—¡No te entiendo!
—No se supone que debas entenderme. Se supone que los designios de los dioses deben ser incomprensibles para los hombres.
—¡La Quisición nos mantiene en el camino de la verdad! ¡La Quisición trabaja para la mayor gloria de la Iglesia!
—Y tú lo crees, ¿verdad? —preguntó la tortuga.
Brutha miró y descubrió que la certidumbre se había esfumado. Abrió la boca y la cerró, pero no había palabras que decir.
—Vamos —dijo Om, en el tono más afable de que fue capaz—. Regresemos.
Los ruidos procedentes de la cama de Brutha despertaron a Om cuando ya era noche cerrada.
Brutha volvía a rezar.
Om escuchó con curiosidad. Todavía se acordaba de las plegarias. Antes había habido muchas. Había tantas que no hubiese podido diferenciar una plegaria de otra ni aun suponiendo que hubiera querido hacerlo, pero eso daba igual, porque lo que importaba era el inmenso susurro cósmico de millares de mentes que rezaban y creían.
Y de todas maneras las palabras no merecían ser escuchadas.
¡Humanos! Vivían en un mundo donde la hierba seguía siendo verde y el sol salía cada día y las flores se convertían regularmente en frutos, ¿y qué era lo que les parecía impresionante? Estatuas que lloraban. ¡Y vino obtenido a partir del agua! Un mero efecto de túnel derivado de la mecánica cuántica, que hubiese tenido lugar de todas maneras si estabas dispuesto a esperar durante unos cuantos zillones de años. Como si la conversión de los rayos de sol en vino, mediante las parras y las uvas y el tiempo y las enzimas, no fuese mil veces más impresionante y no ocurriera continuamente…
Bueno, ahora Om ni siquiera podía hacer los trucos más básicos del repertorio divino. Rayos con aproximadamente el mismo efecto que la chispa surgida del pelaje de un gato, y difícilmente podías fulminar a alguien con eso. Om había fulminado de lo lindo en sus buenos tiempos. Ahora apenas si podía andar a través del agua y alimentar al Uno.
La plegaria de Brutha era una tenue melodía en un mundo de silencio.
Om esperó hasta que el novicio dejó de hacer ruido y entonces sacó las patas de la concha y se alejó, bamboleándose de un lado a otro, hacia el amanecer.
Los efebianos cruzaron los patios del palacio, rodeando a los omnianos pero sin llegar a rodearlos del todo, andando a la manera de una escolta de prisioneros.
Brutha podía ver que Vorbis estaba hirviendo de furia. Una venita palpitaba en la calva sien del exquisidor.
Como si sintiera los ojos de Brutha posados en él, Vorbis volvió la cabeza.
—Esta mañana pareces un poco nervioso, Brutha —dijo.
—Lo siento, señor.
—Se diría que vas mirando en todos los rincones. ¿Qué esperas encontrar?
—Uh. Mero interés, señor. Todo es nuevo.
—Toda la llamada sabiduría de Efebia no vale una sola línea del párrafo más insignificante del Septateuco —dijo Vorbis.
—Pero ¿no podríamos estudiar las obras del infiel para así estar prevenidos contra las tretas de la herejía? —preguntó Brutha, sorprendiéndose a sí mismo.
—Ah. Un argumento muy persuasivo, Brutha, y uno que los exquisidores han oído muchas veces, si bien en muchos casos expresado de manera un tanto confusa y con un hilo de voz.
Vorbis lanzó una mirada asesina a la cabeza de Aristócrates, que guiaba al grupo.
—De escuchar la herejía a cuestionar la verdad establecida no hay más que un pequeño paso, Brutha. La herejía suele ser fascinante, y su peligro estriba precisamente en ello.
—Sí, señor.
—¡Ja! Y no sólo esculpen estatuas prohibidas, sino que ni siquiera saben hacerlo como es debido.
Brutha no era ningún experto, pero incluso él tenía que admitir que así era. Ahora que la novedad ya se había disipado, las estatuas que adornaban cada hornacina del palacio ofrecían un cierto aspecto de estar bastante mal hechas. Brutha estaba casi seguro de que acababa de pasar por delante de una con dos brazos izquierdos. Una segunda estatua tenía una oreja bastante más grande que la otra. No se trataba de que alguien hubiera decidido esculpir dioses feos. Estaba claro que se había pretendido que las estatuas fueran lo más atractivas posible, pero el escultor no había obtenido muy buenos resultados.
—Esa mujer de allí parece estar sosteniendo un pingüino — dijo Vorbis.
—Pátina, diosa de la Sabiduría —repuso Brutha automáticamente, y entonces se dio cuenta de lo que había dicho —. Yo… se lo oí decir a alguien —añadió.
—Claro. Y qué oído tan agudo debes de tener —dijo Vorbis.
Aristócrates se detuvo delante de una impresionante entrada y dirigió una inclinación de la cabeza al grupo.
—Caballeros, el Tirano los verá ahora —dijo.
—Recordarás todo lo que se diga —murmuró Vorbis. Brutha asintió.
Las puertas se abrieron.
Por todo el mundo había gobernantes con títulos como el Exaltado, el Supremo y el Gran Esto o Lo Otro. Sólo en un pequeño país el gobernante era elegido por el pueblo, el cual podía deponerlo cuando quisiera…, y lo llamaban el Tirano.
Los efebianos creían que todo hombre debería tener derecho al voto. [6]
Cada cinco años alguien era elegido para ser Tirano, con tal de que pudiera demostrar que era honrado, inteligente, sensato y merecedor de confianza.
Inmediatamente después de que hubiera sido elegido, por supuesto, todos se daban cuenta de que aquel hombre estaba loco de atar y no tenía nada en común con el filósofo corriente de la calle que andaba buscando una toalla.
Y cinco años después elegían a otro igualito que él, y lo asombroso era que personas inteligentes continuaran cometiendo los mismos errores.
Los candidatos a la Tiranía eran elegidos depositando bolas negras o blancas en distintas urnas, lo cual había dado origen a un conocidísimo comentario sobre la política.
El Tirano era un hombrecillo obeso de piernas bastante flacas, lo que hacía que la gente siempre pensara en un huevo puesto del revés cuyo ocupante estuviera empezando a romper la cáscara. Estaba sentado en el centro del suelo de mármol, en una silla rodeada de pergaminos y hojas de papel. Sus pies no tocaban el mármol, y tenía la cara sonrosada.
Aristócrates le murmuró algo al oído. El Tirano levantó los ojos de sus papeles.
—Ah, la delegación omniana —dijo, y una sonrisa destelló a través de su rostro como algo pequeño que corretea por encima de una piedra—. Sentaos, sentaos.
Volvió a bajar la vista.
—Soy el diácono Vorbis de la Quisición de la Ciudadela —dijo Vorbis con voz gélida.
El Tirano levantó la vista y obsequió a Vorbis con otra sonrisa de lagarto.
—Sí, lo sé —dijo—. Os ganáis la vida torturando personas. Tened la bondad de sentaros, diácono Vorbis. Y vuestro rechoncho joven amigo que parece estar buscando algo. Y los demás. Unas cuantas jóvenes vendrán dentro de un momento con uvas y otras cosas. Es lo que pasa generalmente. De hecho, se diría que no hay manera de evitar que pase.
Había bancos delante del asiento del Tirano. Los omnianos se sentaron. Vorbis permaneció de pie. El Tirano asintió.
—Como queráis —dijo.
—¡Esto es intolerable! —protestó Vorbis —. Hemos sido tratados…
—Mucho mejor de lo que nos habríais tratado vosotros — dijo el Tirano apaciblemente —. Sentaos o quedaos de pie, señor mío, porque esto es Efebia y os aseguro que si os apetece por mí podéis hacer el pino, pero no esperéis que crea que si yo hubiera ido a buscar la paz a vuestra Ciudadela, se me animaría a hacer cualquier cosa que no fuera humillarme sobre lo que quedase de mi estómago. Sentaos o permaneced de pie, señor mío, pero guardad silencio. Ya casi he terminado.
—¿Terminado qué? —preguntó Vorbis.
—El tratado de paz —dijo el Tirano.
—Pero es lo que hemos venido a discutir —dijo Vorbis.
—No —dijo el Tirano. El lagarto volvió a corretear—. Es lo que habéis venido a firmar.
Om respiró hondo y cobró impulso.
El tramo de peldaños era bastante empinado. Om sintió cada uno mientras caía por él, pero al menos acabó llegando al final erguido.
Se había perdido, pero estar perdido en Efebia era preferible a estar perdido en la Ciudadela. Al menos allí no había sótanos obvios.
Biblioteca, biblioteca, biblioteca…
Brutha había dicho que en la Ciudadela había una biblioteca. La había descrito, así que Om tenía cierta idea de qué estaba buscando.
En ella habría un libro.
Las negociaciones de paz no iban demasiado bien.
—¡Nos atacásteis! —dijo Vorbis.
—Yo lo llamaría defensa preventiva —dijo el Tirano —. Vimos lo que les ocurrió a Istanzia, Betrek y Ushistán.
—¡Vieron la verdad de Om!
—Sí —dijo el Tirano —. Creemos que terminaron viéndola.
—Y ahora son orgullosos miembros del Imperio.
—Sí —dijo el Tirano —. Creemos que lo son. Pero nos gusta recordarlos tal como eran. Antes de que les mandarais vuestras cartas, las que cargaron de cadenas las mentes de los hombres.
—Las que guiaron los pies de los hombres hacia el recto camino —dijo Vorbis.
—Cadenas de cartas —dijo el Tirano—. La cadena de cartas a los efebianos. Olvidad a Vuestros Dioses. Sed Subyugados. Aprended a Temer. No rompas la cadena, porque el último que lo hizo despertó una mañana para encontrarse con que había cincuenta mil hombres armados en su jardín.
Vorbis se acomodó en la silla.
—¿Qué es lo que teméis? — preguntó —. ¿Aquí en vuestro desierto, con vuestros… dioses? ¿No será que, en lo más profundo de vuestras almas, sabéis que vuestros dioses son tan mudables como la arena?
—Oh, sí —dijo el Tirano —. Lo sabemos. Eso siempre ha sido un punto a su favor. Conocemos la arena. Y vuestro Dios es una roca…, y conocemos las rocas.
Om avanzaba lentamente por una calle adoquinada, manteniéndose lo más pegado posible a la sombra.
Había voces. En particular, una voz petulante y cascada. Era la del filósofo Didáctilos.
Aunque fue uno de los filósofos más populares y más citados de todos los tiempos, Didáctilos el Efebiano nunca consiguió ganarse el respeto de sus colegas. Les parecía que no tenía madera de filósofo. No se bañaba lo bastante a menudo o, para decirlo de otra manera, no se bañaba en absoluto. Y filosofaba sobre las cosas equivocadas. Y le interesaban las cosas equivocadas. Cosas peligrosas. Otros filósofos hacían preguntas como:
¿Es la Verdad Belleza, y Es la Belleza Verdad? y: ¿Es la Realidad Creada por el Observador? Pero Didáctilos planteó el famoso intríngulis filosófico: «Sí, Pero A Fin De Cuentas, ¿Qué Sentido Tiene Todo?, Y Cuando Digo Todo Quiero Decir Todo».
Su filosofía era una mezcla de tres famosas escuelas —los cínicos, los estoicos y los epicúreos —, y Didáctilos las resumió en su famosa frase: «Lo mires como lo mires hay gente en la que no se puede confiar y eso es algo que no tiene remedio, así que tomemos una copa. Si pagas tú, para mí un doble. Gracias. Y una bolsa de nueces. Se le ve casi todo el seno izquierdo, ¿eh? ¡Venga, dos bolsas más!» Muchas personas han citado este párrafo de sus famosas Meditaciones:
«El mundo es un asco, eso está claro. Pero hay que procurar pasarlo bien, ¿verdad? Nil Illegitimo
Carborundum, eso digo yo. Los expertos no lo saben todo. Y pensándolo bien, ¿dónde estaríamos si todos fuéramos iguales?» Om se acercó un poco más a la voz, doblando la esquina de la pared para poder ver el interior de un pequeño patio.
Junto a la pared del fondo había un tonel muy grande. Los desperdicios esparcidos a su alrededor —un ánfora de vino rota, huesos mordisqueados y un par de cuchitriles hechos con tablas— sugerían que era el hogar de alguien. Y esta impresión quedaba reforzada por lo que había escrito con tiza sobre una tabla que había sido clavada a la pared encima del barril.
El cartel improvisado decía:
«DIDÁCTILOS y Sobrino
Filósofos Prácticos
Ninguna Proposición Es Demasiado Grande
«Podemos Pensar por Usted»
Tarifas Especiales a partir de las 6 de la tarde
Axiomas Frescos Cada Día»
—¡Condenado gandul! —Tío, te aseguro que…
—¡Vuelvo la espalda durante media hora y te quedas dormido en el trabajo!
—¿Qué trabajo? No hemos tenido nada desde que el señor Piloxi el granjero vino la semana pasada…
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo sabes? ¡Mientras tú estabas roncando podrían haber pasado por aquí docenas de personas, cada una de ellas necesitada de una filosofía personal!
—… y sólo pagó en aceitunas.
—¡Probablemente obtendré un buen precio por esas aceitunas!
—Están podridas, tío.
—¡Tonterías! ¡Dijiste que estaban verdes!
—Sí, pero se supone que han de ser negras.
Entre las sombras, la cabeza de la tortuga se volvía de un lado a otro como un espectador en un partido de tenis.