Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Nhumrod salió de su celda y empujó al joven prosternado con la punta del bastón.

—¡Levanta, muchacho! ¿Se puede saber qué estás haciendo en el dormitorio a estas horas del día? ¿Mmmm? —Brutha consiguió girar sobre sí mismo sin dejar de permanecer pegado al suelo y se aferró a los tobillos del sacerdote.

—¡Voz! ¡Una voz! ¡Me habló! —gimoteó.

Nhumrod suspiró. Ah. Ya estaban en terreno familiar. Las voces no tenían secretos para él. Las oía continuamente.

—Levanta, muchacho —dijo en un tono ligeramente más afable.

Brutha se levantó.

Era, y Nhumrod ya se había quejado de ello en otras ocasiones, demasiado mayor para ser un novicio como era debido. De hecho, era unos diez años demasiado mayor. Dadme un chaval de hasta siete años de edad, había dicho siempre Nhumrod.

Pero Brutha moriría siendo un novicio. Cuando hicieron las reglas, nunca se les había ocurrido pensar en la posibilidad de que algún día llegara a haber algo como Brutha.

Su roja cara de buen chico se alzó hacia el maestro de los novicios.

—Siéntate en tu cama, Brutha —dijo Nhumrod.

Brutha obedeció de inmediato. Brutha no conocía el significado de la palabra desobediencia. Esa sólo era una de entre las muchas palabras cuyo significado desconocía.

Nhumrod se sentó junto a él.

—Veamos, Brutha —dijo—, tú ya sabes lo que les ocurre a las personas que dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad? —Brutha asintió, ruborizándose.

—Muy bien. Ahora háblame de esas voces.

Brutha estrujó el extremo de su túnica entre sus manos.

—Era más bien como una voz, maestro —dijo.

—… como una voz —dijo el hermano Nhumrod—. ¿Y qué dijo esa voz? ¿Mmmm?

Brutha titubeó. Ahora que pensaba en ello, la verdad era que la voz no había dicho gran cosa. Sólo había hablado. Y en cualquier caso resultaba bastante difícil hablar de ello con el hermano Nhumrod, quien tenía la costumbre de mirar fijamente los labios de quien le estaba hablando para repetir lo último que le decían prácticamente en el instante en que se lo decían. Además, el hermano Nhumrod siempre estaba tocando las cosas — paredes, muebles, gente— como si temiera que el universo desapareciera si no se mantenía lo más pegado posible a él. Y tenía tantos tics nerviosos que estos se veían obligados a hacer cola. El hermano Nhumrod era el vivo retrato de la normalidad para alguien que había sobrevivido a cincuenta años en la Ciudadela.

—Bueno… —comenzó Brutha.

El hermano Nhumrod alzó una flaca mano. Brutha pudo ver las venas azul pálido en ella.

—Y también estoy seguro de que ya sabes que existen dos clases de voces que son oídas por aquellos que dedican su vida a las cosas del espíritu —dijo el maestro de novicios. Una ceja empezó a estremecerse.

—Sí, maestro. El hermano Murduck nos habló de eso —dijo Brutha, mansamente.

—… habló de eso. Sí. A veces, cuando El en Su infinita sabiduría lo considera conveniente, el Dios habla a un elegido y entonces ese elegido se convierte en un gran profeta —dijo Nhumrod—. Estoy seguro de que tú nunca tendrías el atrevimiento de considerarte uno de ellos, ¿verdad? ¿Mmmm?

—No, maestro.

—… maestro. Pero hay otras voces —dijo el hermano Nhumrod, y ahora su voz había adquirido un ligero temblor—, voces insinuantes y seductoras y convincentes, ¿verdad? ¿Voces que siempre están esperando el momento de pillarnos con la guardia baja?

Brutha se relajó. Aquello ya le sonaba un poco más.

Todos los novicios conocían la existencia de aquella clase de voces. Con la diferencia de que normalmente hablaban de cosas que se entendían a la primera, como los placeres de la manipulación nocturna y la deseabilidad general de las chicas. Lo cual demostraba que en lo tocante a las voces no eran más que unos novicios. El hermano Nhumrod oía la clase de voces que, en comparación, eran un oratorio al completo. Algunos de los novicios más osados disfrutaban animando al hermano Nhumrod a que hablara del tema de las voces. Resultaba muy instructivo, decían. Especialmente cuando empezaban a aparecerle gotitas de saliva en las comisuras de los labios.

Brutha escuchó.

El hermano Nhumrod era maestro de novicios, pero no era el maestro de novicios. Sólo era maestro del grupo que incluía a Brutha. Había otros grupos. En la Ciudadela posiblemente hubiera alguien que supiese cuántos había en total. En algún lugar siempre había alguien cuyo trabajo consistía en saberlo todo.

La Ciudadela ocupaba todo el corazón de la ciudad de Kom, en las tierras situadas entre los desiertos de Klatch y las junglas y llanuras de Maravillolandia. Se extendía a lo largo de kilómetros, con sus templos, iglesias, escuelas, dormitorios, huertos y torres creciendo unas sobre y alrededor de otras de una forma que sugería lo que habría ocurrido si un millón de hormigas hubieran tratado de construirse un hormiguero individual al mismo tiempo.

Cuando salía el sol, sus reflejos sobre las puertas del Templo central resplandecían como las llamas de una hoguera. Las puertas eran de bronce y medían treinta metros de altura. Sobre ellas, en letras de oro ribeteadas de plomo, estaban escritos los Mandamientos. De momento había quinientos doce, y sin duda el próximo profeta añadiría los suyos.

El resplandor reflejado del sol se esparcía sobre las decenas de miles de firmes-en-la-fe que se afanaban debajo de él para mayor gloria del Gran Dios Om.

Probablemente nadie sabía cuántos eran. Ciertas cosas tienden a lo crítico por sí solas. Desde luego sólo había un cenobiarca, el Soy Superior. De eso no cabía duda. Y seis archisacerdotes. Y treinta soyes menores. Y centenares de obispos, diáconos, subdiáconos y sacerdotes. Y más novicios que ratas en un silo de trigo. Y artesanos, y criadores de toros, y torturadores, y vírgenes vestigiales…

Cualesquiera que fueran tus habilidades, siempre había un sitio para ti en la Ciudadela.

Y si tu habilidad consistía en hacer las preguntas equivocadas o perder las guerras justas, ese sitio podía ser los hornos de la pureza, o los pozos de justicia de la Quisición.

Un sitio para todos. Y todos en su sitio.

El sol batía el huerto del templo.

El Gran Dios Om intentaba mantenerse dentro de la sombra proyectada por un melón. Allí probablemente estaba a salvo, entre aquellos muros y con las torres de oración rodeándolo por todas partes, pero las precauciones nunca estaban de más. Había tenido suerte una vez, pero esperar volver a tenerla hubiese sido pedir demasiado.

Lo malo de ser un dios es que no tienes a nadie a quien rezar.

Om se arrastró decididamente hacia el anciano que estaba removiendo el estiércol con una pala hasta que, después de grandes esfuerzos físicos, pensó que ya se encontraba lo bastante cerca para ser oído.

Y de esta manera habló:

—¡Eh, tú! —No hubo respuesta, ni siquiera la más leve sugerencia de que algo hubiera sido oído.

Om perdió los estribos y convirtió a Lu-Tze en un miserable gusano atrapado en la más profunda letrina del infierno, y después se enfadó todavía más cuando vio que el anciano seguía manejando tranquilamente su pala.

—¡Que los diablos del infinito llenen de azufre tus pulmones! — gritó.

Eso no cambió mucho las cosas.

—Viejo y encima sordo —masculló el Gran Dios Om.

O quizá había alguien que sabía todo lo que se podía llegar a saber sobre la Ciudadela. Siempre hay alguien que recopila conocimientos, no porque le gusten sino de la misma manera en que una urraca colecciona cosas que brillan o una mosca frigánea colecciona guijarros y trocitos de rama. Y siempre hay alguien que tiene que hacer todas las cosas que es preciso hacer pero que otras personas prefieren no tener que hacer o, siquiera, admitir que existen.

La tercera cosa en que se fijaba la gente cuando veía a Vorbis era su estatura. Vorbis medía metro noventa, pero estaba más flaco que un palo, con lo que hacía pensar en una persona de proporciones normales modelada en arcilla por un niño a la que luego se hubiera aplanado con un rodillo.

La segunda cosa en que se fijaba la gente cuando veía a Vorbis eran sus ojos. Sus antepasados procedían de una de esas tribus del corazón del desierto que, a través de la evolución, habían desarrollado la peculiar característica de tener los ojos oscuros: no sólo oscuros en la pupila, sino casi negros en el globo ocular. Eso dificultaba muchísimo saber hacia dónde estaba mirando Vorbis. Era como si llevara puestas unas gafas de sol debajo de la piel. Pero lo primero en que se fijaban era su cráneo. El diácono Vorbis era calvo por designio propio.

Tan pronto como eran ordenados, la mayoría de los ministros de la Iglesia se dejaba crecer la barba y el cabello hasta tales extremos que podías perder una cabra entre ellos. Pero Vorbis se afeitaba. Vorbis relucía. Y la falta de pelo parecía contribuir a su poder. No amenazaba. Vorbis nunca amenazaba. Se limitaba a producir la sensación de que su espacio personal irradiaba hasta unos cuantos metros de su cuerpo, y de que quienquiera que se acercase a Vorbis se estaba entrometiendo en algo importante. Superiores cincuenta años más viejos que Vorbis sentían un súbito deseo de disculparse por haber interrumpido lo que fuera que estuviese pensando en aquellos momentos.

Era casi imposible saber en qué estaba pensando y nadie se lo preguntaba nunca. La razón más obvia para ello era que Vorbis estaba al frente de la Quisición, cuya labor consistía en hacer todas aquellas cosas que era preciso hacer y que otras personas preferían no tener que hacer.

A esa clase de personas no les preguntas en qué están pensando, porque podría ser que se volvieran muy lentamente y dijeran:

«En ti.» El cargo más alto que se podía llegar a alcanzar dentro de la Quisición era el de diácono, una regla instituida hacía centenares de años para evitar que aquella rama de la Iglesia llegara a volverse demasiado grande para sus botas. [2] Pero con una mente como la suya, decían todos, a esas alturas Vorbis ya habría podido ser archisacerdote.

Vorbis no perdía el tiempo con esa clase de trivialidades. El sabía muy bien cuál era su destino. ¿Acaso el mismísimo Dios no se lo había dicho?

—Bueno, estoy seguro de que ahora ya tendrás un poco más claras las cosas —dijo el hermano Nhumrod, dándole una palmadita en el hombro a Brutha.

Brutha tuvo la impresión de que se esperaba de él una réplica específica.

—Sí, maestro —dijo—. Estoy seguro de que así será.

—… será. Tienes el sagrado deber de resistirte a las voces en toda ocasión —dijo Nhumrod, todavía dándole palmaditas.

—Sí, maestro. Así lo haré. Especialmente si me dicen que haga cualquiera de las cosas de las que me habéis hablado.

—… hablado. Bien. Bien. Y si vuelves a oírlas, ¿qué harás? ¿Mmmm?

—Venir a decíroslo —respondió Brutha obedientemente.

—… decíroslo. Bien. Bien. Así me gusta oír —dijo Nhumrod—. Eso es lo que les digo a todos mis muchachos.

Recuerda que siempre estoy aquí para solucionar cualquier pequeño problema que se te pueda presentar.

—Sí, maestro. Y ahora, ¿vuelvo al huerto?

—… huerto. Me parece que sí. Me parece que sí. Y no más voces, ¿me oyes? —Nhumrod meneó el dedo de la mano que no estaba ocupada dando palmaditas. Una mejilla se frunció.

—Sí, maestro.

—¿Qué estabas haciendo en el huerto?

—Removía la tierra entre los melones, maestro —dijo Brutha.

—¿Melones? Ah. Melones —dijo Nhumrod lentamente—. Melones. Melones. Bueno, en cierta manera eso lo explica un poco, por supuesto.

Un párpado aleteó locamente.

No era sólo que el Gran Dios le hubiera hablado a Vorbis, dentro de los confines de su cabeza. Tarde o temprano, todo el mundo acababa hablándole a un exquisidor. Era una mera cuestión de aguante.

Últimamente Vorbis ya no solía bajar a ver trabajar a los exquisidores. Los exquisidores no tenían por qué hacerlo. Mandaba instrucciones, recibía informes. Pero circunstancias especiales merecían su atención especial.

Hay que aclarar que había muy poco de lo que reírse en el sótano de la Quisición, al menos no si tenías un sentido del humor mínimamente normal. No había alegres letreritos en los que dijera: No Es Necesario Ser Despiadadamente Sádico Para Trabajar Aquí, ¡¡Pero Ayuda!! Pero había cosas que podían sugerirle a un hombre con dos dedos de frente que el Creador de la humanidad tenía un sentido de la diversión realmente muy oblicuo, y despertar en su corazón una rabia capaz de asaltar las puertas del cielo.

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