El grupo se detuvo en lo alto de una colina y lo contempló.
—Nos hemos ablandado y estamos corrompidos —dijo Vorbis—. En eso nos hemos convertido, Brutha.
—Sí, señor Vorbis.
—Y nos hemos abierto a la influencia perniciosa. El mar, Brutha. Baña costas impías, y da origen a ideas peligrosas. Los hombres no deberían viajar, Brutha. La verdad está en el centro. El error se va infiltrando en ti a medida que viajas.
—Sí, señor Vorbis.
Vorbis suspiró.
—En tiempos de Ossory nos hacíamos a la mar solos en botes hechos con pieles e íbamos allí donde nos llevaran los vientos del Dios. Así es como debería viajar un hombre santo.
Una minúscula chispa de desafío en Brutha declaró que, personalmente, correría el riesgo de sufrir un poquito de corrupción a cambio de viajar con dos cubiertas entre sus pies y las olas.
—He oído decir que en una ocasión Ossory fue a la isla de Erebos navegando sobre una rueda de molino —se atrevió a decir por aquello de mantener la conversación.
—Nada es imposible para aquellos que tienen fe —dijo Vorbis.
—Pruebe a encender una cerilla rascándola contra un trozo de gelatina, caballero.
Brutha se puso rígido. Vorbis tenía que haber oído la voz. Era imposible que no la hubiera oído.
La Voz de la Tortuga acababa de ser oída en la tierra.
—¿Quién es este memo?
—Adelante —dijo Vorbis—. Veo que nuestro amigo Brutha arde en deseos de subir a bordo. El caballo avanzó al trote.
—¿Dónde estamos? ¿Quién es ese tipo? Aquí dentro hace un calor infernal, y te aseguro que sé muy bien de qué estoy hablando.
—¡Ahora no puedo hablar! —siseó Brutha.
—¡Este repollo huele peor que un pantano! ¡Hágase la lechuga! ¡Háganse tajadas de melón!
Los caballos avanzaron a lo largo del muelle y fueron conducidos por la pasarela uno a uno. Para aquel entonces la caja estaba vibrando. Brutha lanzaba miradas culpables a su alrededor, pero nadie más se estaba dando cuenta. A pesar de su tamaño, era fácil pasar por alto a Brutha. Prácticamente todo el mundo tenía cosas mejores que hacer con su tiempo que fijarse en alguien como Brutha. Incluso Vorbis lo había desconectado, y estaba hablando con el capitán.
Brutha encontró un sitio cerca del extremo puntiagudo, donde una de las cosas que sobresalían y estaban llenas de velas le proporcionaba un poco de intimidad. Después, con cierto temor, abrió la caja.
La tortuga habló desde el interior de su concha.
—¿Hay algún águila por los alrededores? —Brutha examinó el cielo.
—No.
La cabeza asomó de la concha.
—Tú… —comenzó a decir.
—¡No podía hablar! —dijo Brutha—. ¡Había gente conmigo en todo momento! ¿No puedes… leer las palabras en mi mente? ¿No puedes leer mis pensamientos?
—Los pensamientos mortales no son así —dijo Om secamente—. ¿Crees que es como ver palabras pintándose a sí mismas a través del cielo? ¡Ja! Es como buscarle sentido a un montón de hierbajos. Intenciones, sí.
Emociones, sí. Pero pensamientos no. La mitad del tiempo ni tú mismo sabes en qué estás pensando, así que no veo por qué debería saberlo yo.
—Porque eres el Dios —dijo Brutha—. Abismo, capítulo LVI, versículo 17: «Om conoce cuanto hay en la mente mortal, y no hay secretos para Él».
—¿Abismo era el que tenía los dientes hechos migas?
Brutha bajó la cabeza.
—Oye, yo soy lo que soy —dijo la tortuga—. No puedo evitar que la gente piense otras cosas.
—Pero sabías lo que yo estaba pensando… en el huerto… — murmuró Brutha.
La tortuga titubeó.
—Eso era distinto —dijo —. No eran… pensamientos. Eso era culpabilidad.
—Creo que el Gran Dios es Om, y creo en Su justicia —dijo Brutha—. Y seguiré creyendo, digas lo que digas y seas lo que seas.
—Me alegra oírlo —dijo la tortuga—. No pierdas de vista ese pensamiento. ¿Dónde estamos?
—En un barco —dijo Brutha—. En el mar. Balanceándonos.
—¿Vamos a ir a Efebia en un barco? ¿Qué tiene de malo el desierto? —Nadie puede atravesar el desierto. Nadie puede vivir en el corazón del desierto.
—Yo lo hice.
—Sólo son un par de días de travesía. —El estómago de Brutha se bamboleó, a pesar de que la embarcación apenas si había dejado atrás el muelle—. Y dicen que el Dios…
—…yo…
—… va a mandarnos buenos vientos.
—¿Eso voy a hacer? Oh. Sí. Cuando se trata de buenos vientos, no hay nadie mejor que yo. El mar estará como una balsa de aceite hirviendo durante toda la travesía, no te preocupes.
—¡Oye, lo de que el aceite estaría hirviendo sólo era una broma! ¡Te juro que no hablaba en serio!
Brutha se agarraba al mástil.
Pasado un rato un marinero vino, se sentó encima de un rollo de soga y lo observó con interés.
—Puede soltarlo, padre —dijo —. Se aguanta solo.
—El mar… Las olas… —murmuró Brutha, hablando con infinita cautela a pesar de que ya no le quedaba nada que vomitar.
El marinero escupió con expresión pensativa.
—Cierto —dijo —. Verá, han de tener esa forma para que puedan encajar con el cielo.
—¡Pero el barco cruje!
—Cierto. Lo hace.
—¿Quieres decir que esto no es una tormenta? —El marinero suspiró y se fue.
Pasado un rato más, Brutha se atrevió a correr el riesgo de soltarse. Nunca se había sentido tan mal.
No era sólo el mareo. Lo peor era que no sabía dónde estaba. Y Brutha siempre había sabido dónde estaba.
Dónde estaba, y la existencia de Om, habían sido las dos únicas certezas de su vida.
Era algo que compartía con las tortugas. Observa andar a cualquier tortuga, y verás que se para periódicamente mientras archiva los recuerdos de lo que lleva de viaje. No por nada, en otro lugar del multiuniverso, los pequeños artefactos para viajar controlados por artefactos pensantes eléctricos son conocidos con el nombre de «tortugas».
Brutha sabía dónde estaba recordando dónde había estado, algo que hacía mediante el recuento inconsciente de los pasos dados y las cosas más notables que iba viendo. En algún lugar dentro de su cabeza había una hebra de memoria que, si la hubieras conectado directamente a lo que fuese que controlaba sus pies, habría hecho que Brutha retrocediera por todos los pequeños senderos de su existencia hasta llegar al lugar en el que había nacido.
Habiendo perdido el contacto con el suelo encima de la superficie mutable del mar, la hebra de Brutha ondulaba sin nada a lo que sujetarse.
Dentro de su caja, Om se bamboleó y tembló al compás de los movimientos de Brutha mientras Brutha se tambaleaba a través de la cubierta en movimiento y llegaba a la barandilla.
Para cualquiera que no fuese el novicio, la embarcación surcaba las olas en un día ideal para navegar. Las aves marinas revoloteaban sobre su estela. Lejos hacia un lado de ella —babor o estribor—, un banco de peces voladores salió a la superficie en un intento de escapar a las atenciones de unos cuantos delfines. Brutha contempló las siluetas grises que zigzagueaban por debajo de la quilla en un mundo donde nunca tenían que contar nada.
—Ah, Brutha —dijo Vorbis —. Dando de comer a los peces, veo.
—No, señor —dijo Brutha —. Estoy vomitando, señor.
Se volvió.
Vio al sargento Simonía, un joven musculoso con la expresión impasible del soldado verdaderamente profesional. Estaba con alguien a quien Brutha reconoció vagamente como la sal número uno o cualquiera que fuese su título. Y también estaba allí el exquisidor, sonriendo.
—¡Él! ¡Él! —gritó la voz de la tortuga.
—Nuestro joven amigo no es muy buen marino —dijo Vorbis.
—¡Él! ¡Él! ¡Lo reconocería en cualquier parte!
—Me conformaría con no ser un marino, señor —dijo Brutha, y sintió temblar la caja cuando Om empezó a dar saltos dentro de ella.
—¡Mátalo! ¡Busca algo afilado! ¡Arrójalo por la borda!
—Ven a la proa con nosotros, Brutha —dijo Vorbis —. Según el capitán, hay muchas cosas interesantes que ver.
El capitán esbozó la sonrisita congelada de alguien que se encuentra atrapado entre una espada y una pared.
Vorbis siempre podía encargarse de proporcionarte ambas cosas.
Brutha siguió a los otros tres, y se atrevió a murmurar:
—¿Qué ocurre?
—¡El! ¡El calvo! ¡Arrójalo al mar!
Vorbis se medio volvió, percibió la atención avergonzada de Brutha y sonrió.
—Ensanchará nuestros horizontes mentales, de eso estoy seguro —dijo. Se volvió nuevamente hacia el capitán y señaló un gran pájaro que estaba planeando sobre las olas.
—El Albatros Inútil —dijo el capitán de inmediato —. Vuela desde el Cubo hasta el Bo… —titubeó, pero Vorbis estaba contemplando la vista con aparente afabilidad.
—¡Me puso panza arriba y me dejó al sol! ¡Fíjate en su mente!
—De un polo del mundo al otro, cada año —dijo el capitán, que estaba sudando ligeramente.
—¿De veras? —dijo Vorbis —. ¿Y por qué lo hace? —Nadie lo sabe.
—Exceptuando al Dios, por supuesto —dijo Vorbis. El rostro del capitán se había vuelto de un amarillo enfermizo.
—Por supuesto. Ciertamente —dijo.
—¿Brutha? —gritó la tortuga—. ¿Me estás escuchando?
—¿Y allí arriba? —preguntó Vorbis. El capitán siguió su brazo extendido.
—Oh. Peces voladores —dijo—. Pero en realidad no vuelan —añadió a toda prisa—. Sólo van acumulando velocidad dentro del agua y luego dan un buen salto.
—Una de las maravillas del Dios —dijo Vorbis —. Infinita variedad, ¿eh?
—Sí, desde luego —dijo el capitán.
El alivio empezaba a cruzar su rostro, como un ejército amigo.
—¿Y esas cosas de ahí abajo? —preguntó el exquisidor.
—¿Ellas? Marsopas —dijo el capitán—. Una especie de pez.
—¿Siempre nadan alrededor de los navíos de esta manera?
—A menudo. Sobre todo en las aguas más próximas a Efebia. Vorbis se inclinó sobre la barandilla y no dijo nada. Simonía miraba el horizonte con el rostro absolutamente inmóvil. Eso dejó un vacío en la conversación que el capitán, muy estúpidamente, trató de llenar.
—Siguen a los navíos durante días —dijo.
—Notable. —Otra pausa, un pozo de brea lleno de silencio listo para atrapar a los mastodontes del comentario hecho sin pensar. Exquisidores anteriores habían gritado y arrancado confesiones mediante alaridos y chillidos.
Vorbis nunca hacía eso. Se limitaba a cavar profundos silencios delante de las personas.
—Parecen gustarles —dijo el capitán. Miró nerviosamente a Brutha, que estaba intentando acallar la voz de la tortuga dentro de su cabeza. Allí no había ninguna ayuda disponible.
En vez de Brutha, fue Vorbis quien acudió en su auxilio.
—Eso debe de resultar muy útil en los viajes largos —dijo.
—Uh. ¿Sí? —dijo el capitán.
—Desde el punto de vista de las provisiones —dijo Vorbis.
—Mi señor, no acabo de…
—Debe de ser como disponer de una despensa ambulante — dijo Vorbis.
El capitán sonrió.
—Oh, no, señor. No los comemos.
—¿Seguro que no? Pues yo diría que tienen aspecto de ser bastante apetitosos.
—Oh, pero ya conocéis el viejo dicho, señor…
—¿Dicho?
—Oh, dicen que después de morir, las almas de los marineros se convierten en…
El capitán vio el abismo delante de él, pero la frase ya se había precipitado en la negrura impulsada por una horrible inercia propia.
Durante un rato no hubo más sonido que el siseo de las olas, el chapoteo distante de las marsopas y el retumbar con que el corazón del capitán hacía temblar el cielo.
Vorbis se apoyó en la barandilla.
—Pero por supuesto nosotros no somos presa de tales supersticiones —dijo lánguidamente.
—Bueno, por supuesto que no —dijo el capitán, agarrándose a aquella paja—. Charlas de marineros, ya se sabe. Si vuelvo a oírlo decir alguna vez, mandaré azotar al que…
Vorbis estaba mirando más allá de su oreja.
—¡Eh! ¡Sí, tú! —dijo.
Uno de los marineros asintió.
—Tráeme un arpón —dijo Vorbis.
La mirada del hombre fue de Vorbis al capitán y después se apresuró a obedecer la orden.
—Pero, ah, uh, su señoría no debería tratar de practicar semejante deporte —dijo el capitán—. Ah. Uh. Un arpón es un arma realmente peligrosa en manos no adiestradas. Temo que podríais haceros daño…
—Pero es que no seré yo quien lo use —dijo Vorbis.
El capitán bajó la cabeza y tendió la mano para recibir el arpón.
Vorbis le dio una palmadita en el hombro.
—Y después almorzaréis con nosotros —dijo —. ¿Verdad que sí, sargento? Simonía saludó.
—Como usted diga, señor.
—Sí.
Brutha estaba tumbado entre velas y cordajes en algún lugar debajo de la cubierta. Hacía calor, y el aire olía como huele el aire de cualquier lugar que ha llegado a estar en contacto con una sentina.
Brutha no había comido en todo el día. Al principio estaba demasiado mareado para hacerlo, y después simplemente no había comido.