Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

¿Qué había sido de él? ¿Qué fue de mí? ¿Cómo ocurre? Estás tan tranquilo en los planos astrales, fluyendo con el flujo y disfrutando de los ritmos del universo, convencido de que todos los, ya sabes, humanos están muy ocupados con el asunto del creer allá abajo, decides ir a enardecerlos un poco y de pronto… una tortuga. Es como ir al banco y encontrarte con que el dinero se ha estado cayendo por un agujero. Decides ir a dar un paseo por allí abajo en busca de una mente adecuada, y de pronto eres una tortuga y no te queda poder para salir de ahí.

Tres años de levantar la cabeza hacia prácticamente todo…

¿El viejo Ur-Gilash? Quizá estuviera aguantando como un lagarto en cualquier sitio, con algún viejo ermitaño como su único creyente. Más probablemente se habría visto arrastrado hacia el desierto. Un dios menor podía considerarse muy afortunado si tenía una oportunidad.

Algo iba mal. Om no podía señalarlo con el dedo, y no únicamente porque no tuviera ningún dedo. Los dioses subían y bajaban como trocitos de cebolla en una sopa hirviendo, pero esta vez era distinto. Esta vez algo había ido mal.

Om le había dado la patada a Ur-Gilash. Era justo, ¿no? La ley de la jungla. Pero a él no lo había estado desafiando nadie, y…

¿Dónde estaba Brutha?

—¡Brutha!

Brutha estaba contando los destellos de luz que llegaban del desierto.

—Es una suerte que yo tuviera un espejo, ¿verdad? —dijo el capitán esperanzadamente —. Espero que a su señoría no le importará que yo tuviera un espejo, visto lo útil que ha resultado ser.

—No creo que piense eso —dijo Brutha, que seguía contando.

—No. Yo tampoco lo creo —dijo el capitán lúgubremente.

—Siete, y después cuatro.

—Tendré que vérmelas con la Quisición —dijo el capitán.

Brutha se disponía a decir «Entonces alégrate porque tu alma será purificada». Pero no lo hizo. Y no sabía por qué no lo había dicho.

—Lo siento —dijo.

Un barniz de sorpresa recubrió la pena del capitán.

—Habitualmente los sacerdotes siempre decís que la Quisición es muy buena para el alma —dijo.

—Estoy seguro de que lo es —repuso Brutha.

El capitán no apartaba los ojos de su cara.

—Es plano, sabes —murmuró —. He surcado el Océano del Borde. Es plano, y he visto el Borde, y se mueve. No el Borde, no. Lo que… está allí abajo, quiero decir. Pueden cortarme la cabeza, pero seguirá moviéndose.

—Pero para ti dejará de moverse —dijo Brutha—. Así que yo tendría mucho cuidado a la hora de escoger con quién hablo, capitán.

El capitán se acercó un poco más.

—¡La Tortuga Se Mueve! —siseó, y se fue corriendo.

—¡Brutha!

La culpa tiró de Brutha como el sedal tira de un pez que ha mordido el anzuelo. Se volvió y faltó poco para que se desmayara de alivio. Hubiese podido ser Vorbis, pero sólo era Dios.

Brutha fue hacia el mástil y se detuvo delante de él. Om alzó la cabeza hacia él para lanzarle una mirada asesina.

—¿Sí? —dijo Brutha.

—Nunca vienes a verme —dijo la tortuga —. Ya sé que estás muy ocupado —añadió sarcásticamente —, pero aun así una plegaria rápida no estaría nada mal.

—Lo primero que hice esta mañana fue ir a ver cómo estabas — dijo Brutha.

—Y tengo hambre.

—Anoche te comiste una corteza de melón entera.

—Y quién se comió el melón, ¿eh?

—Vorbis no —dijo Brutha —. El se alimenta con agua y pan duro.

—¿Por qué no come pan tierno?

—Porque espera a que se ponga duro.

—Sí, claro. Cabía suponerlo —dijo la tortuga.

—¿Om?

—¿Qué?

—El capitán acaba de decir una cosa muy rara. Dijo que el mundo es plano y tiene un borde.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Pero…, quiero decir que sabemos que el mundo es redondo, porque…

La tortuga parpadeó.

—No, no lo es —dijo —. ¿Quién ha dicho que el mundo es una bola?

—Tú —respondió Brutha. Y añadió —: Según el Libro Primero del Septateuco, en todo caso.

Yo nunca había pensado de esta manera antes, pensó Brutha. Antes nunca hubiese dicho «en todo caso».

—¿Por qué me habrá dicho eso el capitán? —preguntó —. No me parece una conversación muy normal.

—Ya te he dicho que yo nunca hice el mundo —dijo Om—. ¿Por qué iba a hacer el mundo? El mundo ya estaba aquí. Y si hiciese un mundo, no lo habría hecho con forma de bola. La gente se caería de él. Todo el mar se escurriría.

—No si tú le dijeras que se quedase donde estaba.

—¡Ja! ¿Habéis oído a este tío?

—Además, la esfera es una forma perfecta —dijo Brutha —. Porque en el Libro de…

—Una esfera no tiene nada de asombroso —dijo la tortuga—. Ya que hablamos de eso, una tortuga es una forma perfecta.

—¿Una forma perfecta para qué?

—Bueno, para empezar pues para una tortuga —dijo Om—. Si una tortuga tuviera forma de bola, siempre estaría saliendo a la superficie.

—Pero decir que el mundo es plano es una herejía —dijo Brutha.

—Quizá, pero es verdad.

—¿Y realmente viaja sobre la espalda de una tortuga gigante?

—Así es.

—En ese caso —dijo Brutha triunfalmente —, ¿encima de qué se sostiene la tortuga?

La tortuga lo miró como si no supiera de qué estaba hablando.

—Encima de nada —dijo finalmente —. Es una tortuga, por el amor del cielo. La tortuga va nadando. Las tortugas están hechas para nadar.

—Yo… esto… me parece que será mejor que vaya a informar a Vorbis —dijo Brutha —. Si tiene que esperar se pone muy intranquilo. ¿Para qué me querías? Intentaré traerte un poco más de comida después de la cena.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la tortuga.

—Bien, gracias.

—¿Te alimentas como es debido y todas esas cosas?

—Sí, gracias.

—Me alegro de oírlo. Y ahora vete. Después de todo, sólo soy tu Dios. — Om levantó la voz mientras Brutha se iba a toda prisa—. ¡Y podrías visitarme más a menudo! Y rezar más alto. ¡Estoy harto de tener que aguzar el oído! —gritó.

Vorbis todavía estaba sentado en su camarote cuando Brutha llegó jadeando por el pasillo y llamó a la puerta.

No hubo contestación. Brutha esperó un poco y después abrió la puerta.

Vorbis no parecía leer. Era obvio que escribía, puesto que existían las famosas Cartas, pero nadie le veía hacerlo nunca. Cuando estaba solo pasaba mucho tiempo mirando la pared, o postrado rezando. Vorbis podía humillarse durante la oración de una manera que hacía que las exhibiciones de un emperador ávido de poder pareciesen serviles.

—¿Sabes una cosa, Brutha? —dijo —. Creo que no hay ni una sola persona en toda la Ciudadela que se atreviera a interrumpirme mientras estoy rezando. Temen a la Quisición. Todos temen a la Quisición. Excepto tú, al parecer. ¿Temes a la Quisición?

Brutha miró aquellos ojos negro-sobre-negro. Vorbis miró una cara redonda y sonrosada. Había una cara especial que las personas se ponían cuando hablaban con un exquisidor. Esa cara era inexpresiva, tensa y ligeramente reluciente, y hasta un exquisidor a medio entrenar podía leer la culpabilidad apenas disimulada como un libro. Brutha sólo parecía estar sin aliento, pero pensándolo bien siempre parecía estarlo. Era fascinante.

—No, señor —dijo.

—¿Por qué no?

—La Quisición nos protege, señor. Está escrito en Ossory, capítulo VII, versí…

Vorbis ladeó la cabeza.

—Por supuesto que lo está. Pero ¿nunca se te ha ocurrido que la Quisición podría equivocarse?

—No, señor —dijo Brutha. —Pero ¿por qué no?

—No lo sé, gran Vorbis. Nunca lo he pensado. Vorbis se sentó a la mesita de escribir, una mera tabla que bajaba del casco.

—Y has hecho bien, Brutha —dijo—. Porque la Quisición no puede equivocarse. Las cosas sólo pueden ser como el Dios desea que sean. Es imposible pensar que el mundo pueda funcionar de cualquier otra manera, ¿verdad? —Una visión de una tortuga con un solo ojo destelló por un instante en la mente de Brutha.

Brutha nunca había sabido mentir. La verdad siempre había parecido tan incomprensible que complicar las cosas todavía más siempre había estado totalmente fuera de su alcance.

—Así nos lo enseña el Septateuco —dijo.

—Cuando hay castigo, siempre hay un crimen —dijo Vorbis—. A veces el crimen sigue al castigo, lo cual sólo demuestra cuan previsor es el Gran Dios.

—Eso es lo que solía decir mi abuela —dijo Brutha automáticamente.

—¿De veras? Me gustaría saber más sobre esa formidable dama.

—Solía darme una azotaina cada mañana porque sin duda yo haría algo que la mereciese durante el día —dijo Brutha.

—Una comprensión admirablemente completa de la naturaleza de la humanidad —dijo Vorbis con el mentón apoyado en una mano—. Si no fuera por la deficiencia de su sexo, se diría que hubiese podido ser una excelente exquisidora.

Brutha asintió. Oh, sí. Sí, desde luego.

—Y ahora —dijo Vorbis, sin que se produjera cambio alguno en su tono— me contarás lo que viste en el desierto.

—Uh. Hubo seis destellos. Y después hubo una pausa de unos cinco latidos. Y después hubo ocho destellos. Y otra pausa. Y dos destellos.

Vorbis asintió.

—Tres cuartos —dijo —. Alabado sea el Gran Dios. El es mi cayado y me guía por los lugares difíciles. Y puedes irte.

Brutha no había esperado que se le dijera qué significaban los destellos, y no iba a preguntarlo. Las preguntas las hacía la Quisición. Era famosa por ello.

Al día siguiente el navío contorneó un promontorio y la bahía de Efebia apareció ante él, con la ciudad como un borrón blanco en el horizonte que el tiempo y la distancia convirtieron en un espolvoreo de casas cegadoramente blancas subiendo hasta lo alto de una gran roca.

El sargento Simonía pareció encontrarla muy interesante. Brutha no había intercambiado ni una palabra con él.

La fraternización entre el clero y los soldados no estaba muy bien vista, ya que había cierta tendencia a la impiedad entre los soldados.

Brutha, al que ya nadie hacía caso ahora que la tripulación se preparaba para atracar, observó con mucha atención al soldado. La mayoría de soldados tendían al desaliño y eran generalmente groseros con el clero menor.

Simonía era diferente. Aparte de todo lo demás, relucía. Su coraza brillaba con tal intensidad que te hacía daño en los ojos. Su piel parecía haber sido restregada con un cepillo.

El sargento estaba en la proa, contemplando la ciudad mientras esta se iba aproximando. Era raro verlo muy alejado de Vorbis. Allí donde estuviera Vorbis allí estaba el sargento, con la mano en la empuñadura de la espada y los ojos recorriendo los alrededores en busca de… ¿qué? Y siempre estaba callado, salvo cuando se le hablaba. Brutha intentó trabar amistad con él.

—Se la ve muy… blanca, ¿verdad? —dijo —. La ciudad, quiero decir. Es muy blanca. ¿Sargento Simonía? El sargento se volvió y miró a Brutha.

La mirada de Vorbis era terrible. Vorbis miraba a través de tu cabeza para ver los pecados que había dentro de ella, y tú apenas le interesabas salvo como un vehículo para tus pecados. Pero la mirada de Simonía era odio puro y simple.

Brutha dio un paso atrás.

—Oh. Lo siento —murmuro. Volvió sombríamente al extremo romo, y trató de mantenerse lo más alejado posible del soldado.

En cualquier caso, no tardó en haber más soldados.

Los efebianos los estaban esperando. El muelle estaba lleno de soldados que empuñaban las armas de una manera a la que le faltaba muy poco para ser un insulto directo. Y había muchos.

Cuando Brutha echó a andar, la voz de la tortuga se insinuó dentro de su cabeza.

—Así que los efebianos quieren la paz, ¿eh? —dijo Om —. Pues no lo parece. No parece que hayamos venido a dictar leyes a un enemigo derrotado. Más bien parece como si nos hubieran dado una buena paliza y no quisiéramos seguir recibiendo. Parece como si estuviéramos pidiendo la paz. Eso es lo que me parece a mí.

—En la Ciudadela todo el mundo decía que fue una gloriosa victoria —dijo Brutha. Había descubierto que ahora podía hablar casi sin mover los labios, ya que Om parecía capaz de captar sus palabras antes de que llegaran a, sus cuerdas vocales.

Delante de él, Simonía seguía al diácono como si fuera su sombra y lanzaba miradas suspicaces a cada guardia efebiano ante el que pasaban.

—Eso es muy curioso —dijo Om —. Los vencedores nunca hablan de gloriosas victorias. Eso es debido a que son los que ven el aspecto que tiene el campo de batalla después. Sólo los perdedores obtienen gloriosas victorias.

Brutha no supo qué contestar.

—No esperaba oírle decir eso a un dios —se atrevió a murmurar finalmente.

—Es este cerebro de tortuga.

—¿Qué?

—¿Cómo puedes ser tan ignorante? Los cuerpos son algo más que un sitio dentro del cual guardar tu mente. Tu forma afecta a cómo piensas. Es toda esa morfología que anda suelta por ahí.

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