Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Brutha?

—¿Sí, señor?

—Guíame a través del laberinto. Sé que puedes hacerlo.

—Señor…

—Es una orden, Brutha —dijo Vorbis afablemente.

No hay escapatoria, pensó Brutha. Sí, es una orden.

—Entonces pisad allí donde yo pise, señor —susurró —. A no más de un paso por detrás de mí.

—Sí, Brutha.

—Si de pronto doy un rodeo sin que haya razón aparente para ello, dad un rodeo también.

—Sí, Brutha.

Brutha pensó: quizá podría hacerlo mal. No. Hice votos y todo lo demás. No puedes desobedecer como si tal cosa. Si empiezas a pensar así, el mundo entero se acaba.

Dejó que su mente dormida tomara el control. La ruta a través del laberinto se desenrolló dentro de su cabeza como un alambre reluciente.

… hacia adelante diagonalmente y tres pasos y medio hacia la derecha, y sesenta y tres pasos hacia la izquierda, esperar dos segundos sin moverse —allí donde un siseo acerado en la oscuridad sugería que uno de los guardianes había diseñado algo que le valió un premio —, y tres pasos hacia arriba…

Podría echar a correr, pensó. Podría esconderme y entonces él se metería en alguno de los pozos o caería por algún sitio o lo que fuese, y después yo podría volver a mi habitación sin que me vieran ¿y quién lo sabría jamás? Yo.

… nueve pasos adelante y un paso a la derecha, y diecinueve pasos adelante y dos pasos a la izquierda…

Había una luz allá delante. No el ocasional resplandor blanco de la luna a través de las rendijas del techo, sino la luz amarilla de una lámpara, debilitándose y volviéndose más intensa conforme se iba aproximando su propietario.

—Alguien viene —murmuró Brutha—. ¡Debe de ser uno de los guías!

Vorbis se había esfumado.

Brutha se quedó inmóvil sin saber qué hacer mientras la luz continuaba aproximándose.

—¿Eres tú, Número Cuatro? —preguntó la voz de un hombre bastante mayor.

La luz dobló una esquina. Medio iluminó a un viejo, quien fue hacia Brutha y levantó la vela para verle la cara.

—¿Dónde está el Número Cuatro? —dijo, mirando más allá de Brutha.

Una figura apareció detrás del hombre, saliendo de un pasadizo lateral. Brutha tuvo un brevísimo atisbo de Vorbis, su rostro extrañamente apacible, mientras el diácono hacía girar la cabeza de su cayado y tiraba de ella.

Un afilado destello metálico relució por un instante bajo la luz de la vela.

Después la luz se apagó.

—Vuelve a ir delante —dijo la voz de Vorbis.

Temblando, Brutha obedeció. Por un momento sintió bajo su sandalia la blandura de la carne de un brazo extendido.

El pozo, pensó. Mira a los ojos de Vorbis, y allí está el pozo. Y yo estoy dentro con él.

He de acordarme de la verdad fundamental.

No había más guías patrullando el laberinto. Después de un mero millón de años, Brutha sintió en su cara el frescor del aire nocturno y se encontró bajo las estrellas.

—Bravo. ¿Recuerdas cómo se va hasta la puerta?

—Sí, señor Vorbis.

Había unas cuantas antorchas iluminando las calles, pero Efebia no era una ciudad que se mantuviera despierta en la oscuridad. Un par de transeúntes no les prestaron ninguna atención.

—Vigilan su puerto —dijo Vorbis en un tono de conversación normal—. Pero la ruta del desierto… Todo el mundo sabe que nadie puede cruzar el desierto. Estoy seguro de que tú también lo sabes, Brutha.

—Pero ahora sospecho que lo que sé no es la verdad —dijo Brutha.

—Exactamente. Ah. La puerta. Me parece recordar que ayer tenía dos guardias, ¿no?

—Vi a dos.

—Y ahora es de noche y la puerta está cerrada. Pero habrá un vigilante. Espera aquí.

Vorbis desapareció entre la penumbra. Pasado un rato hubo una conversación en voz baja. Brutha miraba al frente.

La conversación fue seguida por un silencio ahogado. Pasado un rato, Brutha empezó a contar mentalmente.

Cuando haya llegado a diez, me iré.

Otros diez, entonces.

De acuerdo. Que sean treinta. Y entonces me…

—Ah, Brutha. Vámonos.

Brutha volvió a tragarse el corazón y se volvió muy despacio.

—No os había oído, señor —logró decir.

—Tengo el paso muy ligero.

—¿Hay un vigilante?

—Ya no. Ven a ayudarme con los cerrojos.

En la puerta principal había incrustada una pequeña garita de guardia. Brutha, la mente entumecida por el odio, descorrió los cerrojos con el canto de la mano. La puerta se abrió con apenas un crujido.

Fuera había la luz ocasional de una granja lejana, y la oscuridad infinita.

Y la oscuridad entró por la puerta.

Jerarquía, dijo Vorbis más tarde. Los efebianos no pensaban en términos de jerarquía.

Ningún ejército podía cruzar el desierto. Pero un ejército pequeño quizá podría recorrer una cuarta parte de la distancia, y esconder una reserva de agua. Y hacer eso varias veces. Y otro pequeño ejército podría usar parte de esa reserva para llegar más lejos, quizá a mitad de camino, y dejar una reserva escondida. Y otro pequeño ejército…

Hicieron falta meses. Un tercio de los hombres había muerto, de calor y deshidratación y por los ataques de las fieras y de cosas peores, aquellas cosas peores que contenía el desierto.

Tenías que tener una mente como la de Vorbis para planearlo.

Y planearlo con tiempo. Ya había hombres muriendo en el desierto antes de que el hermano Murduck fuera a predicar; ya había una senda abierta cuando la flota omniana ardió en el estuario delante de Efebia.

Tenías que tener una mente como la de Vorbis para planear tu represalia antes de tu ataque.

Todo terminó en menos de una hora. La verdad fundamental era que el puñado de guardias efebianos que había en el palacio no tenía ninguna posibilidad.

Vorbis estaba sentado en el trono del Tirano. Faltaba poco para mediodía.

Varios ciudadanos efebianos entre los que figuraba el Tirano habían sido llevados ante él.

Vorbis se entretuvo unos momentos con el papeleo y después levantó la vista con una expresión de leve sorpresa, como si hasta aquel instante no se hubiera enterado de que cincuenta personas esperaban a punta de ballesta delante de él.

—Ah —dijo, y sonrió levemente—. Bueno, me complace decir que ahora podemos prescindir del tratado de paz. Se ha vuelto totalmente innecesario. ¿Por qué perder el tiempo hablando de paz cuando ya no hay más guerra? Efebia ha pasado a ser una diócesis de Omnia. No habrá discusiones.

Arrojó un papel al suelo.

—Dentro de unos días llegará una flota. Mientras el palacio esté en nuestras manos no habrá ninguna oposición. Vuestro espejo infernal está siendo hecho añicos en estos mismos instantes.

Formó un puente con los dedos y miró a los efebianos congregados ante él.

—¿Quién lo construyó? —El Tirano levantó la vista.

—Fue una construcción efebiana —dijo.

—Ah —repuso Vorbis—, democracia. Lo había olvidado. Entonces ¿quién… —hizo una seña a un guardia, el cual le entregó un saco— escribió esto?

Un ejemplar de De Chelonian Mobile fue arrojado sobre el suelo de mármol.

Brutha estaba de pie junto al trono. Era donde le habían dicho que debía estar.

Miró dentro del pozo, y ahora era él quien estaba dentro. Todo lo que había a su alrededor estaba sucediendo en algún lejano círculo de luz rodeado de oscuridad. Los pensamientos se perseguían unos a otros en el interior de su cabeza.

¿Estaba al corriente el cenobiarca de todo aquello? ¿Alguna otra persona conocía la existencia de las dos clases de verdad? ¿Quién más sabía que Vorbis estaba siendo ambos bandos en una guerra, igual que un niño que juega con soldados? ¿Estaba realmente mal si se hacía a mayor gloria de…

… un dios que era una tortuga? ¿Un dios en el que sólo creía Brutha? ¿A quién le hablaba Vorbis cuando rezaba? A través de la tormenta mental, Brutha oyó los tonos pausados y tranquilos de Vorbis:

—Si el filósofo que escribió esto no lo admite, todos vosotros seréis pasados por las llamas. No dudéis que hablo en serio.

Hubo un movimiento entre los efebianos, y la voz de Didáctilos.

—¡Soltadme! ¡Ya lo habéis oído! De todas maneras… siempre he querido tener ocasión de hacer esto…

Un par de sirvientes fueron hechos a un lado y el filósofo salió de entre la multitud, su linterna vacía sostenida desafiantemente por encima de su cabeza.

Brutha lo vio detenerse por un instante en el espacio vacío, y después volverse muy lentamente hasta quedar de cara a Vorbis. Luego dio unos pasos al frente, y alzó la linterna mientras parecía contemplar al diácono con atención.

—Hmmm —dijo.

—¿Eres el… perpetrador? —dijo Vorbis.

—Ciertamente. Me llamo Didáctilos.

—¿Eres ciego?

—Sólo en lo que concierne a la visión, mi señor.

—Y sin embargo llevas una linterna —dijo Vorbis —. Sin duda por alguna razón ingeniosa. Probablemente me dirás que estás buscando a un hombre honrado.

—No sé, mi señor. Quizá podríais decirme qué aspecto tiene un hombre honrado.

—Debería acabar contigo ahora mismo —dijo Vorbis.

—Oh, ciertamente.

Vorbis señaló el libro.

—Estas mentiras. Este escándalo. Este… este señuelo para apartar las mentes de los hombres del camino del verdadero conocimiento. ¿Osas comparecer ante mí y declarar… —empujó el libro con la punta del pie— que el mundo es plano y viaja a través del vacío encima de la espalda de una tortuga gigante?

Brutha contuvo el aliento.

La historia también.

Afirma tu creencia, pensó Brutha. Por favor, que alguien plante cara a Vorbis aunque sólo sea por una vez. Yo no puedo hacerlo. Pero alguien…

Descubrió que sus ojos se estaban volviendo hacia Simonía, quien estaba de pie al otro lado del trono de Vorbis. El sargento parecía paralizado, fascinado.

Didáctilos se irguió cuan alto era. Dio media vuelta y por un momento su mirada vacía pasó por encima de Brutha. La linterna fue extendida al extremo del brazo.

—No —dijo.

—Cuando todos los hombres honrados saben que el mundo es una esfera, una forma perfecta, obligada a girar alrededor de la esfera del Sol de la misma manera en que el Hombre órbita la verdad central de Om —dijo Vorbis —, y las estrellas…

Brutha se inclinó hacia adelante con el corazón palpitándole locamente.

—¿Señor? —murmuró.

—¿Qué? —masculló Vorbis.

—Ha dicho «no» —dijo Brutha.

—Así es —confirmó Didáctilos.

Vorbis permaneció absolutamente inmóvil por un instante.

Después su mandíbula se movió de manera casi imperceptible, como si estuviera ensayando algunas palabras para sus adentros.

—¿Lo niegas? —preguntó.

—Adelante, que sea una esfera —dijo Didáctilos —. No hay ningún problema con que sea una esfera. Sin duda se habrá hecho algún tipo de arreglo especial para que todo se mantenga encima de ella. Y el Sol puede ser otra gran esfera, a mucha distancia. ¿Preferís que la Luna orbite el mundo o que orbite el Sol? Yo os aconsejaría el mundo. Más jerárquico, y un espléndido ejemplo para todos nosotros.

Brutha estaba viendo algo que nunca había visto. Vorbis parecía perplejo.

—Pero tú escribiste… ¡Dijiste que el mundo está encima de la espalda de una tortuga gigante! ¡Diste un nombre a la tortuga! Didáctilos se encogió de hombros.

—Me he dado cuenta de que estaba equivocado —admitió —. ¿Quién ha oído hablar de una tortuga que tiene diez mil kilómetros de largo? ¿Nadando a través del vacío del espacio? Ja. ¡Menuda idiotez! Ahora me avergüenzo sólo de pensarlo.

Vorbis cerró la boca. Después volvió a abrirla.

—¿Así es como se comporta un filósofo efebiano? —dijo. Didáctilos volvió a encogerse de hombros.

—Así es como se comporta cualquier auténtico filósofo —precisó—. Uno siempre debe estar preparado para abrazar nuevas ideas y tomar en consideración nuevas pruebas. ¿No estáis de acuerdo? Y nos habéis traído muchos nuevos factores… —un gesto pareció abarcar, de manera totalmente accidental, a los arqueros omnianos apostados a lo largo de la sala— sobre los que debo reflexionar. Un argumento realmente poderoso siempre será capaz de hacerme cambiar de opinión.

—¡Tus mentiras ya han envenenado al mundo!

—En ese caso escribiré otro libro —dijo Didáctilos sin inmutarse—. Pensad en lo que parecerá: el orgulloso Didáctilos convencido por los argumentos de los omnianos. Una retractación completa. ¿Hmmm? De hecho, señor, con vuestro permiso (ya sé que tenéis muchas cosas que hacer, saquear e incendiar y todo eso), me retiraré a mi tonel y empezaré a trabajar en él. Un universo de esferas. Bolas que giran a través del espacio. Hmmm. Sí. Con vuestro permiso, señor, os escribiré más bolas de las que podéis imaginar…

El viejo filósofo se volvió y, andando muy despacio, fue hacia la puerta.

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