Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Pero el que sea cruel con los animales no significa que sea una… mala persona —se atrevió a decir, con los armónicos de su tono sugiriendo que aquello no se lo creía ni él. La marsopa realmente era muy pequeña.

—Me puso panza arriba —dijo Om.

—Sí, pero los humanos son más importantes que los animales — dijo Brutha.

—Ese es un punto de vista expresado a menudo por los humanos — dijo Om.

—Capítulo IX, versículo 16 del libro de… —comenzó Brutha.

—¿A quién le importa lo que diga algún libro? —gritó la tortuga.

—Pero tú nunca dijiste a ninguno de los profetas que las personas debieran ser buenas con los animales —dijo —. No recuerdo nada acerca de eso. No cuando eras más… grande. Tú no quieres que las personas sean buenas con los animales porque son animales, sólo quieres que las personas sean buenas con los animales porque uno de ellos podría ser tú.

—¡No es una mala idea! — Y además, él ha sido muy bueno conmigo. No tenía por qué serlo.

—¿Eso piensas? ¿Es eso lo que piensas? ¿Te has fijado en la mente de ese hombre?

—¡Claro que no! ¡No sé cómo hacerlo!

—¿No sabes?

—¡No! Los humanos no podemos…

Brutha no terminó la frase. Vorbis parecía hacerlo. Le bastaba con mirar a alguien para saber qué pensamientos perversos albergaba su mente. Y la abuela había sido igual.

—Los humanos no pueden hacerlo, estoy seguro —dijo —. No podemos leer mentes.

—No me refería a leerlas sino a mirarlas —dijo Om —. Sólo hablaba de ver la forma que tienen. No puedes leer una mente. Ya puestos, también podrías tratar de leer un río. Pero ver la forma no cuesta nada. Las brujas pueden hacerlo como si tal cosa.

—«El camino de la bruja será como un sendero lleno de espinas» — dijo Brutha.

—¿Ossory? —preguntó Om.

—Sí. Pero naturalmente ya lo sabías —dijo Brutha.

—No lo había oído en la vida —dijo la tortuga con amargura—. Ha sido lo que podrías llamar una conjetura basada en la experiencia.

—Lo que tú digas —murmuró Brutha —. Sigo sabiendo que no puedes ser Om. El Dios no hablaría de Sus elegidos de esa manera.

—Yo nunca elegí a nadie —dijo Om —. Ellos se eligieron a sí mismos.

—Si realmente eres Om, deja de ser una tortuga.

—Ya te he dicho que no puedo. ¿Crees que no lo he intentado? ¡Tres años! Y la mayor parte de ese tiempo pensaba que era una tortuga.

—Entonces quizá lo eras. Quizá sólo eres una tortuga que piensa que es un dios.

—No, no. Olvídate de la filosofía, ¿de acuerdo? Empieza a pensar así y acabarás pensando que quizá sólo eres una mariposa que sueña que es un percebe o algo por el estilo. No. Un día todo lo que había en mi mente era la cantidad de pasos necesaria para llegar a la planta más cercana que tuviera unas hojas bajas de aspecto mínimamente decente, y al día siguiente… tenía toda esa memoria llenándome la cabeza. Tres años antes de la concha. No, no me digas que soy una tortuga con grandes ideas.

Brutha titubeó. Sabía que no estaba bien preguntarlo, pero quería saber qué era la memoria. Y de todas maneras, ¿de verdad obraría mal preguntándolo? Si el Dios estaba sentado aquí hablando contigo, ¿podías decir algo que te hiciera pecar? ¿Cuando estabas cara a cara con él? De alguna manera, en aquellas circunstancias el decir ese tipo de cosas ya no parecía tan grave como cuando el Dios se encontraba encima de una nube.

—Que yo recuerde, tenía intención de ser un gran toro blanco — dijo Om.

—Que pisoteaba a los infieles —añadió Brutha.

—No era mi intención básica, pero sin duda se podría haber organizado algún pisoteo que otro. O un cisne, pensé. Algo impresionante. Tres años después, despierto y resulta que he estado siendo una tortuga. Lo que quiero decir es que no se puede caer mucho más bajo, ¿verdad?

Cuidado, cuidado… Necesitas su ayuda, pero no se lo cuentes todo. No le cuentes lo que sospechas.

—¿Cuándo empezaste a pensar…? ¿Cuándo recordaste todo eso? —preguntó Brutha, al que el fenómeno del olvidar le parecía tan extraño y fascinante como a otros hombres hubiese podido parecérselo la idea de volar agitando los brazos.

—Cuando estaba a unos doscientos metros por encima de vuestro huerto —dijo Om —, y puedo asegurarte que es un punto en el que no tiene absolutamente ninguna gracia volverse consciente.

—Pero ¿por qué? —preguntó Brutha—. ¡Los dioses no tienen que seguir siendo tortugas a menos que ellos quieran!

—No lo sé —mintió Om.

Si lo deduce por sí solo, estoy listo, pensó. Es una posibilidad entre un millón. Si hago algo mal, significará volver a una vida donde la felicidad es una hoja que puedes alcanzar.

Una parte de él gritó: ¡Soy un dios! ¡No tengo por qué pensar estas cosas! ¡No tengo por qué ponerme en manos de un humano! Pero otra parte, la parte que podía recordar con toda exactitud lo que había supuesto ser una tortuga durante tres años, susurró: No. Tienes que hacerlo. Si quieres volver a estar allá arriba. Es un estúpido, no tiene agallas y no hay ni una sola gota de ambición en todo su enorme y fofo cuerpo. Esto es lo que hay, y tendrás que trabajar con ello.

La parte divina dijo: Vorbis habría sido mucho mejor. Sé racional. ¡Una mente como esa podría hacer todo lo que se propusiera! ¡Me puso panza arriba! No, puso panza arriba a una tortuga.

Sí. A mí.

No. Tú eres un dios.

Sí, pero un dios que parece estar inexplicablemente decidido a seguir teniendo forma de tortuga.

Si Vorbis hubiera sabido que eras un dios…

Pero Om se acordó de la expresión absorta de Vorbis, en un par de ojos situados delante de una mente tan impenetrable como una bola de acero. Nunca había visto una mente moldeada de esa manera en nada que andará erguido. Allí había alguien que probablemente pondría panza arriba a un dios sólo para ver qué sucedía. Alguien que pondría panza arriba al universo, sin pensar en las consecuencias, sólo porque quería saber qué ocurría cuando el universo quedaba panza arriba…

Pero la única herramienta de que disponía era Brutha, con una mente tan incisiva como un merengue. Y si Brutha llegaba a descubrir que…

O si Brutha moría…

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Om.

—Muy mal.

—Arrópate más con las velas —dijo Om —. No querrás pillar un resfriado, ¿verdad?

Tiene que haber alguien más, pensó. No puede ser únicamente él quien… El resto del pensamiento era tan terrible que Om trató de expulsarlo de su mente, pero no pudo.

… no puede ser únicamente él quien cree en mí.

Realmente en mí. No en un par de cuernos dorados. No en un gran edificio. No en el miedo a los cuchillos y el hierro al rojo vivo. No en pagar tributos a tu templo porque todos los demás los pagan. Sólo en el hecho de que el Gran Dios Om de verdad existe.

Y ahora ha despertado el interés de la mente más repulsiva que he visto nunca, la de alguien que mata personas para ver si mueren. Una persona del tipo águila si es que alguna vez hubo una.

Om se dio cuenta de que estaba oyendo una especie de murmullo.

Brutha yacía de bruces sobre la cubierta.

—¿Qué estás haciendo? —Brutha volvió la cabeza.

—Rezando.

—Eso está bien. ¿Y qué pides?

—¿No lo sabes?

—Oh.

Si Brutha muere…

La tortuga se estremeció dentro de su caparazón. Si Brutha moría, entonces ya podía oír en los oídos de su mente el silbido del viento en las abrasadoras profundidades del desierto.

Que era adonde iban a parar los dioses menores.

¿De dónde vienen los dioses? ¿Adónde van? El filósofo de las religiones Koomi de Smale intentó responder a estas preguntas en su libro Ego-Video Liber

Deorum, el cual podría traducirse en lengua vernácula como Dioses: una guía para el observador.

La gente decía que tenía que haber un Dios Supremo porque de lo contrario cómo podía existir el universo, ¿eh? Y por supuesto que estaba claro que tenía que haber, dijo Koomi, un Ser Supremo. Pero dado que el universo estaba un tanto liado, también era obvio que el Ser Supremo no lo había creado. Si lo hubiese creado y siendo Supremo, entonces habría hecho un trabajo mucho mejor y se hubiese esmerado bastante más, tomando un ejemplo al azar, en cosas como el diseño de la fosa nasal común. O, para decirlo de otra manera, la existencia de un reloj bastante mal montado probaba la existencia de un relojero ciego. Bastaba con mirar alrededor para ver que se podían introducir mejoras en todas partes.

Aquello sugería que el universo probablemente había sido montado con cierto apresuramiento por un subordinado mientras el Ser Supremo no estaba mirando, de la misma manera en que las minutas de la Asociación de Jóvenes Exploradores salen de fotocopiadoras de oficina esparcidas por todo el país.

Así pues, razonó Koomi, elevar plegarias al Ser Supremo no era muy buena idea. Con eso sólo conseguirías atraer su atención, y podías acabar metiéndote en un buen lío.

Y con todo parecía haber un montón de dioses menores sueltos por ahí. La teoría de Koomi era que los dioses surgen, crecen y prosperan porque se cree en ellos. La creencia es el alimento de los dioses. Inicialmente, cuando la humanidad vivía en pequeñas tribus primitivas, había millones de dioses. Ahora tendía a haber sólo los pocos muy importantes: los dioses locales del trueno y el amor, por ejemplo, tendían a juntarse como charcos de mercurio conforme las pequeñas tribus primitivas se iban uniendo y se convertían en enormes, poderosas tribus primitivas provistas de armas más sofisticadas. Pero cualquier dios podía participar en la competición. Cualquier dios podía empezar siendo pequeño. Cualquier dios podía crecer en estatura a medida que se incrementaban sus creyentes, y empequeñecerse a medida que estos disminuían. Era como un gran juego de serpientes y escaleras.

A los dioses les gustaban los juegos, con tal que fueran ganando.

La teoría de Koomi se basaba en buena medida en la herejía gnóstica, que tiende a poner patas arriba la totalidad del multiuniverso cada vez que los hombres se levantan después de haber estado arrodillados y empiezan a pensar durante dos minutos seguidos, aunque la conmoción de la altitud repentina tiende a hacer que los procesos mentales sean un poco precarios. Pero pone muy nerviosos a los sacerdotes, los cuales tienden a expresar su disgusto de la manera tradicional.

Cuando la Iglesia omniana se enteró de lo que había dicho Koomi, lo exhibió públicamente en cada una de las poblaciones del imperio de la Iglesia para demostrar los fallos esenciales que contenían sus argumentos.

Había un montón de poblaciones, así que tuvieron que cortarlo en trocitos muy pequeños.

Hilachas de nubes se deslizaban por el cielo. Las velas crujían bajo el viento que se estaba levantando, y Om podía oír los gritos de los marineros mientras estos trataban de ir más deprisa que la tormenta.

Iba a ser una gran tormenta, incluso para aquello a lo que estaban acostumbrados los marineros. Espuma blanca coronaba las olas.

Brutha roncaba en su nido.

Om escuchó a los marineros. No eran hombres aficionados a los sofismas. Alguien había matado una marsopa, y todo el mundo sabía qué significaba eso. Significaba que iba a haber una tormenta. Significaba que el barco se hundiría. Era simple causa y efecto. Era peor que mujeres a bordo. Era peor que un albatros.

Om se preguntó si las tortugas podían nadar. Las tortugas podían nadar, de eso estaba bastante seguro. Pero las muy desgraciadas tenían que cargar con el caparazón.

Habría sido demasiado pedir (incluso suponiendo que un dios hubiera tenido alguien a quien pedírselo) que un cuerpo diseñado para moverse por un erial reseco poseyera cualquier propiedad hidrodinámica aparte de las necesarias para hundirse hasta el fondo.

Oh, bueno. Qué se le iba a hacer. Om seguía siendo un dios. Tenía ciertos derechos.

Se deslizó a lo largo de un rollo de soga y reptó cautelosamente hasta el borde de la bamboleante cubierta, donde apoyó su concha en una cuaderna para poder mirar hacia abajo y contemplar las revueltas aguas.

Después habló en una voz inaudible para nada que fuese mortal.

La forma de agua subió hasta el nivel de la cubierta y una vez allí se mantuvo a la altura de Om.

Después desarrolló una cara y abrió una boca.

—¿Y bien? —dijo.

—Saludos, oh Reina del… —comenzó Om. Los ojos de agua se posaron en él.

—Pero si no eres más que un dios menor. ¿Y te atreves a invocarme?

El viento ululaba entre los cordajes.

—Tengo creyentes, así que tengo el derecho —dijo Om. Hubo la más breve de las pausas. Después la Reina del Mar dijo:

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