El joven se levantó.
—La señora Bylaxis vino esta mañana —dijo —. Dijo que el proverbio que le hiciste la semana pasada ha dejado de funcionar.
Didáctilos se rascó la cabeza.
—¿Cuál era ese?-preguntó.
—Le diste «Siempre está más oscuro antes de amanecer».
—Pues no veo dónde está el problema. Una filosofía condenadamente buena, ¿no?
—Dijo que no se sentía mejor. Bueno, el caso es que dijo que no había podido pegar ojo en toda la noche porque le dolía mucho la pierna y justo antes de amanecer había como bastante luz, así que no era verdad. Y le seguía doliendo la pierna. Así que le ofrecí un intercambio parcial con «Aun así, reír siempre sienta bien».
Didáctilos se animó un poco.
—Te la quitaste de encima, ¿eh?
—Dijo que lo probaría. Me dio un calamar en salmuera entero por él. Dijo que tengo aspecto de estar comiendo poco.
—¿De veras? Estás aprendiendo. ¿Lo ves, Urna? Ya te dije que si insistíamos acabaría funcionando.
—Yo no diría que un calamar en salmuera y una caja de aceitunas grasientas sean unos grandes ingresos, maestro. No a cambio de dos semanas de pensar.
—Conseguimos tres obols con ese proverbio para el viejo Grillos el zapatero.
—Te equivocas. Vino a devolverlo. A su esposa no le gustaba el color.
—¿Y tú le devolviste su dinero?
—Sí.
—¿Cómo, todo?
—Sí.
—No puedes hacer eso. No después de que haya estado utilizando las palabras, porque se desgastan con el uso.
—¿Cuál era?
—«Sabio es el cuervo que sabe hacia dónde señala el camello».
—Ese me costó un montón de trabajo.
—Dijo que no conseguía entenderlo.
—Yo tampoco entiendo de suelas, pero sé reconocer un buen par de sandalias cuando las llevo puestas.
Om pestañeó su único ojo. Después echó un vistazo a las formas de las mentes que había delante de él.
El que se llamaba Urna presumiblemente era el sobrino y tenía una mente tirando a normal, por mucho que en ella pareciese haber demasiados círculos y ángulos. Pero la mente de Didáctilos burbujeaba y destellaba como un puchero lleno de anguilas eléctricas en pleno hervor. Om nunca había visto nada parecido. Los pensamientos de Brutha tardaban eones en ocupar su sitio, y verlo pensar era como presenciar una colisión entre montañas; pero los pensamientos de Didáctilos se perseguían los unos a los otros con un sonido sibilante. No era de extrañar que estuviese calvo. El pelo habría ardido de dentro hacia fuera.
Om había encontrado un pensador.
Y a juzgar por lo que había oído, uno que no saldría demasiado caro.
Echó una mirada a la pared detrás del tonel. Un poco más allá había un impresionante tramo de peldaños de mármol que subían hacia unas puertas de bronce, y encima de las puertas, en letras de metal incrustadas en la piedra, estaba escrita la palabra LIBRVM.
Om llevaba demasiado tiempo mirando. La mano de Urna se posó sobre su concha, y oyó que la voz de Didáctilos decía:
—Eh, estos bichos son muy sabrosos.
Brutha no sabía dónde meterse.
—¡Lapidasteis a nuestro enviado! —gritó Vorbis —. ¡Un hombre desarmado!
—Él se lo buscó —dijo el Tirano —. Aristócrates estaba allí. El os lo contará.
El hombre alto asintió y se puso en pie.
—Por tradición cualquiera puede hablar en el mercado… — comenzó.
—¿Y ser lapidado? —repuso Vorbis. Aristócrates levantó una mano.
—Ah —dijo—, en la plaza cualquiera puede decir lo que quiera. Pero tenemos otra tradición llamada libertad de escucha. Desgraciadamente, cuando a la gente no le gusta lo que oye, puede ponerse un poco… desagradable.
—Yo también estaba allí —dijo otro consejero —. Vuestro sacerdote se levantó para hablar y al principio todo fue estupendamente, porque la gente se reía. Y entonces dijo que Om era el único Dios verdadero, y todo el mundo se quedó muy callado. Y después derribó una estatua de Tuvelpit, el dios del Vino. Entonces fue cuando empezó el jaleo.
—¿Acaso os proponéis decirme que fue fulminado por el rayo? —preguntó Vorbis.
Vorbis ya no gritaba. Su voz se había vuelto impasible, sin ninguna pasión. El pensamiento cobró forma en la mente de Brutha: así es como hablan los exquisidores. Cuando los inquisidores han terminado, los exquisidores hablan…
—No. Por un ánfora. Veréis, Tuvelpit estaba entre la multitud.
—Y golpear a hombres honrados está considerado una conducta divina apropiada, ¿verdad?
—Vuestro misionero había dicho que quienes no creían en Om serían castigados durante toda la eternidad.
Debo deciros que la multitud lo consideró una grosería.
—Y por eso le tiraron piedras.
—No muchas. Sólo hirieron su orgullo. Y únicamente después de que se les hubieran terminado las hortalizas.
—¿Le tiraron hortalizas?
—Cuando no pudieron encontrar más huevos.
—Y cuando vinimos para reprocharos…
—Estoy seguro de que sesenta barcos pretendían algo más que formular un reproche —dijo el Tirano —. Y ya os hemos advertido, señor Vorbis. En Efebia las personas encuentran aquello que buscan. Habrá más incursiones contra vuestras costas. Hostigaremos a vuestros barcos. A menos que firméis.
—¿Y el derecho de paso a través de Efebia? —preguntó Vorbis.
El Tirano sonrió.
—¿A través del desierto? Señor mío, si podéis cruzar el desierto entonces estoy seguro de que podéis ir a cualquier sitio. —El Tirano apartó la mirada de Vorbis y alzó los ojos hacia el cielo, visible entre los pilares —. Y ahora veo que falta poco para mediodía. Y empieza a hacer calor. No me cabe duda de que desearéis discutir nuestras… uh… propuestas con vuestros colegas. ¿Puedo sugerir que volvamos a reunimos hacia el ocaso? Vorbis pareció pensárselo.
—Creo —dijo al cabo— que nuestras deliberaciones tal vez requieran más tiempo. ¿Digamos… mañana por la mañana? —El Tirano asintió.
—Como queráis. Mientras tanto, el palacio está a vuestra disposición. Hay muchos preciosos templos y obras de arte que quizá deseéis inspeccionar. Cuando queráis comer, comentádselo al esclavo más próximo.
—Esclavo es una palabra efebiana. En Om no tenemos ninguna palabra para los esclavos —dijo Vorbis.
—Eso tengo entendido —dijo el Tirano—. Imagino que los peces no tienen ninguna palabra para el agua. — Volvió a esbozar aquella sonrisa huidiza—. Y están los baños y la Biblioteca, por supuesto. Hay muchas cosas magníficas que ver. Sois nuestros invitados.
Vorbis inclinó la cabeza.
—Rezo para que algún día seáis invitado mío —dijo.
—Y la de cosas que veré entonces —observó el Tirano.
Brutha se levantó, volcando su banco y enrojeciendo todavía más por la vergüenza.
Pensó: mintieron acerca del hermano Murduck. Vorbis dijo que lo golpearon hasta dejarlo medio muerto, y que después lo flagelaron hasta dejarlo muerto del todo. Y el hermano Nhumrod dijo haber visto el cuerpo, y que así había sido. ¡Sólo por hablar! Las personas que son capaces de hacer esa clase de cosas merecen… un castigo.
Y tienen esclavos. Personas que son obligadas a trabajar en contra de su voluntad. Personas que son tratadas como animales. ¡Pero si incluso llaman Tirano a su gobernante! ¿Y por qué nada de todo esto es exactamente lo que parece? ¿Por qué no me creo nada de todo ello? ¿Por qué sé que no es verdad? ¿Y qué quería decir el Tirano con eso de que los peces no tienen ninguna palabra para el agua? Los omnianos fueron medio escoltados medio conducidos a sus alojamientos. Otro cuenco de fruta estaba esperando encima de la mesa en la celda de Brutha, con un poco más de pescado y una hogaza de pan.
También había un hombre que estaba barriendo el suelo.
—Um —dijo Brutha—. ¿Eres un esclavo?
—Sí, amo.
—Debe de ser terrible.
El hombre se apoyó en su escoba.
—Tenéis razón. Es terrible. Realmente terrible. ¿Sabéis que sólo tengo un día libre a la semana? —Brutha, que nunca había oído las palabras «día libre», y que en cualquier caso no estaba familiarizado con el concepto, asintió vacilante.
—¿Por qué no huyes? —preguntó.
—Oh, ya lo he hecho —dijo el esclavo—. En una ocasión huí a Tsort. No me gustó demasiado. Volví. Pero cada invierno me escapo un par de semanas a Djelibeybi.
—¿Y te vuelven a traer aquí? —preguntó Brutha.
—¡Ja! —dijo el esclavo —. No, de eso nada. Aristócrates es un rácano. He de volver por mis propios medios. Convencer al capitán de un barco para que me lleve, esa clase de cosas.
—¿Vuelves?
—Sí. El extranjero está bien para visitarlo, pero nadie querría vivir allí. Y de todas maneras, sólo me quedan cuatro años más como esclavo y después seré libre. Cuando eres libre te dan el voto. Y además puedes tener esclavos. —Su rostro se tensó con el esfuerzo de recordar mientras iba enumerando con los dedos—. Los esclavos tienen tres comidas al día, por lo menos una de ellas con carne. Y un día libre a la semana. Y dos semanas de permiso-para-escaparse cada año. Y no hago los hornos ni levanto cosas que pesen, y las réplicas sarcásticas e ingeniosas son estrictamente por acuerdo previo.
—Sí, pero no eres libre —dijo Brutha, que no podía evitar sentirse intrigado.
—¿Cuál es la diferencia?
—Bueno… pues que no tienes ningún día libre. —Brutha se rascó la cabeza—. Y sólo comes dos veces al día.
—¿De veras? Pues entonces creo que paso de la libertad, muchas gracias.
—Ya, ya. ¿Has visto una tortuga por aquí? —preguntó Brutha.
—No. Y he limpiado debajo de la cama.
—¿Qué está haciendo ahora?
—La hipotenusa, creo.
—¿Llamas hipotenusa a eso? Está toda torcida.
—No está torcida. ¡La está haciendo perfectamente recta y tú la estás mirando de una manera torcida!
—¡Apuesto treinta obols a que no puede hacer un cuadrado!
—Estos cuarenta obols dicen que sí puede.
Hubo otro silencio al que siguió un estallido de vítores.
—¡Sí!
—Si quieres saber mi opinión, eso más bien es un paralelogramo —dijo una voz petulante.
—¡Oye, sé reconocer un cuadrado en cuanto veo uno! Y eso es un cuadrado.
—De acuerdo. Entonces doble o nada. Apuesto a que no puede hacer un dodecágono.
—¡Ja! Hace un momento apostaste a que no podía hacer un heptágono.
—Doble o nada. Dodecágono. ¡Asustado, eh! ¿Te sientes un poquito avis domestica? ¿Cloc-cloc-cloc?
—Bueno, el dinero es tuyo y si quieres perderlo tontamente… Hubo otro silencio.
—¿Diez lados? ¿Diez lados? ¡Ja!
—¡Ya os dije que no sabría hacerlo! ¿Quién ha oído hablar de una tortuga haciendo geometría?
—¿Otra de esas ridículas ideas tuyas, Didáctilos?
—Lo he dicho desde el primer momento. No es más que una tortuga.
—Esos bichos son muy sabrosos…
La masa de filósofos se dispersó, pasando junto a Brutha sin prestarle demasiada atención. Brutha entrevió un círculo de arena húmeda cubierta de figuras geométricas. Om estaba sentado entre ellas. Detrás de él había un par de filósofos muy desastrados que estaban contando un montoncito de monedas.
—¿Qué tal nos ha ido, Urna? —preguntó Didáctilos.
—Tenemos cincuenta y dos obols, maestro.
—¿Lo ves? La situación mejora a cada día que pasa. Lástima que no sepa qué diferencia hay entre diez y doce.
Bueno, córtale una pata y prepararemos un estofado.
—¿Cortarle una pata?
—Bueno, a una tortuga así no te la comes toda de una sola vez.
Didáctilos volvió la cara hacia un rechoncho joven de pies muy planos y cara enrojecida que estaba mirando a la tortuga.
—¿Sí? —dijo.
—La tortuga sabe qué diferencia hay entre diez y doce —dijo el muchacho gordo.
—Ese maldito bicho acaba de hacerme perder ochenta obols —dijo Didáctilos.
—Sí, pero mañana… —comenzó a decir el muchacho, como si estuviera repitiendo con mucho cuidado algo que acababa de oír—, mañana… deberías poder conseguir que las apuestas se pusieran en tres a uno.
Didáctilos se quedó boquiabierto.
—Pásame la tortuga, Urna —pidió.
El aprendiz de filósofo se inclinó y cogió a Om, muy cuidadosamente.
—Sabes, desde el primer momento me ha parecido que había algo raro en esta criatura —dijo Didáctilos —. Le dije a Urna, ahí está la cena de mañana, y entonces él dijo no, está arrastrando la cola por la arena y haciendo geometría. Eso no es algo que le salga de manera natural a una tortuga, la geometría.
El ojo de Om se volvió hacia Brutha.
—Tuve que hacerlo —dijo —. Era la única manera de atraer su atención. Ahora lo tengo cogido por la curiosidad. Cuando los tienes cogidos por la curiosidad, sus corazones y sus mentes la seguirán.
—Es un dios —dijo Brutha.
—¿De veras? ¿Cómo se llama? —preguntó el filósofo.
—¡No se lo digas! ¡No se lo digas! ¡Los dioses locales lo oirán!
—No lo sé —dijo Brutha. Didáctilos le dio la vuelta a Om.