Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—La Tortuga Se Mueve —dijo Urna pensativamente.

—¿Qué? —dijo Brutha.

—El maestro escribió un libro —dijo Urna.

—Bueno, en realidad no era un libro —dijo Didáctilos con modestia—. Más bien un pergamino. Una cosita de nada que se me ocurrió.

—¿Diciendo que el mundo es plano y que viaja a través del espacio encima de la espalda de una tortuga gigante? —preguntó Brutha.

—¿Lo has leído? —Los ojos de Didáctilos no se apartaban del rostro de Brutha—. ¿Eres un esclavo?

—No. Soy un…

—¡No menciones mi nombre! ¡Di que eres un escribano o algo por el estilo!

—… escribano —dijo Brutha con un hilo de voz.

—Sí, ya lo veo —dijo Urna —. El callo delator en el pulgar allí donde apoyas la pluma. Las manchas de tinta que hay en tus mangas.

Brutha se miró el pulgar izquierdo.

—Yo no…

—Sí —dijo Urna sonriendo—. Utilizas la mano izquierda, ¿verdad? Soy un…

—Eh… utilizo las dos —dijo Brutha—. Pero todo el mundo dice que no muy bien.

—Ah —dijo Didáctilos —. ¿Ambisiniestro?

—¿Qué?

—Quiere decir incompetente con ambas manos —dijo Om.

—Oh. Sí. Ese soy yo. —Brutha tosió educadamente —. Mira… Estoy buscando un filósofo. Um. Uno que entienda de dioses.

Esperó.

—¿No vas a decir que los dioses son una reliquia de un sistema de creencias que se ha quedado anticuado? —dijo después.

Didáctilos, que seguía deslizando los dedos por la concha de Om, meneó la cabeza.

—Qué va. Prefiero que mis tormentas estén lo más lejos posible de mí.

—Oh. ¿Te importaría dejar de darle vueltas? Acaba de decirme que no le gusta.

—Se puede saber lo viejas que son partiéndolas por la mitad y contando los anillos —dijo Didáctilos.

—Um. Y tampoco tiene mucho sentido del humor.

—Por tu manera de hablar, yo diría que eres omniano.

—Sí.

—¿Has venido a hablar del tratado?

—Lo mío es escuchar.

—¿Y qué quieres saber acerca de los dioses? Brutha pareció escuchar, y finalmente dijo:

—Cómo surgen. Cómo crecen. Y qué les sucede después.

Didáctilos puso la tortuga en las manos de Brutha.

—Esa clase de pensar cuesta dinero —dijo.

—Avísame cuando hayamos gastado pensamientos por valor de más de cincuenta obols —dijo Brutha.

Didáctilos sonrió.

—Vaya, parece que sabes usar la cabeza —dijo —. ¿Tienes buena memoria?

—No. No exactamente buena.

—¿Sí? Sí. Entra en la Biblioteca. Tiene el techo de cobre, sabes. Los dioses odian los techos de cobre.

Didáctilos se inclinó y cogió una linterna de hierro bastante oxidada que había junto a él.

Brutha alzó la mirada hacia el gran edificio blanco.

—¿Eso es la Biblioteca? —preguntó.

—Sí —dijo Didáctilos —. Por eso tiene LIBRVM tallado en letras tan grandes encima de la puerta. Pero un escribano como tú ya lo sabía, por supuesto.

La Biblioteca de Efebia era —antes de que le prendieran fuego— la segunda más grande del Disco.

No era tan grande como la de la Universidad Invisible, por supuesto, pero esa biblioteca contaba con una o dos ventajas debido a su naturaleza mágica. Ninguna otra biblioteca de ningún sitio, por ejemplo, tiene una galena entera de libros no escritos, esos libros que habrían sido escritos si un cocodrilo no se hubiera comido al autor cuando iba por el capítulo 1, y así sucesivamente. Atlas de lugares imaginarios. Diccionarios de palabras ilusorias.

Guías para los observadores de cosas invisibles. Obras de consulta salvajes en la Sala de las Lecturas Perdidas.

Una biblioteca tan grande que distorsiona la realidad y abre accesos a todas las otras bibliotecas, en cualquier lugar y en cualquier tiempo…

Y por eso tan distinta de la Biblioteca de Efebia, con sus cuatrocientos o quinientos volúmenes. Muchos de ellos eran rollos de pergamino, para ahorrar a los lectores la fatiga de tener que llamar a un esclavo cada vez que querían que se diera vuelta a una página. Pero cada uno ocupaba su propio casillero. Los libros nunca deberían estar demasiado cerca unos de otros, porque entonces interactúan de maneras extrañas e imprevisibles.

Rayos de sol perforaban las sombras, tan palpables como columnas en el aire polvoriento.

Aunque era el menor de los prodigios de la Biblioteca, Brutha no pudo evitar fijarse en una estructura bastante extraña que había en los pasillos. Una serie de listones de madera habían sido colocados entre las hileras de estanterías de piedra a unos dos metros del suelo, de tal manera que sostenían un tablón más grueso que no parecía tener absolutamente ninguna utilidad. Su parte inferior había sido adornada con toscos motivos.

—La Biblioteca —anunció Didáctilos.

Levantó el brazo. Sus dedos rozaron el tablón que había encima de su cabeza.

Entonces Brutha lo entendió.

—Eres ciego, ¿verdad? —preguntó.

—Así es.

—Pero ¿llevas una linterna?

—Oh, no te preocupes —dijo Didáctilos —. Nunca le pongo aceite.

—¿Una linterna que no da luz para un hombre que no ve?

—Sí. Funciona estupendamente. Y por supuesto es muy filosófico.

—Y vives en un tonel.

—Vivir en un tonel está muy de moda —dijo Didáctilos, avanzando decididamente con sus dedos tocando sólo de vez en cuando los motivos tallados en el tablón—. La mayoría de los filósofos lo hacen. Muestra desprecio y desdén por las cosas mundanas. Ojo, que Legibus tiene una sauna en el suyo. Dice que se te pueden llegar a ocurrir cosas asombrosas en ella.

Brutha miró alrededor. Los pergaminos sobresalían de sus estantes como cuclillos que se dispusieran a dar la hora desde un reloj.

—Todo es tan… Antes de venir aquí nunca había conocido a un filósofo —dijo—. Anoche, todos estaban…

—Debes recordar que en estas tierras hay tres maneras básicas de filosofar —dijo Didáctilos —. Explícaselo, Urna.

—Están los xenonistas —se apresuró a decir Urna—. Dicen que el mundo es básicamente complejo y aleatorio. Luego están los ibidianos. Dicen que el mundo es básicamente simple y obedece ciertas reglas fundamentales.

—Y luego estoy yo —dijo Didáctilos, sacando un rollo de pergamino de su casillero.

—El maestro dice básicamente que el mundo es un lugar muy extraño —explicó Urna.

—Y que no contiene suficiente bebida —agregó Didáctilos.

—Y que no contiene suficiente bebida.

—Dioses —dijo Didáctilos, mitad para sí mismo. Extrajo otro rollo—. ¿Quieres saber algunas cosas sobre los dioses? Aquí tenemos las Reflexiones de Xenón, y las Trivialidades del viejo Aristócrates, y el condenadamente estúpido Discursos de Ibíd, y las Geometrías de Legibus y las Teologías de Jerarca…

Los dedos de Didáctilos danzaron sobre las estanterías. Más polvo llenó el aire.

—¿Todo eso son libros? —preguntó Brutha.

—Oh, sí. Aquí todo el mundo escribe. No hay manera de que dejen de escribir, créeme.

—¿Y la gente puede leerlos? —preguntó Brutha.

Omnia estaba basada en un solo libro. Y aquí había… centenares…

—Bueno, si quieren pueden hacerlo —dijo Urna—. Pero casi nadie viene por aquí. Estos libros no son para leer. Digamos que son más bien para escribir.

—La sabiduría de las eras —dijo Didáctilos —. Verás, para demostrar que eres un filósofo tienes que escribir un libro. De esa manera consigues tu pergamino y tu esponja de baño oficial gratuita de filósofo.

La luz del sol se remansaba encima de una gran mesa de piedra en el centro de la sala. Urna desenrolló el pergamino. Flores de vivos colores relucieron bajo la claridad dorada.

— Sobre la naturaleza de las plantas de Oríjncrates —. Seiscientas plantas y sus usos…

—Son preciosas —murmuró Brutha.

—Sí, ese es uno de los usos de las plantas —dijo Didáctilos—. Y uno que al viejo Oríjncrates se le pasó por alto, además. Bravo. Enséñale el Bestiario de Filo, Urna.

Otro pergamino fue desenrollado. Había docenas de imágenes de animales, miles de palabras ilegibles.

—Pero… imágenes de animales… No está bien… ¿Verdad que no está…?

—Aquí hay imágenes de prácticamente todo —dijo Didáctilos.

En Omnia el arte no estaba permitido.

—Y este es el libro que escribió Didáctilos —dijo Urna.

Brutha bajó los ojos hacia un dibujo de una tortuga. Había… elefantes, son elefantes, le suministró su memoria, a partir de los recuerdos frescos del bestiario hundiéndose indeleblemente en su cerebro… elefantes encima de su caparazón, y encima de ellos algo con montañas y la cascada de un océano alrededor de su borde…

—¿Cómo puede ser? —preguntó Brutha—. ¿Un mundo encima del caparazón de una tortuga? ¡Esto no puede ser verdad!

—Díselo a los marineros —dijo Didáctilos —. Todo aquel que ha navegado por el Océano del Borde lo sabe.

¿Por qué negar lo obvio?

—Pero seguramente el mundo es una esfera perfecta que gira alrededor de la esfera del sol, tal como nos dice el Septateuco — dijo Brutha—. Eso parece tan… lógico. Es como deberían ser las cosas.

—¿Deberían? —dijo Didáctilos—. Bueno, yo no estaría tan seguro de ello. «Deberían» no es una palabra filosófica.

—¿Y… qué es esto…? —murmuró Brutha, señalando un círculo debajo del dibujo de la tortuga.

—Eso es una vista en forma de plano —dijo Urna.

—El mapa del mundo —dijo Didáctilos.

—¿Mapa? ¿Qué es un mapa?

—Es un tipo de imagen que te indica dónde estás —dijo Didáctilos.

Brutha lo miró con asombro.

—¿Y cómo lo sabe?

—¡Ja!

—Dioses —insistió Om —. ¡Hemos venido aquí a preguntar sobre los dioses!

—Pero ¿todo esto es verdad? —preguntó Brutha.

Didáctilos se encogió de hombros.

—Podría serlo. Podría serlo. Estamos aquí y es ahora. Tal como yo lo veo, a partir de ahí todo tiende a la conjetura.

—¿Quieres decir que no sabes si es verdad? —preguntó Brutha.

—Pienso que podría serlo —dijo Didáctilos —. Podría estar equivocado. Ser un filósofo consiste precisamente en no estar seguro.

—Hablemos de los dioses —propuso Om.

—Dioses —dijo Brutha con un hilo de voz.

Su mente estaba ardiendo. Aquellas personas hacían todos aquellos libros sobre cosas, y no estaban seguras.

Pero él había estado seguro, y el hermano Nhumrod había estado seguro, y el diácono Vorbis tenía una seguridad alrededor de la cual podías doblar herraduras. La seguridad era una roca.

Ahora sabía por qué, cuando Vorbis hablaba de Efebia, se le ponía el rostro gris de odio y la voz se le volvía tan tensa como un alambre. Si no había ninguna verdad, ¿qué quedaba? Y aquellos viejos que sólo sabían discursear dedicaban su tiempo a demoler las columnas del mundo, y no tenían nada con qué reemplazarlas aparte de incertidumbre. ¿Y se sentían orgullosos de eso? Urna se había subido a una escalerilla y rebuscaba entre los estantes de pergaminos. Didáctilos se había sentado enfrente de Brutha, su mirada ciega aparentemente todavía fija en él.

—No te gusta, ¿verdad? —dijo el filósofo.

Brutha no había dicho nada.

—Verás —dijo el filósofo, afable—, la gente te dirá que en lo que concierne a los otros sentidos nosotros los ciegos somos el no va más. Y no es cierto, los muy idiotas lo dicen sólo porque el decirlo hace que se sientan mejor. Los libra de la obligación de sentir lástima por nosotros. Pero cuando no puedes ver, aprendes a escuchar más. La manera en que respira la gente, los sonidos que producen sus ropas…

Urna reapareció con otro pergamino.

—No deberíais hacerlo. Todo esto… —dijo Brutha con pesadumbre, y se calló.

—Sé lo que es estar seguro —repuso Didáctilos. El tono desenvuelto e irascible de antes se había esfumado de su voz—. Antes de ser ciego, una vez fui a Omnia. Eso fue antes de que cerraran las fronteras, cuando todavía permitíais viajar a la gente. Y en vuestra Ciudadela vi a una multitud matando a pedradas a un hombre metido en un pozo. ¿Lo has visto alguna vez?

—Tiene que hacerse —farfulló Brutha—. Para que el alma pueda recibir la absolución y…

—No sé lo que le ocurre al alma. Nunca he sido de esa clase de filósofos —dijo Didáctilos —. Lo único que sé es que fue un espectáculo horrible.

—El estado del cuerpo no es…

—Oh, no estoy hablando del pobre desgraciado del pozo —dijo el filósofo —. Estoy hablando de las personas que tiraban las piedras. Estaban seguras, desde luego. Estaban seguras de que no eran ellas las que estaban en el pozo. Podías verlo en sus caras. Se alegraban tanto de no ser ellas que tiraban las piedras todo lo fuerte que podían.

Urna esperaba junto a ellos como si no supiera qué hacer.

—Tengo Sobre la religión de Abraxas —dijo.

—El viejo Carboncillo Abraxas —dijo Didáctilos, volviendo a animarse—. Ya le han caído encima quince rayos, y todavía no se ha dado por vencido. Puedes cogerlo prestado esta noche si quieres. Nada de escribir comentarios en los márgenes, ojo, a menos que sean interesantes.

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