Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Sí —dijo Om —. Filosofía en acción, no hay duda.

—¡Pero se están peleando!

—Un intenso intercambio de opiniones expresadas con toda libertad, sí.

Ahora que podía verlos mejor, Brutha se dio cuenta de que había una o dos diferencias entre los hombres. La barba de uno era más corta y su cara estaba muy roja, y estaba agitando un dedo de manera claramente acusadora.

—¡Me ha acusado de calumnia y difamación! —gritaba.

—¡No lo he hecho! —replicó el otro hombre.

—¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste! ¡Cuéntales lo que dijiste!

—Oye, meramente sugerí, para indicar la naturaleza de la paradoja, eh, que si Xenón el Efebiano decía «Todos los efebianos son unos mentirosos»…

—¿Veis? ¿Veis? ¡Lo ha vuelto a hacer!

—No, no, escucha, escucha… Entonces, dado que Xenón es un efebiano, eso significaría que él mismo es un mentiroso y por consiguiente…

Xenón hizo un decidido esfuerzo para soltarse que arrastró a cuatro desesperados colegas a través del suelo.

—¡Te voy a partir la cara, amigo!

—Disculpadme —dijo Brutha.

Los filósofos se quedaron inmóviles. Después se volvieron para mirar a Brutha. Se fueron relajando gradualmente y hubo un coro de toses avergonzadas.

—¿Todos sois filósofos? —preguntó Brutha.

El que se llamaba Xenón se puso bien la toga y dio un paso adelante.

—Exacto —dijo —. Somos filósofos. Pensamos, por lo tanto existimos.

—Existimos —dijo automáticamente el infortunado fabricante de paradojas.

Xenón se encaró con él.

—¡Mira, Ibíd, me tienes hasta las mismísimas narices! —rugió. Después se volvió hacia Brutha—. Existimos, por lo tanto somos —dijo muy seguro de sí mismo —. Eso es.

Varios filósofos se miraron con visible interés.

—Eh, eso es bastante interesante —dijo uno de ellos —. Estás diciendo que la evidencia de nuestra existencia es el hecho de nuestra existencia, ¿no?

—Oh, cállate —dijo Xenón sin mirar alrededor.

—¿Habéis estado peleando? —preguntó Brutha.

Los filósofos adoptaron distintas expresiones de perplejidad y horror.

—¿Peleando? ¿Nosotros? Somos filósofos —dijo Ibíd, consternado.

—Desde luego que lo somos —dijo Xenón.

—Pero estabais… —comenzó Brutha.

Xenón agitó una mano.

—El apasionamiento del debate —dijo.

—Tesis más antítesis igual a histéresis —terció Ibíd—. La astringente puesta a prueba del universo. El martillo del intelecto cayendo sobre el yunque de la verdad fundamental.

—Cállate —dijo Xenón—. ¿Y qué podemos hacer por ti, muchacho?

—Pregúntale por los dioses —intervino Om.

—Uh, quiero saber algunas cosas sobre los dioses —dijo Brutha.

Los filósofos se miraron.

—¿Dioses? —dijo Xenón—. Los dioses no nos interesan en lo más mínimo. Reliquias de un sistema de creencias periclitado, eso es lo que son.

Un rumor de truenos resonó en el cielo despejado del atardecer.

—Salvo el Ciego lo el dios del Trueno —siguió diciendo Xenón, sin que su tono cambiara apenas.

Un relámpago destelló a través del cielo.

—Y Cubal el dios del Fuego —dijo Xenón.

Una ráfaga de viento sacudió las ventanas.

—Aunque Flátulo el dios de los Vientos tampoco está nada mal —dijo Xenón.

Una flecha se materializó en el aire y se incrustó en la mesa junto a la mano de Xenón.

—Seurus el Mensajero de los dioses, uno de los grandes de todos los tiempos —dijo Xenón.

Un pájaro apareció en el umbral. Al menos tenía un vago parecido con un pájaro. Mediría unos treinta centímetros de altura, era blanco y negro, y tenía el pico torcido y una expresión que sugería que lo que más temía que le sucediera, fuera lo que fuera, ya le había sucedido.

—¿Qué es eso? —preguntó Brutha.

—Un pingüino —dijo la voz de Om dentro de su cabeza.

—¿Pátina la diosa de la Sabiduría? No hay otra como ella —dijo Xenón.

El pingüino le soltó un graznido y después se marchó con andares tambaleantes para perderse en la oscuridad.

Los filósofos parecían bastante desconcertados. Finalmente Ibíd dijo:

—¿Foorgol el dios de las Avalanchas? ¿Dónde están las nieves más próximas?

—A doscientos kilómetros de aquí —dijo alguien.

Esperaron. No ocurrió nada.

—Reliquia de un sistema de creencias superado —dijo Xenón.

Ni un solo muro de muerte blanca en estado de congelación apareció en ningún lugar de Efebia.

—Mera personificación inconsciente de una fuerza natural —dijo uno de los filósofos, levantando la voz. De pronto todos parecían mucho más animados.

—Culto primitivo a la naturaleza.

—No te daría ni dos chavos por él.

—Simple racionalización de lo desconocido.

—¡Ja! ¡Una astuta ficción, un hombre del saco con el que asustar a los débiles y los estúpidos! —Las palabras surgieron por sí solas dentro de Brutha. No pudo contenerse.

—¿Siempre hace tanto frío? —preguntó—. Cuando venía hacia aquí me pareció que hacía mucho frío.

Todos los filósofos se apartaron de Xenón.

—Aunque si hay una cosa que se pueda decir de Foorgol —dijo Xenón—, es que siempre ha sido un dios muy comprensivo. Sabe reír un chiste tan bien como cualquier hijo de… de los cielos.

Miró rápidamente a un lado y a otro. Pasados unos momentos los filósofos se relajaron, y parecieron olvidarse por completo de Brutha.

Y sólo entonces tuvo tiempo Brutha de fijarse en la sala. Nunca había visto una taberna en su vida, pero aquel sitio era precisamente eso. La barra corría a lo largo de un extremo de la sala. Detrás de ella había los típicos adornos de un bar efebiano: pilas de jarras de vino, hileras de ánforas, y las alegres imágenes de vírgenes vestales que regalaban en las bolsas de cacahuetes salados y tasajo de cabra, clavadas con chinchetas con la esperanza de que en el mundo había gente capaz de comprar más y más bolsas de cacahuetes sólo para poder contemplar un pezón de cartón.

—¿Qué son todas esas cosas? —murmuró Brutha.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Om—. Déjame salir de aquí para que pueda echar un vistazo.

Brutha abrió la caja y sacó a la tortuga. Un ojo legañoso miró alrededor.

—Oh. La típica taberna —dijo Om—. Estupendo. Para mí un plato de lo que estén bebiendo.

—¿Una taberna? ¿Un sitio donde se bebe alcohol?

—Tengo la firme intención de que ese sea el caso, sí.

—Pero… pero… El Septateuco nos advierte, muy enfáticamente y no menos de diecisiete veces, de que debemos abstenernos…

—Nunca he entendido por qué —dijo Om—. ¿Ves a ese hombre que está limpiando las jarras? Pues vas y le dices: Ponme un…

—Pero el profeta Ossory dice que el alcohol degrada la mente del hombre. Y…

—¡Lo repetiré una vez más! ¡Yo nunca he dicho eso! ¡Ahora ve y habla con ese hombre!

De hecho fue el hombre quien le dirigió la palabra a Brutha. Apareció mágicamente al otro lado de la barra, todavía limpiando una jarra.

—Buenas noches, señor —dijo—. ¿Qué desea?

—Un vaso de agua, por favor —dijo Brutha, muy deliberadamente.

—¿Y algo para la tortuga?

—¡Vino! —dijo la voz de Om.

—No sé —dijo Brutha—. ¿Qué suelen beber las tortugas?

—Las que vienen por aquí suelen tomar unas gotas de leche con migas de pan —dijo el camarero.

—¿Y vienen muchas tortugas por aquí? —preguntó Brutha, hablando más alto para tratar de ahogar los gritos de indignación de Om.

—Oh, la tortuga media es un animal muy útil en la filosofía. Yendo más deprisa que las flechas metafóricas, venciendo a las liebres en las carreras… Se le puede sacar mucho jugo, créame.

—Uh… No tengo dinero —dijo Brutha.

El camarero se inclinó hacia él.

—Bueno, eso no es ningún problema —dijo —. Declives acaba de pagar una ronda. No le importará.

— ¿Pan y leche?

—Oh. Gracias. Muchísimas gracias.

—La verdad es que aquí los vemos de todos los colores —dijo el camarero, echándose hacia atrás —. Estoicos. Cínicos. Unos grandes bebedores, los cínicos. Epicúreos. Estocásticos. Anaximandritas. Epistemólogos. Peripatéticos. Sinópticos. De todo. Es lo que yo digo siempre. Lo que yo digo siempre… —cogió otra jarra y empezó a secarla— es que en el mundo tiene que haber de todo.

—¡Pan y leche! —gritó Om—. Sentirás mi ira por esto, ¿vale? ¡Y ahora pregúntale por los dioses!

—Oiga, ¿y alguno de ellos entiende mucho de dioses? —preguntó Brutha, tomando un sorbo de su jarra de agua.

—Para eso sería mejor que fuera a hablar con un sacerdote — dijo el camarero.

—No, me refería a… qué son los dioses… cómo llegaron a existir los dioses… Esa clase de cosas, ya sabe —dijo Brutha, tratando de habituarse a la peculiar manera de conversar del camarero.

—A los dioses no les hace ninguna gracia que se toquen esos temas —explicó el camarero —. Cuando alguien se ha tomado unas cuantas copas, a veces nos ponemos a hablar del asunto. Especulaciones cósmicas acerca de si los dioses realmente existen, ya sabe. Y de pronto un rayo con una nota enrollada alrededor en la que pone «Sí, existimos» atraviesa el techo, y del tipo con el que estabas hablando ya sólo quedan un par de sandalias humeantes. Esa clase de cosas le quitan todo el interés a la especulación metafísica.

—Ni siquiera pan recién hecho —masculló Om con la nariz metida en su plato.

—No, si ya sé que los dioses existen —se apresuró a decir Brutha—. Sólo quería saber algo más sobre… ellos.

El camarero se encogió de hombros.

—En ese caso le agradecería que se mantuviera alejado de todo lo que tenga algún valor —dijo—. Claro que en cien años todos calvos, ¿no? —añadió, cogiendo otra jarra y empezando a sacarle brillo.

—¿Es usted filósofo? —preguntó Brutha.

—Bueno, al cabo de un tiempo se te acaba pegando —dijo el camarero.

—Esta leche está pasada —dijo Om —. Dicen que Efebia es una democracia, ¿no? Pues a esta leche se le debería permitir votar.

—Me parece que aquí no voy a encontrar lo que estoy buscando —murmuró Brutha —. Um. ¿Señor Vendedor de Bebidas?

—¿Sí?

—¿Qué era ese pájaro que entró aquí cuando se mencionó a la diosa —Brutha saboreó aquella palabra que le resultaba tan poco familiar— de la Sabiduría?

—Ahí hay un pequeño problema —dijo el camarero—. En realidad, se podría decir que fue algo así como una metedura de pata.

—¿Cómo dice? — Era un pingüino —dijo el camarero.

—¿Una especie de pájaro sabio, entonces?

—No. No mucho —dijo el camarero —. El pingüino no es lo que se dice famoso por su sabiduría. El segundo pájaro más despistado del mundo, ¿sabe? Dicen que sólo puede volar debajo del agua.

—¿Y entonces por qué…?

—No nos gusta hablar de ello —dijo el camarero —. Pone nerviosa a la gente. Condenado escultor —añadió en voz baja.

Al otro extremo de la barra, los filósofos ya se estaban peleando otra vez.

El camarero se inclinó.

—Si no tiene dinero, no creo que vaya a conseguir mucha ayuda —dijo —. Por aquí el hablar sale bastante caro.

—Pero ellos sólo… —comenzó Brutha.

—Para empezar, está el gasto en jabón y agua. Toallas. Albornoces. Zapatillas. Piedra pómez. Sales de baño. Una cosa se suma a la otra.

Un gorgoteo ahogado hizo vibrar el plato. Om volvió una cabeza bastante láctea hacia Brutha.

—¿No tienes nada de dinero? —preguntó.

—No —dijo Brutha.

—Bueno, pues el caso es que necesitamos un filósofo —dijo secamente la tortuga —. Yo no puedo pensar y tú no sabes cómo hacerlo. Tenemos que encontrar a alguien que lo esté haciendo todo el tiempo.

—Claro que siempre podría probar con el viejo Didáctilos — dijo el camarero —. Si se trata de ahorrar, Didáctilos es su hombre.

—¿No usa jabón caro? —preguntó Brutha.

—Podría afirmarse sin temor a contradicción alguna —dijo el camarero solemnemente— que Didáctilos no utiliza ningún jabón de ninguna clase.

—Oh. Bueno. Gracias —dijo Brutha.

—Pregúntale dónde vive ese hombre —ordenó Om.

—¿Dónde puedo encontrar al señor Didáctilos? —preguntó Brutha.

—En el patio del palacio. Justo al lado de la Biblioteca. No tiene pérdida. Bastará con que siga a su nariz.

—Acabamos de llegar de… —dijo Brutha, pero su voz interior lo instó a no terminar la frase —. Bien, entonces nos vamos.

—No se olvide su tortuga —dijo el camarero—. Son muy sabrosas.

—¡Que todo tu vino se convierta en agua! —chilló Om.

—¿Su vino se convertirá en agua? —preguntó Brutha mientras salían a la noche.

—No.

—Vuelve a explicármelo. ¿Por qué estamos buscando a un filósofo? —preguntó Brutha.

—Porque quiero recuperar mi poder —dijo Om.

—¡Pero todo el mundo cree en ti!

—Si creyeran en mí podrían hablarme y yo podría hablarles. No sé qué es lo que ha ido mal. En Omnia nadie adora a ningún otro dios, ¿verdad?

—No se les permitiría hacerlo —dijo Brutha—. La Quisición se aseguraría de ello.

—Sí. Es difícil arrodillarse cuando no tienes rodillas. Brutha se detuvo en la calle vacía.

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