató de sonreír.

—Mi mamá me habló de esto —dijo—. Cuando estás muerto, tienes que andar a través de un desierto. Y lo ves todo como es debido, decía. Y te acuerdas de todo sin olvidar nada.

La Muerte se aseguró de que no dejaba traslucir lo que pensaba de todo aquello.

—Quizá me encuentre con unos cuantos amigos a lo largo del camino, ¿eh? —dijo el soldado.

—POSIBLEMENTE.

Ichlos echó a andar. En realidad, pensó, podría haber sido peor.

Urna iba y venía a lo largo de los estantes igual que un mono, sacando libros de sus casilleros y tirándolos al suelo.

—Puedo llevar unos veinte —dijo —. Pero ¿cuáles veinte?

—Siempre había querido hacerlo —murmuró Didáctilos alegremente—. Proclamar la verdad en las mismísimas narices de la tiranía y todo eso. ¡Ja! Un hombre, impávido y sin…

—¿Qué coger? ¿Qué coger? —gritó Urna.

—No necesitamos las Mecánicas de Grido —dijo Didáctilos—. ¡Eh, ojalá pudiera haber visto la cara que puso! Un lanzamiento condenadamente bueno, dadas las circunstancias. Espero que alguien tomara nota de lo que le…

—¡Principios de los engranajes! ¡Teoría de la expansión del agua! —gritó Urna—. Pero no necesitamos la Cívica de Ibíd o la Ectopía de Gnomon, eso está claro…

—¿Qué? ¡Pertenecen a la humanidad! —protestó Didáctilos.

—Entonces si toda la humanidad viene y nos ayuda a llevárnoslos, por mí estupendo —dijo Urna—. Pero si sólo vamos a ser nosotros dos, en ese caso prefiero coger algo útil.

—¿Útil? ¿Libros sobre mecanismos?

—¡Sí! ¡Pueden indicar a las personas qué hay que hacer para vivir mejor!

—Y esos otros libros indican a las personas qué hay que hacer para ser personas —dijo Didáctilos —. Lo cual me recuerda una cosa. A ver si me encuentras otra linterna. Me siento ciego

—Déjelo, cabo —dijo Brutha. Pasó por encima de la puerta.

—He dicho que deje a ese hombre.

—Pero tengo órdenes de…

—¿Está sordo? Si lo está, la Quisición puede curar eso —dijo Brutha, asombrado ante la firmeza de su voz.

—Usted no pertenece a la Quisición —dijo el cabo.

—No. Pero conozco a un hombre que sí pertenece a ella —dijo Brutha—. Deben registrar el palacio en busca de libros. Dejen a ese hombre conmigo. Es un anciano. ¿Qué daño puede hacer?

La mirada titubeante del cabo fue de Brutha a los prisioneros.

—Muy bien, cabo. Yo me ocuparé de esto. Todos se volvieron hacia él.

—¿Me ha oído? —dijo el sargento Simonía, abriéndose paso a codazos.

—Pero el diácono nos dijo…

—¿Cabo?

—¿Sí, sargento?

—El diácono está muy lejos. Yo estoy aquí mismo.

—Sí, sargento.

—¡En marcha! — Sí, sargento.

Simonía pareció aguzar el oído mientras los soldados se iban.

Después clavó su espada en la puerta y se volvió hacia Didáctilos. Cerrando la mano izquierda y apretando el puño, dejó caer la mano derecha sobre él con la palma extendida.

—La Tortuga Se mueve —dijo.

—Bueno, eso depende —dijo el filósofo cautelosamente.

—Quiero decir que soy… un amigo —dijo Simonía.

—¿Por qué deberíamos confiar en ti? —preguntó Urna.

—Porque no os queda otra elección —dijo el sargento Simonía.

—¿Puedes sacarnos de aquí? —preguntó Brutha.

Simonía lo fulminó con la mirada.

—¿A ti? ¿Y por qué debería sacarte de aquí? ¡Eres un exquisidor! —dijo, disponiéndose a desclavar su espada.

Brutha retrocedió.

—¡No lo soy!

—Cuando el capitán te sondeó a bordo del barco, no dijiste nada —dijo Simonía—. No eres uno de nosotros.

—Creo que tampoco uno de ellos —dijo Brutha—. Soy uno de los míos.

Dirigió una mirada implorante a Didáctilos, lo que era toda una pérdida de tiempo y energías, y después se volvió hacia Urna.

—No sé nada sobre este soldado —dijo—. Lo único que sé es que Vorbis quiere veros muertos y que quemará la Biblioteca. Pero puedo ayudar. Se me ha ocurrido mientras venía hacia aquí.

—Y no le escuchéis —dijo Simonía. Dobló una rodilla delante de Didáctilos, como un suplicante—. Señor, hay… algunos de nosotros… que hemos sabido reconocer vuestro libro por lo que es… Mirad, tengo un ejemplar…

Rebuscó debajo de su coraza.

—Lo copiamos —dijo Simonía—. ¡Un ejemplar! ¡Era todo lo que teníamos! Pero ha circulado. ¡Algunos de los que podían leer se lo leyeron a los demás! ¡Tiene tantísimo sentido!

—Eh… —dijo Didáctilos —. ¿Cuál?

Simonía manoteó excitadamente.

—Porque lo sabemos… He estado en lugares que… ¡Es verdad! Hay una Gran Tortuga. ¡Y la tortuga se mueve! ¡No necesitamos dioses!

—¿Urna? Supongo que nadie habrá quitado el cobre del techo, ¿verdad? —dijo Didáctilos.

—No creo.

—Entonces recuérdame que no hable con este tipo fuera de aquí.

—¡No lo entendéis! —dijo Simonía—. Puedo salvaros. Tenéis amigos en lugares inesperados. Venid. Mataré a este sacerdote y…

Empuñó su espada. Brutha retrocedió.

—¡No! ¡Yo también puedo ayudar! Por eso he venido. ¡Cuando te vi delante de Vorbis, supe qué podía hacer!

—¿Qué puedes hacer? —se burló Urna.

—Puedo salvar la Biblioteca.

—¿Cómo? ¿Echándotela a la espalda para salir corriendo con ella a cuestas? —se burló Simonía.

—No. No me refería a eso. ¿Cuántos pergaminos hay aquí?

—Unos setecientos —dijo Didáctilos.

—¿Cuántos de ellos son importantes?

—¡Todos! —exclamó Urna.

—Puede que unos doscientos —dijo Didáctilos sin levantar la voz.

—¡Tío!

—Los demás los escribieron únicamente para alardear de que los habían escrito —dijo Didáctilos.

—¡Pero son libros!

—Tal vez pueda con unos cuantos más —dijo Brutha—. ¿Hay alguna otra salida?

—Podría… haberla —dijo Didáctilos.

—¡No le digas dónde está! —imploró Simonía.

—Entonces todos vuestros libros arderán —dijo Brutha. Señaló a Simonía—. Ha dicho que no teníais elección.

Eso significa que no tenéis nada que perder, ¿verdad?

—Es un… —comenzó Simonía.

—Callaos todos —ordenó Didáctilos, y miró más allá de la oreja de Brutha—. Puede que haya una salida —dijo —. ¿Qué tienes intención de hacer?

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Urna—. ¡Hay omnianos aquí y les estás diciendo que hay otra salida!

—Toda esta roca está atravesada por túneles —dijo Didáctilos.

—¡Puede, pero no se lo vamos diciendo a la gente!

—Me inclino a confiar en esta persona —dijo Didáctilos—. Tiene una cara honrada. Hablando filosóficamente.

—¿Por qué deberíamos confiar en él?

—Cualquiera lo bastante estúpido para esperar que confiemos en él en estas circunstancias tiene que ser merecedor de confianza —razonó Didáctilos —. Es demasiado estúpido para engañarnos.

—Puedo salir de aquí ahora mismo —dijo Brutha—. ¿Y qué sería de vuestra Biblioteca entonces?

—¿Lo veis? —dijo Simonía.

—Justo cuando las cosas parecen ponerse muy oscuras, de pronto tenemos amigos insospechados en todas partes —observó Didáctilos —. ¿Cuál es tu plan, muchacho?

—No tengo ningún plan —respondió Brutha—. Simplemente hago las cosas, una detrás de otra.

—¿Y cuánto tardarás en hacer las cosas una detrás de otra?

—Creo que unos diez minutos. Simonía miró a Brutha.

—Ahora traed los libros —dijo Brutha—. Y necesitaré un poco de luz.

—¡Pero si ni siquiera sabes leer! —dijo Urna.

—No voy a leerlos. — Brutha echó un vistazo al primer pergamino, que casualmente era De Chelonian Mobile—. Oh. Dios mío —dijo.

—¿Algún problema? —preguntó Didáctilos.

—¿Alguien podría traerme mi tortuga?

Simonía trotaba por el palacio. Nadie le prestaba demasiada atención. La mayor parte de la guardia efebiana estaba fuera del laberinto, y Vorbis le había dejado muy claro a cualquiera que pudiera estar pensando en atreverse a entrar lo que les ocurriría a los moradores del palacio. Grupos de soldados omnianos habían iniciado un saqueo de manera bastante disciplinada.

Además, Simonía estaba volviendo a su alojamiento.

Había una tortuga en la habitación de Brutha, sentada encima de la mesa, entre un pergamino enrollado y una tajada de melón mordisqueada y, en la medida en que era posible saberlo con las tortugas, estaba dormida.

Simonía la cogió sin más ceremonias, la metió en su mochila y se apresuró a volver a la Biblioteca.

Se odiaba a sí mismo por hacerlo. ¡Aquel idiota de sacerdote lo había estropeado todo! Pero Didáctilos se lo había hecho prometer, y Didáctilos era el hombre que conocía la Verdad.

Durante todo el camino hasta allí, Simonía había tenido la vaga impresión de que alguien estaba intentando atraer su atención.

—¿Puedes recordarlos con sólo mirarlos? —preguntó Urna.

—Sí.

—¿Todo el pergamino?

—Sí.

—No te creo.

—La palabra LIBRVM de fuera de este edificio tiene una melladura en la primera letra —dijo Brutha—. Xenón escribió Reflexiones, y el viejo Aristócrates escribió Trivialidades, y Didáctilos piensa que los Discursos de Ibíd son una sarta de estupideces. Desde el trono de la sala del Tirano hasta la Biblioteca hay seiscientos pasos.

Hay un…

—Tiene buena memoria, eso debes admitirlo —dijo Didáctilos—. Enséñale unos cuantos pergaminos más.

—¿Cómo sabremos que los ha recordado? —preguntó Urna, desenrollando un pergamino de teoremas geométricos —. ¡No sabe leer! ¡Y aunque pudiera leer, no sabe escribir! —Tendremos que enseñarle.

Brutha echó un vistazo a un pergamino lleno de mapas. Cerró los ojos. Los contornos resplandecieron por un momento sobre el interior de sus párpados, y después dejó que se asentaran en su mente. Seguían allí, en algún lugar, y ahora podía hacerlos regresar en cualquier momento. Urna desenrolló otro pergamino. Imágenes de animales. En este, dibujos de plantas y montones de escritura. En este, sólo escritura. En este, triángulos y cosas.

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