Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

No le caemos muy bien a nadie, pensó Brutha.

—Confío en que excusaréis esta pequeña molestia —dijo el hombre flaco —. Me llamo Aristócrates y soy el secretario del Tirano. Tened la bondad de pedir a vuestros hombres que entreguen sus armas.

Vorbis se irguió cuan alto era. Era una cabeza más alto que el efebiano. Su tez, que normalmente ya era pálida, se había vuelto todavía más pálida.

—¡Tenemos derecho a conservar nuestras armas! —dijo —. ¡Somos emisarios en una tierra extranjera!

—Pero no bárbara —repuso Aristócrates apaciblemente —. Las armas no serán necesarias aquí.

—¿Bárbara? —dijo Vorbis —. ¡Quemasteis nuestras naves! Aristócrates levantó una mano.

—Eso es algo a discutir más adelante —dijo—. Ahora mi agradable tarea consiste en acompañaros hasta vuestros aposentos. Estoy seguro de que os gustaría descansar un poco después de vuestro viaje. Dentro del palacio podéis ir adonde os plazca, por supuesto. Y si hay algún lugar al que no deseamos que vayáis, tened la seguridad de que los guardias se encargarán de informaros con celeridad y tacto.

—¿Y podemos salir del palacio? —preguntó Vorbis con voz gélida.

Aristócrates se encogió de hombros.

—La entrada nunca está vigilada excepto en tiempos de guerra — dijo —. Si podéis acordaros del camino, sois libres de usarlo. Pero debo advertiros de que los paseos sin rumbo por el laberinto no son muy sensatos. Desgraciadamente nuestros antepasados eran muy suspicaces y la desconfianza los indujo a poner muchas trampas: las mantenemos bien engrasadas y listas para funcionar, por supuesto, meramente en señal de respeto a la tradición. Y ahora, si tenéis la amabilidad de seguirme…

Los omnianos se mantuvieron juntos mientras seguían a Aristócrates por el palacio. Había fuentes. Había jardines. Aquí y allá había grupos de personas sentadas que no hacían gran cosa aparte de hablar. Los efebianos parecían tener ciertos problemas a la hora de entender conceptos como «dentro» y «fuera», salvo por el laberinto que circundaba al palacio, el cual se mostraba muy claro acerca del tema.

—El peligro nos espera a la vuelta de cada esquina —dijo Vorbis —. El hombre que rompa filas o confraternice de cualquier manera explicará su conducta a los exquisidores. Con todo detalle.

Brutha miró a una mujer que estaba llenando una jarra en un pozo. No parecía un acto muy militar.

Volvía a experimentar aquella extraña doble sensación. En la superficie estaban los pensamientos de Brutha, exactamente la clase de pensamientos que la Ciudadela hubiese aprobado. Aquello era un nido de infieles y no creyentes, su misma mundanidad una sutil capa con la cual esconder las trampas de la herejía y el pensamiento equivocado. Efebia podía estar bañada por el sol, pero en realidad era un lugar de sombras.

Pero más abajo estaban los pensamientos del Brutha que observaba a Brutha desde dentro…

Y allí Vorbis parecía estar fuera de lugar. Se lo veía cortante y desagradable. Y cualquier ciudad en la que los alfareros no se pusieran nerviosos cuando ancianos desnudos y goteantes entraban en su tienda y dibujaban triángulos encima de sus paredes era un sitio acerca del que Brutha quería saber más cosas. Se sentía como una gran jarra vacía. Lo que había que hacer con algo vacío era llenarlo.

—¿Me estás haciendo algo? —susurró.

Dentro de su caja, Om echó un vistazo a la forma de la mente de Brutha. Después trató de pensar deprisa.

—No —dijo, y al menos eso era verdad.

¿Habría ocurrido aquello antes alguna vez? ¿Había sido así en los primeros tiempos? Tenía que haberlo sido. Ahora todo aquello estaba muy borroso. Om no podía recordar los pensamientos que había tenido entonces, sólo la forma de los pensamientos. Todo había estado teñido de vivos colores, todo había estado creciendo a cada día que pasaba: él mismo había estado creciendo cada día, porque los pensamientos y la mente que los pensaba se estaban desarrollando a la misma velocidad. Era fácil olvidar cosas de aquellos tiempos. Era como un fuego tratando de recordar la forma de sus llamas. Pero la sensación… Eso sí que podía recordarlo.

No le estaba haciendo nada a Brutha. Brutha se lo estaba haciendo a sí mismo. Brutha estaba empezando a pensar a la manera divina. Brutha estaba empezando a convertirse en un profeta.

Om deseó tener alguien con quien hablar. Alguien que comprendiera.

Aquello era Efebia, ¿no? ¿Donde la gente se ganaba la vida tratando de comprender? Los omnianos fueron alojados en pequeñas habitaciones alrededor de un patio central. En el centro del patio había una fuente, en un minúsculo bosquecillo de pinos que olían muy bien. Los soldados intercambiaron codazos. La gente cree que los soldados profesionales siempre están pensando en luchar, pero los verdaderos soldados profesionales piensan mucho más en la comida y en un sitio caliente donde dormir que en luchar, porque esas son las dos cosas que generalmente cuesta mucho conseguir, mientras que el luchar tiende a presentarse por sí solo a cada momento.

En la celda de Brutha había un cuenco con fruta y un plato de carne fría. Pero primero lo primero. Brutha sacó al dios de la caja.

—Hay fruta —dijo —. ¿Qué son esa especie de bayas?

—Uvas —respondió Om —. Materia prima para el vino.

—Antes mencionaste esa palabra. ¿Qué significa?

Un grito resonó fuera.

—¡Brutha!

—Es Vorbis. Tendré que ir.

Vorbis estaba de pie en el centro de su celda.

—¿Has comido algo? —quiso saber.

—No, señor.

—Fruta y carne, Brutha. Y hoy es un día de ayuno. ¡Pretenden insultarnos!

—Um. ¿Quizá no saben que es un día de ayuno? —se atrevió a sugerir Brutha.

—En sí misma la ignorancia ya es un pecado —dijo Vorbis.

—Ossory VII, versículo 4 —dijo Brutha automáticamente.

Vorbis sonrió y le dio una palmadita en el hombro.

—Eres un libro ambulante, Brutha. El Septateucus perambulatus.

Brutha se miró las sandalias.

Tiene razón, pensó. Y yo había olvidado que hoy es un día de ayuno. O al menos no quise recordarlo.

Y entonces oyó cómo sus propios pensamientos le eran devueltos bajo la forma de un eco: es fruta y carne y pan, nada más. Eso es todo lo que es. Días de ayuno y festividades sagradas y Días de los Profetas y días del pan…

¿A quién le importa todo eso? ¿Un Dios al que ahora lo único que le interesa de la comida es que esté lo bastante baja para que se pueda llegar hasta ella? Ojalá dejara de darme palmaditas en el hombro.

Vorbis se volvió.

—¿Se lo recuerdo a los demás? —preguntó Brutha.

—No. Nuestros hermanos ordenados no necesitarán que se les recuerde, naturalmente. En cuanto a los soldados… una pequeña licencia, quizá, sería permisible estando tan lejos de casa…

Brutha volvió a su celda.

Om seguía encima de la mesa, mirando el melón.

—He estado a punto de cometer un pecado terrible —dijo Brutha —. Ha faltado poco para que comiera fruta en un día sin fruta.

—Eso es terrible, terrible —dijo Om —. Y ahora abre el melón.

—¡Pero está prohibido! —exclamó Brutha.

—No, no lo está —dijo Om—. Abre el melón.

—Pero fue el comer fruta lo que hizo que la pasión invadiera el mundo —dijo Brutha.

—Lo único que causó fue flatulencia —dijo Om—. ¡Abre el melón!

—¡Me estás tentando!

—No, no te estoy tentando. Te estoy dando permiso. ¡Una dispensa especial! ¡Abre el dichoso melón!

—Sólo un obispo o grado superior puede… —comenzó Brutha. Pero calló.

Om había clavado su único ojo en él.

—Sí. Exactamente —dijo —. Y ahora abre el melón. —Su tono se suavizó un poco —. Si eso te hace sentir mejor, declararé que es pan. Da la casualidad de que soy el Dios de estos parajes. Puedo llamarlo lo que me dé la gana. Es pan. ¿De acuerdo? Y ahora corta el dichoso melón.

—La dichosa hogaza —lo corrigió Brutha.

—Sí, eso. Y dame una tajada en la que no haya pepitas.

Brutha así lo hizo, con cuidado.

—Y cómetela deprisa —dijo Om.

—¿Porque no quieres que Vorbis nos pille comiendo?

—Porque tienes que ir a encontrar un filósofo —dijo Om. El hecho de que su boca estuviera llena no alteraba en nada su voz dentro de la mente de Brutha —. Verás, en estado natural los melones crecen por ahí. No estoy hablando de los grandes como este, sino de unas cositas verdes. Tienen la corteza tan dura como el cuero. No hay manera de romperla con los dientes. ¡La de años que me he tirado comiendo hojas muertas que una cabra escupiría, justo al lado de una cosecha de melones! Los melones deberían tener la piel más delgada. Que no se te olvide.

—¿Te refieres a lo de encontrar un filósofo?

—Exacto. Alguien que sepa cómo pensar. Alguien que pueda ayudarme a dejar de ser una tortuga.

—Pero… Vorbis podría necesitarme para algo.

—Habrás ido a dar un paseo. No hay problema. Y date prisa. En Efebia hay otros dioses. No quiero encontrarme con ellos ahora. No mientras tenga este aspecto.

Brutha puso cara de pánico.

—¿Y cómo encuentro un filósofo? —preguntó.

—¿En estos lugares? Yo diría que bastará con que tires un ladrillo.

El laberinto de Efebia es antiguo y está lleno de las mil y una cosas asombrosas que puedes llegar a hacer con resortes escondidos, cuchillos afilados como navajas de afeitar y rocas que caen. No hay un solo guía que te lleve por él. Hay seis, y cada uno sabe orientarse a través de una sexta parte del laberinto. Cada año celebran una competición especial, y entonces introducen ciertos cambios en el diseño. Se enfrentan unos con otros para averiguar quién puede hacer que su sección resulte todavía más letal para el paseante que las demás. Hay un panel de jueces, y un pequeño premio.

La distancia máxima jamás recorrida dentro del laberinto sin un guía fue de diecinueve pasos. Más o menos.

La cabeza rodó siete pasos más, pero eso probablemente no cuenta.

En cada punto de relevo hay una pequeña cámara libre de trampas. Lo que contiene es una campanita de bronce. Esas cámaras son las pequeñas salas de espera en las que los visitantes son confiados al siguiente guía. Y aquí y allá, esparcidas a gran altura en el techo del túnel encima de las trampas más ingeniosas, hay ventanitas de observación, porque a los guardias les gusta tanto echar unas risas como a cualquiera.

Todo aquello le paso totalmente por alto a Brutha, quien recorrió tranquilamente los túneles y corredores sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo, y terminó empujando la puerta que daba al frescor de las últimas horas del atardecer.

El aire estaba perfumado por la fragancia de las llores. Las mariposas nocturnas revoloteaban a través de la penumbra.

—¿Qué aspecto tienen los filósofos? —preguntó Brutha —. Cuando no se están bañando, quiero decir.

—Piensan mucho —dijo Om —. Busca a alguien con la cara fruncida y expresión de estarse esforzando.

—Eso podría significar meramente estreñimiento.

—Bueno, mientras se lo tome con filosofía…

La ciudad de Efebia los rodeaba. Los perros ladraban. Un gato maulló en algún lugar. Había ese susurro general de pequeños sonidos acogedores indicador de que un montón de personas están viviendo sus vidas allá afuera.

Y entonces una puerta se abrió bruscamente calle abajo y se oyó el chasquido de un ánfora de vino bastante grande siendo hecha añicos encima de la cabeza de alguien.

Un anciano flaco que llevaba una toga se levantó de los adoquines en los que había aterrizado y le lanzó una mirada asesina a la entrada.

—Lo que os estoy diciendo, y a ver si me escucháis de una vez, es que un intelecto finito, eso, finito, no puede llegar a la verdad absoluta de las cosas mediante la comparación, porque siendo por naturaleza indivisible, la verdad excluye los conceptos de «más» o «menos» de tal manera que nada salvo la verdad misma puede ser la exacta medida cié la verdad. Bastardos —dijo.

—¿Oh, sí? — dijo alguien desde dentro del edificio —. Eso es lo que tú dices.

El viejo ignoró a Brutha pero, con gran dificultad, extrajo un adoquín y lo sopesó en su mano.

Después entró corriendo en la casa. Hubo un alarido de rabia distante.

—Ah. Filosofía —dijo Om.

Brutha echó un cauteloso vistazo desde detrás de la puerta.

Dentro de la sala había dos grupos de hombres prácticamente idénticos vestidos con togas que trataban de contener a dos de sus colegas. Es una escena que se repite un millón de veces al día en los bares alrededor del multiuniverso: los dos aspirantes a combatientes gruñían y se hacían muecas el uno al otro e intentaban soltarse de las manos de sus amigos, sólo que por supuesto no lo intentaban con demasiada energía, porque no hay nada peor que conseguir liberarse de las manos que te están conteniendo y encontrarse de pronto totalmente solo en el centro del ring con un loco que se dispone a atizarte entre los ojos con una roca.

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