—¿Qué? —Om suspiró.
—¡Que si no me concentro pienso igual que una tortuga!
—¿Qué? ¿Quieres decir muy despacio?
—¡No! Las tortugas son unas cínicas. Siempre esperan lo peor.
—¿Por qué?
—No lo sé. Porque suele ocurrirles, supongo.
Brutha contempló Efebia. Guardias con cascos coronados por plumas que parecían colas de caballo sublevadas marchaban a cada lado de la columna. Varios ciudadanos los miraban junto al camino. No parecían demonios de dos piernas y, de hecho, su aspecto era sorprendentemente similar al de las gentes de casa.
—Son personas.
—Sobresaliente en antropología comparada.
—El hermano Nhumrod dice que los efebianos comen carne humana —dijo Brutha —. El nunca diría una mentira.
Un niño miró a Brutha con expresión pensativa mientras se excavaba una fosa nasal. Si era un demonio en forma humana, era un actor extremadamente bueno.
A intervalos a lo largo del camino que salía de los muelles había estatuas de piedra blanca. Brutha nunca había visto estatuas antes. Aparte de las estatuas de los septarcas, por supuesto, pero no era lo mismo.
—¿Qué son?
—Bueno, el gordito de la toga es Tuvelpit, el dios del Vino. En Tsort lo llaman Smimto. Y esa tipa del peinado raro es Astoria, diosa del Amor. Una mema total. El feo es Offler el dios Cocodrilo. No es de por aquí.
Originalmente era klatchiano, pero los efebianos oyeron hablar de él y pensaron que era una buena idea. Fíjate en los dientes. Buenos dientes. Buenos dientes, sí señor. Y la que necesita que alguien le peine las serpientes es…
—Hablas de ellos como si fueran reales —dijo Brutha.
—Lo son.
—No hay más dios que tú. Eso fue lo que le dijiste a Ossory.
—Bueno… Exageré un poco, ya sabes. Pero no se puede decir que sean gran cosa. Uno de ellos se pasa la mayor parte del tiempo sentado por ahí tocando la flauta y persiguiendo a las pastoras. Yo no creo que eso sea muy divino. ¿Tú crees que eso es muy divino? Yo no.
El camino subía en una pronunciada pendiente que serpenteaba alrededor de la colina rocosa. La mayor parte de la ciudad parecía construida encima de promontorios o tallada en la misma roca, de tal manera que el patio de un hombre era el techo de otro. En realidad los caminos eran una serie de estrechos peldaños, accesibles para un hombre o un burro pero muerte súbita para un carro. Efebia era un lugar peatonal.
Brutha tuvo ocasión de echar una mirada al rostro de Vorbis. El exquisidor miraba fijamente hacia adelante.
Brutha se preguntó qué estaría viendo. ¡Todo era tan nuevo! Y diabólico, por supuesto. Aun así, los dioses representados por las estatuas no tenían aspecto de demonios, pero Brutha pudo oír la voz de Nhumrod señalando que ese mismo hecho los volvía todavía más demoníacos. El pecado caía sobre ti como un lobo con piel de cordero.
Brutha se dio cuenta de que una de las diosas había tenido problemas serios con su vestimenta. Si el hermano Nhumrod hubiera estado presente, habría tenido que salir corriendo para iniciar una sesión de reposo lo más serio posible.
—Petulia, diosa del Afecto Negociable —dijo Om—. Adorada por las damas de la noche así como de cualquier otra hora, y supongo que ya nos entendemos.
Brutha se quedó boquiabierto.
—¿Tienen una diosa para las rameras pintarrajeadas?
—¿Y por qué no? Tengo entendido que son un pueblo muy religioso. Están acostumbrados a pensar en… Pasan tanto tiempo mirándose el… Oye, la fe está allí donde la encuentras. Especialización. Es una manera de ponerse a cubierto, ¿entiendes? Pocos riesgos, ingresos garantizados. No sé dónde hasta hay un dios de la Lechuga. Quiero decir que, bueno, no hay muchas probabilidades de que alguien más intente llegar a ser un Dios de la Lechuga. Encuentras una comunidad que cultive lechugas y te aferras a ella. Los dioses del trueno vienen y van, pero cada vez que la Mosca de la Lechuga ataque en serio será a ti a quien recurrirán. Claro que Petulia siempre ha sido muy p… uh… perspicaz. Vio que había un hueco en el mercado y lo llenó.
—¿Hay un dios de la Lechuga?
—¿Por qué no? Si suficientes personas creen, puedes ser dios de cualquier…
Om se calló de golpe y esperó para ver si Brutha se había dado cuenta. Pero Brutha parecía estar pensando en otra cosa.
—Eso no está bien. No habría que tratar así a la gente. Ay.
Acababa de chocar contra la espalda de un subdiácono. El grupo se había detenido, en parte debido a que la escolta efebiana también se había detenido, pero principalmente porque un hombre venía corriendo por la calle.
Era muy viejo, y en muchos aspectos parecía una rana que llevara bastante tiempo en seco. Había algo en él que hacía que la gente pensara en la palabra «espabilado», pero en aquel momento había muchas más probabilidades de que pensaran en las palabras «tan desnudo como su madre lo trajo al mundo» y posiblemente también «empapado», y además habrían dado un ciento por ciento en el blanco. Aunque estaba la barba. Era una barba en la que podías acampar.
El hombre llegó corriendo por la calle sin que pareciera consciente de su desnudez y se detuvo delante de la tienda de un alfarero. Al propietario no pareció preocuparle en lo más mínimo que un hombrecillo desnudo y mojado se dirigiese a él; de hecho, ninguna de las personas que había en la calle lo había mirado dos veces.
—Querría una olla del Número Nueve y un poco de cordel, por favor —dijo el anciano.
—Sí, señor Legibus.
El alfarero metió la mano debajo del mostrador y sacó una toalla. El hombre desnudo la cogió. Brutha tuvo la impresión de que aquello ya les había sucedido a ambos antes.
—Y una palanca de longitud infinita y, um, un lugar inamovible en el que apoyarla —dijo Legibus mientras se secaba.
—Lo que ve es lo que tengo, señor. Ollas y enseres domésticos en general, pero ando un poquito corto de mecanismos axiomáticos.
—Bueno, ¿tiene un trozo de tiza?
—Me queda un poco de la última vez —dijo el alfarero.
El hombrecillo desnudo cogió la tiza y empezó a dibujar triángulos en el trozo de pared más próximo. Después miró hacia abajo.
—¿Por qué no llevo nada de ropa? —dijo.
—Hemos vuelto a bañarnos, ¿verdad? —preguntó el alfarero.
—¿Me he dejado la ropa en el baño?
—Creo que tuvo una idea mientras estaba bañándose —sugirió el alfarero.
—¡Eso es! ¡Eso es! ¡Se me ocurrió una idea realmente espléndida para mover el mundo! —dijo Legibus —. Un simple principio de palanca. Debería funcionar a la perfección. Sólo hay que resolver los pequeños detalles técnicos.
—Qué bien. Así durante el invierno podríamos desplazarnos a algún lugar donde haga más calor —dijo el alfarero.
—¿Puedo tomar prestada la toalla?
—De todas maneras es suya, señor Legibus.
—¿Sí?
—Sí, porque se la dejó aquí la última vez. ¿No se acuerda? ¿Cuando tuvo aquella idea para el faro?
—Magnífico. Magnífico —dijo Legibus, envolviéndose con la toalla. Trazó unas líneas más sobre la pared—. Magnífico. Muy bien. Ya mandaré a alguien para que recoja la pared.
Se volvió y pareció ver a los omnianos por primera vez. Los miró sin decir nada y luego se encogió de hombros.
—Hmmm. —dijo, y se fue.
Brutha le tiró de la capa a uno de los soldados efebianos.
—Disculpa, pero ¿por qué nos hemos detenido? —preguntó.
—Los filósofos tienen prioridad de paso —contestó el soldado.
—¿Qué es un filósofo? —preguntó Brutha.
—Alguien lo bastante listo para buscarse un trabajo en el que no hay que levantar objetos pesados —dijo una voz dentro de su cabeza.
—Un infiel en busca del justo destino que recibirá con toda certeza —dijo Vorbis —. Un inventor de falacias.
Esta ciudad maldita los atrae igual que un montón de estiércol atrae a las moscas.
—En realidad es el clima —dijo la voz de la tortuga—. Piensa un poco. Si eres el tipo de persona que salta de su bañera y corre calle abajo cada vez que cree haber tenido una gran idea, entonces no quieres hacerlo en un sitio donde haga mucho frío. Si haces eso en algún sitio donde haga mucho frío, te mueres. Selección natural, eso es lo que es. Efebia es famosa por sus filósofos. Es mejor que el teatro callejero.
—¿El qué, un montón de viejos desnudos corriendo por las calles? —murmuró Brutha mientras reanudaban la marcha.
—Más o menos. Si pasas todo tu tiempo pensando en el universo, tiendes a olvidarte de las partes menos importantes de él. Como tus pantalones. Y noventa y nueve de cada cien ideas que se les ocurren son totalmente inútiles.
—¿Y entonces por qué alguien no los encierra donde no molesten? No me parece que sirvan de mucho —dijo Brutha.
—Porque la idea número cien generalmente es la repanocha — dijo Om.
—¿Qué?
—Mira la torre más alta de la roca.
Brutha miró hacia arriba. En lo alto de la torre y sujetado por bandas metálicas, había un gran disco que relucía bajo el sol de la mañana.
—¿Qué es? —murmuró.
—La razón por la que Omnia ya casi no tiene flota —dijo Om—. Ese es el motivo por el cual vale la pena tener siempre unos cuantos filósofos cerca. En un momento dado todo se reduce a Es Verdad Belleza y Es Belleza Verdad y Hace Algún Ruido un Árbol que Cae en el Bosque si No Hay Nadie Allí para Oírlo, y justo cuando piensas que van a empezar a babear uno de ellos dice, Por cierto, colocar un reflector parabólico de diez metros en un lugar elevado para que dirija los rayos del sol contra los barcos del enemigo constituiría una demostración muy interesante de los principios ópticos —añadió —. A los filósofos siempre se les están ocurriendo asombrosas ideas nuevas. El que había antes del reflector era un complicado artilugio que demostraba los principios de la palanca y, de paso, lanzaba bolas de azufre ardiendo a cinco kilómetros de distancia. Antes de ese, creo, había una especie de cosa submarina que incrustaba troncos afilados en la quilla de los barcos.
Brutha volvió a mirar el disco. No había entendido más de una tercera parte de las palabras del último parlamento de la tortuga.
—Bueno —dijo—, ¿y lo hace?
—¿Hacer el qué?
—Que si hace ruido. Un árbol. Si cuando cae no hay nadie para oírlo caer, quiero decir.
—¿Y qué más da?
El grupo había llegado a una puerta en el muro que circundaba la cima de la roca de una forma bastante parecida a como una banda para el pelo rodea una cabeza. El capitán efebiano se detuvo y se volvió.
—Los… visitantes… deben llevar los ojos vendados —dijo.
—¡Esto es indignante! —dijo Vorbis —. ¡Hemos venido aquí en misión diplomática!
—Eso no es asunto mío —replicó el capitán —. Lo que sí es asunto mío es deciros que si pasáis por esa puerta, lo haréis con los ojos vendados. Podéis quedaros fuera. Pero si queréis entrar, tenéis que llevar una venda encima de los ojos. Es lo que llaman una elección.
Uno de los subdiáconos le murmuró algo al oído a Vorbis. Después Vorbis mantuvo una breve conversación en susurros con el capitán de la guardia omniana.
—Muy bien —dijo—, bajo protesta.
La venda era muy suave, y totalmente opaca. Pero mientras Brutha era guiado…
… diez pasos a lo largo de un corredor, y después cinco pasos a la izquierda, luego adelante en diagonal y tres pasos y medio a la izquierda, y ciento tres pasos a la derecha, bajar tres escalones, y te hacían girar diecisiete veces y un cuarto, y nueve pasos al frente, y un paso a la izquierda, y diecinueve pasos hacia adelante, tres segundos de pausa, y dos pasos a la derecha, y dos pasos atrás, y dos pasos a la izquierda, y te hacían girar tres veces y media, y esperar un segundo, y subir tres escalones, y veinte pasos a la derecha, y te hacían girar cinco veces y un cuarto, y quince pasos a la izquierda, y siete pasos al frente, y dieciocho pasos a la derecha, y siete pasos subiendo, y avanzar en diagonal, y dos segundos de pausa, cuatro pasos a la derecha, y bajar por una pendiente que descendía un metro cada diez pasos durante treinta pasos, y después te hacían girar siete veces y media, y seis pasos al frente…
… se preguntó para qué servía.
La venda fue quitada en un patio sin muros hecho de alguna piedra blanca que convertía la luz del sol en un intenso resplandor. Brutha parpadeó.
El patio estaba rodeado de arqueros. Sus flechas apuntaban hacia abajo, pero su postura sugería que el que apuntaran horizontalmente era algo que podía ocurrir en cualquier momento.
Otro hombre calvo los estaba esperando. Efebia parecía tener una provisión ilimitada de hombres calvos y flacos vestidos con togas. Aquel sonrió, sólo con su boca.