Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¡Ya es suficiente! —ordenó Om—. Venga, olvidémonos de este idiota.

Brutha desenrolló el pergamino. Ni siquiera había imágenes. El pergamino estaba lleno de apretada escritura, línea tras línea de ella.

—Pasó años investigándolo —dijo Didáctilos —. Fue al desierto, habló con los dioses menores. También habló con algunos de nuestros dioses. Un hombre valiente. Dice que a los dioses les gusta ver a un ateo rondando por ahí. Les da algo a lo que apuntar.

Brutha desenrolló un poco más el pergamino. Cinco minutos antes hubiese admitido que no sabía leer. Ahora ni los más concienzudos esfuerzos de los exquisidores hubieran podido obligarle a confesarlo. Lo sostuvo en lo que esperaba fuese una manera familiar.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—Bueno, alguien dijo que vieron un par de sandalias con humo saliendo de ellas justo delante de su casa hará uno o dos años —dijo Didáctilos —. Puede que abusara de su suerte, ya sabes.

—Será mejor que me vaya —dijo Brutha—. Lamento haber dispuesto de vuestro tiempo de esta manera.

—Devuélvelo cuando hayas terminado con él —dijo Didáctilos.

—¿Es así como lee la gente en Omnia? —preguntó Urna.

—¿Qué?

—Del revés.

Brutha cogió a la tortuga, le lanzó una mirada asesina a Urna y salió de la Biblioteca lo más altivamente posible.

—Hmmm —dijo Didáctilos, y tabaleó con los dedos sobre las mesas.

—Fue a él a quien vi en la taberna anoche —dijo Urna—. Estoy seguro, maestro.

—Pero los omnianos están alojados en el palacio.

—Así es, maestro.

—Pero la taberna está fuera del palacio.

—Sí.

—Entonces ¿crees que habrá volado por encima del muro?

—Estoy seguro de que era él, maestro.

—En ese caso… quizá volvió después. Quizá todavía no había entrado en el palacio cuando lo viste.

—Sólo puede ser eso, maestro. Los guardianes del laberinto son insobornables.

Didáctilos le dio un linternazo en la nuca a Urna.

—¡Muchacho estúpido! Ya te he dejado muy claro lo que opino de esa clase de afirmaciones.

—Quiero decir que no se les soborna fácilmente, maestro. Ni con todo el oro de Omnia, por ejemplo.

—Eso ya está mejor.

—¿Piensas que la tortuga era un dios, maestro?

—Si lo es, cuando vaya a Omnia se meterá en un buen lío. Allí tienen un dios que es un auténtico bastardo.

¿Nunca has leído al viejo Abraxas?

—No, maestro.

—Siempre le han interesado mucho los dioses. Un auténtico obseso de la divinidad, créeme. Siempre olía a pelo quemado. Resistente por naturaleza.

Om reptaba lentamente a lo largo de una línea.

—¿Quieres hacer el favor de estarte quieto de una vez? —dijo —. No puedo concentrarme.

—¿Cómo pueden decir esas cosas? —preguntó Brutha—. ¡Comportándose como si se alegraran de no saber las cosas! ¡Descubriendo más y más cosas sobre las que no saben nada! ¡Como niños que vienen a enseñarte orgullosamente un orinal lleno!

Om marcó su sitio con una uña.

—Pero van haciendo descubrimientos —dijo—. El tal Abraxas era todo un pensador, de eso no cabe duda. Ni yo mismo sabía algunas de esas cosas. ¡Siéntate!

Brutha obedeció.

—Muy bien —dijo Om—. Y ahora… escucha. ¿Sabes cómo obtienen poder los dioses?

—Basta con que la gente crea en ellos —dijo Brutha—. Millones de personas creen en ti.

Om titubeó.

De acuerdo, de acuerdo. Estamos aquí y es ahora. Tarde o temprano acabará descubriéndolo por sí solo…

—No creen —dijo Om.

—Pero…

—Ya ha ocurrido antes —dijo la tortuga—. Docenas de veces. ¿Sabías que Abraxas encontró la ciudad perdida de Fe? Unas tallas muy extrañas, dice. Fe, dice. La fe cambia. La gente empieza a dejar de creer en el dios y termina creyendo en la estructura.

—No lo entiendo —dijo Brutha.

—Lo diré de otra manera —dijo la tortuga—. Yo soy tu Dios, ¿no?

—Sí

—Y me obedecerás.

—Sí.

—Bien. Ahora coge una roca y mata a Vorbis. Brutha no se movió.

—Estoy seguro de que me has oído —dijo Om.

—Pero Vorbis es… El es… La Quisición me…

—Ahora ya sabes a qué me refería —dijo la tortuga—. En estos momentos le tienes más miedo a él que a mí.

Abraxas dice en su libro: «Alrededor del Dios se va formando un Caparazón de Plegarias y Ceremonias y Edificios y Sacerdotes y Autoridad, hasta que Finalmente el Dios Muere. Y esto puede pasar desapercibido.»

—¡Eso no puede ser verdad!

—Creo que lo es. Abraxas dice que hay un cangrejo que vive de la misma manera. Va desarrollando un caparazón cada vez más y más grande hasta que llega un momento en el que ya no puede moverse, y entonces muere.

—Pero… pero eso significa… que toda la Iglesia…

—Sí.

Brutha trató de hacerse a la idea, pero en su cabeza no había espacio para semejante enormidad.

—Pero tú no has muerto —consiguió decir.

—A efectos prácticos, es como si hubiera muerto —dijo Om—. ¿Y sabes una cosa? Ningún otro dios menor está intentando usurparme. ¿Te he hablado alguna vez del viejo Ur-Gilash? Era el dios que había antes de mí en lo que ahora es Omnia. No es que fuese gran cosa, claro. Básicamente un dios del clima. O un dios serpiente. Algo, en cualquier caso. Pero tardé años en librarme de él. Guerras y todo lo demás. Así que he estado pensando…

Brutha no dijo nada.

—Om todavía existe —dijo la tortuga—. Me refiero a la concha, que es lo básico. Bastaría con que se lo hicieras entender a la gente.

Brutha seguía sin decir nada.

—Puedes ser el próximo profeta —dijo Om.

—¡No puedo serlo! ¡Todo el mundo sabe que Vorbis será el próximo profeta!

—Ah, pero en tu caso sería algo oficial.

—¡No!

—¿No? ¡Soy tu Dios!

—Y yo soy mi yo. No soy un profeta. Ni siquiera sé escribir. No sé leer. Nadie me escuchará.

Om lo miró de arriba abajo.

—Debo admitir que no eres el elegido que yo hubiese elegido —dijo.

—Los grandes profetas tenían el don de la visión —dijo Brutha—. Incluso suponiendo que… que tú no les hayas hablado, ellos tenían algo que decir. ¿Qué podría decir yo? No tengo nada que decirle a nadie. ¿Qué podría decir?

—Creed en el Gran Dios Om —dijo la tortuga.

—¿Y qué más?

—¿Qué quieres decir?

Brutha contempló con expresión lúgubre el patio que se iba oscureciendo.

—Creed en el Gran Dios Om si no queréis que os parta un rayo —dijo.

—A mí me suena bastante bien.

—¿Es así como tiene que ser siempre?

Los últimos rayos de sol destellaron en la estatua que se alzaba en el centro del patio. Era vagamente femenina y tenía un pingüino posado en un hombro.

—Pátina, diosa de la Sabiduría —dijo Brutha—. La del pingüino. ¿Por qué un pingüino?

—Ni idea —se apresuró a decir Om.

—No es que haya nada de particularmente sabio en los pingüinos, ¿verdad?

—No creo. A menos que cuentes el hecho de que en Omnia no hay pingüinos, lo cual parece muy sabio por parte de los pingüinos.

—¡Brutha!

—Ese es Vorbis —dijo Brutha, poniéndose en pie—. ¿Te dejo aquí?

—Sí. Todavía queda un poco de melón. Quiero decir de hogaza.

Brutha salió al anochecer.

Vorbis estaba sentado en un banco debajo de un árbol, tan inmóvil como una estatua entre las sombras.

La certeza, pensó Brutha. Antes yo siempre estaba seguro. Ahora ya no lo estoy tanto.

—Ah, Brutha. Me acompañarás a dar un pequeño paseo. Tomaremos el aire del anochecer.

—Sí, señor.

—Has disfrutado de nuestra visita a Efebia. Vorbis rara vez hacía una pregunta si bastaba con una aseveración.

—Ha sido… interesante.

Vorbis puso una mano sobre el hombro de Brutha y usó la otra para levantarse apoyándose en su cayado.

—¿Y qué opinas de Efebia? —preguntó.

—Tienen muchos dioses, y no les prestan demasiada atención —dijo Brutha—. Y buscan la ignorancia.

—Y la encuentran en abundancia, de eso puedes estar seguro — observó Vorbis.

Una risa resonó en algún lugar de la oscuridad, seguida por un tintineo de ollas y sartenes. El perfume de las flores que se abren con el anochecer impregnaba el aire. El calor almacenado durante el día irradiaba de las piedras, haciendo que la noche pareciese una sopa fragante.

—Efebia mira hacia el mar —dijo Vorbis pasados unos momentos—. ¿Ves la forma en que está construida? Todo ha sido edificado sobre la ladera de una colina que da al mar. Pero, el mar es mutable. Nada duradero proviene del mar. Nuestra querida Ciudadela, en cambio, da a las alturas del desierto. ¿Y qué es lo que vemos allí?

Brutha se volvió instintivamente y contempló, por encima de los tejados, la negra masa del desierto recortándose contra el cielo.

—Veo un destello de luz —dijo—. Y otro. En la ladera.

—Ah. La luz de la verdad —dijo Vorbis —. Pues entonces vayamos a su encuentro. Llévame a la entrada del laberinto, Brutha. Conoces el camino.

—¿Señor? —dijo Brutha.

—¿Sí, Brutha?

—Querría haceros una pregunta.

—Hazla.

—¿Qué le ocurrió al hermano Murduck?

Una levísima sugerencia de titubeo se infiltró en el ritmo con que el cayado de Vorbis se movía sobre los adoquines.

—La verdad, mi buen Brutha, es como la luz. ¿Qué es lo que sabes sobre la luz?

—Viene… del sol. Y de la luna y las estrellas. Y las velas. Y las lámparas.

—Y etcétera, etcétera —dijo Vorbis —. Por supuesto. Pero hay otra clase de luz, una que llena incluso el más oscuro de los lugares. Así tiene que ser. Porque si esa meta-luz no existiera, ¿cómo se podría ver la oscuridad?

Brutha no dijo nada. Aquello sonaba demasiado a filosofía.

—Y con la verdad ocurre exactamente lo mismo —dijo Vorbis—. Hay algunas cosas que parecen ser verdad y que muestran todos los rasgos distintivos de la verdad, pero que no son la verdadera verdad. A veces la verdadera verdad tiene que ser protegida mediante un laberinto de mentiras.

Se volvió hacia Brutha.

—¿Me comprendes?

—No, señor Vorbis.

—Quiero decir que aquello que se ofrece a nuestros sentidos no es la verdad fundamental. Las cosas que son vistas, oídas y hechas por la carne son meras sombras de una realidad más profunda. Eso es lo que debes entender conforme progresas en la Iglesia.

—Pero de momento, señor, sólo conozco la verdad trivial, la verdad disponible en el exterior —dijo Brutha, sintiéndose como si estuviera al borde de un pozo.

—Así es como empezamos todos —dijo Vorbis bondadosamente.

—¿Entonces los efebianos mataron al hermano Murduck? —insistió Brutha, avanzando centímetro a centímetro entre la oscuridad.

—Te estoy diciendo que en el sentido más profundo de la verdad así lo hicieron. Con su incapacidad para abrazar sus palabras, con su intransigencia, a buen seguro que lo mataron.

—Pero en el sentido trivial de la verdad —dijo Brutha, escogiendo cada palabra con la misma minuciosa atención que un exquisidor podría dedicar a su paciente en las profundidades de la Ciudadela—, en el sentido trivial, el hermano Murduck murió realmente en Omnia, porque no había muerto en Efebia, donde sólo se habían burlado de él, pero se temió que otros en la Iglesia quizá no entendieran la, la verdad más profunda., y por eso se hizo saber que los efebianos lo habían matado, en el sentido trivial, lo que os proporcionó, a vos y a quienes habían visto la verdad del mal de Efebia, motivo suficiente para llevar a cabo una.,, justa represalia.

Pasaron junto a una fuente. La puntera de acero del cayado del diácono chasqueaba en la noche.

—Veo un gran futuro para ti en la Iglesia —dijo Vorbis pasado un rato—. La hora del octavo profeta se acerca.

Un momento de expansión, y una gran oportunidad para quienes sirven fielmente a Om.

Brutha miró dentro del pozo.

Si Vorbis estaba en lo cierto, y había una clase de luz que hacía visible la oscuridad, entonces allí abajo estaba su opuesto, la oscuridad a la que ninguna luz podría llegar jamás: una oscuridad que ennegrecía la luz. Pensó en el ciego Didáctilos y su linterna vacía.

Y se oyó decir:

—Y con gente como los efebianos no hay tregua posible. ¿Verdad que ningún tratado puede ser considerado vinculante, si ha sido negociado entre personas como los efebianos y aquellos que siguen una verdad más profunda?

Hubo más risas en la oscuridad, y el tañido de instrumentos de cuerda.

—Un banquete —se burló Vorbis —. ¡El Tirano nos ha invitado a un banquete! Envié a algunos de los miembros de la delegación, por supuesto. ¡Incluso sus generales están ahí! Creen estar a salvo detrás de su laberinto, de la misma manera en que la tortuga cree estar a salvo dentro de su caparazón, sin darse cuenta de que es una prisión. Vamos.

El muro interior del laberinto surgió de la oscuridad. Brutha se apoyó en él. Desde muy arriba llegaba el tintineo del metal sobre el metal a medida que un centinela hacía sus rondas.

La entrada al laberinto estaba abierta de par en par. Los efebianos nunca habían creído necesario impedir que la gente entrara en él. Al final de un corto túnel lateral, el guía del primer sexto del camino dormía acostado en un banco con una vela chisporroteando junto a él. Encima de su alcoba estaba colgada la campana de bronce que quienes aspiraban a atravesar el laberinto usaban para llamarlo. Brutha pasó junto a ella.

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