—¿De veras? Según las palabras del profeta Ishkible, en verdad que un hombre no necesita ningún camello para llegar al infierno, ni caballo ni mula; porque un hombre puede ir al infierno cabalgando sobre su lengua —dijo Brutha, permitiendo que un leve temblor de desaprobación se infiltrara en su voz.
—¿Algún viejo profeta ha dicho algo sobre los bastardos entrometidos que acaban consiguiendo que les calienten las orejas a puñetazos? —preguntó el soldado.
—«Ay de aquel que alce su mano contra su hermano, tratándolo como haría con un infiel» —dijo Brutha—.
Eso es de Ossory, Preceptos XI, versículo 16.
—«No me toques más las narices y olvida que nos has visto porque de lo contrario te encontrarás metido en un buen lío, amigo mío». Sargento Aktar, capítulo I, versículo 1 —dijo el soldado.
Brutha frunció el ceño. De aquel sí no se acordaba.
—Vete —dijo la voz del Dios dentro de su cabeza—. No te busques problemas.
—Espero que tu viaje resulte agradable —dijo Brutha cortésmente —. Cualquiera que sea el destino.
Retrocedió y fue hacia la puerta.
—Un hombre que tendrá que pasar algún tiempo en los infiernos correctores, si es que yo entiendo de esas cosas —dijo. El dios no dijo nada.
El grupo que iría a Efebia estaba empezando a congregarse. Brutha se hizo a un lado y trató de no estorbar. Vio a una docena de soldados montados, pero a diferencia de los jinetes de los camellos, estos llevaban la reluciente cota de láminas y las capas negras y amarillas que normalmente sólo eran lucidas por los legionarios en ocasiones especiales. Brutha pensó que tenían un aspecto muy impresionante.
Y al final, uno de los sirvientes del establo fue hacia él.
—¿Qué estás haciendo aquí, novicio? —quiso saber.
—Voy a ir a Efebia —dijo Brutha.
El hombre lo miró y después sonrió.
—¿Tú? ¡Pero si ni siquiera has sido ordenado! ¿Vas a ir a Efebia?
—Sí.
—¿Qué te hace pensar eso?
—El hecho de que yo le dije que iría a Efebia —dijo la voz de Vorbis, detrás del hombre—. Y aquí está, del todo obediente a mis deseos.
Brutha se encontraba lo bastante cerca del hombre para verle bien la cara. El cambio que tuvo lugar en su expresión fue como ver una ondulación de grasa atravesando un estanque. Después el sirviente de los establos se volvió como si tuviera los pies clavados a un torno.
—Mi señor Vorbis —dijo untuosamente.
—Y ahora necesitará una montura —dijo Vorbis.
El rostro del encargado de los establos se había puesto amarillo de puro miedo.
—Será un placer. El mejor corcel que hay en el est…
—Mi amigo Brutha es un hombre humilde ante Om —dijo Vorbis —. No pedirá más que una mula, de eso no me cabe ninguna duda. ¿Brutha?
—Yo… no sé montar, mi señor —dijo Brutha.
—Cualquier hombre puede montar una mula —repuso Vorbis —. A menudo, hasta puede montarla muchas veces en una distancia bastante corta. Y ahora, se diría, ¿estamos todos aquí?
Dirigió un enarcamiento de ceja al sargento de la guardia, quien saludó.
—Esperamos al general Fri’it, mi señor —dijo.
—Ah. Sargento Simonía, ¿no?
Vorbis tenía una memoria tremenda para los nombres. Se los sabía todos. El sargento palideció un poco, y después saludó marcialmente.
—¡Sí! ¡Señor!
—Partiremos sin el general Fri’it —dijo Vorbis.
La P de «Pero» se enmarcó a sí misma en los labios del sargento, y allí se desvaneció.
—El general Fri’it tiene otros asuntos que atender —dijo Vorbis—. Asuntos muy urgentes y de la máxima importancia. Sólo él puede atenderlos.
Fri’it abrió los ojos en un espacio gris.
Podía ver la habitación alrededor de él, pero sólo borrosamente y como una serie de contornos trazados en el aire.
La espada…
Había dejado caer la espada, pero quizá podría volver a encontrarla. Dio un paso adelante, sintiendo una tenue resistencia alrededor de los tobillos, y miró hacia abajo.
Allí estaba la espada. Pero sus dedos pasaron a través de ella. Era como estar borracho, pero Fri’it sabía que no estaba borracho. Ni siquiera estaba sobrio. Estaba… súbitamente muy despejado.
Se volvió y contempló la cosa que había obstaculizado brevemente su avance.
—Oh —dijo.
—BUENOS DÍAS.
—Oh.
—AL PRINCIPIO SIEMPRE HAY UN POCO DE CONFUSIÓN. ES DE ESPERAR.
Fri’it, horrorizado, vio cómo la alta figura negra atravesaba el muro gris.
—¡Espera!
Una calavera envuelta en una capucha negra asomó del muro.
—¿SÍ?
—Eres la Muerte, ¿verdad?
—CIERTAMENTE.
Fri’it hizo acopio de lo que quedaba de su dignidad.
—Te conozco —dijo —. Me he enfrentado a ti muchas veces.
La Muerte lo miró en silencio durante unos momentos que se hicieron muy largos.
—NO, NO LO HAS HECHO —dijo finalmente.
—Te aseguro que…
—TE HAS ENFRENTADO A HOMBRES. SI TE HUBIERAS ENFRENTADO A MÍ, TE ASEGURO QUE… LO HABRÍAS SABIDO.
—Pero ¿qué me va a ocurrir ahora?
La Muerte se encogió de hombros.
—¿NO LO SABES? —dijo, y desapareció.
—¡Espera!
Fri’it fue corriendo hacia el muro y se sorprendió al descubrir que no presentaba ninguna barrera. Se encontraba en un pasillo vacío. La Muerte se había esfumado.
Y entonces se dio cuenta de que aquel no era el pasillo que recordaba, con sus sombras y la aspereza de la arena debajo de sus pies.
Aquel pasillo no tenía un resplandor al final, uno que tiraba de él tan irresistiblemente como un imán tira de una limadura de hierro.
No podías aplazar lo inevitable. Porque tarde o temprano, llegabas al sitio al que lo inevitable simplemente iba y te esperaba allí.
Y aquello era lo inevitable.
Fri’it atravesó el resplandor para salir a un desierto. El cielo estaba oscuro y tachonado de grandes estrellas, pero aun así la negra arena que se perdía en la lejanía estaba brillantemente iluminada.
Un desierto. Después de la muerte, un desierto. El desierto. Nada de infiernos, todavía. Quizá hubiese esperanza.
Se acordó de una canción de su infancia. Curiosamente, aquella canción no hablaba de fulminar y aniquilar.
Nadie era pisoteado. No era una canción sobre Om, temible en Su rabia. Era una simple cancioncilla de confección casera, aterradora en su simple y melancólica repetición.
«Tendrás que ir a un desierto solitario…»
—¿Dónde está este lugar? —preguntó con voz enronquecida.
—NO ES NINGÚN LUGAR.
«Tendrás que recorrerlo tú solo…»
—¿Qué hay al final del desierto?
—EL JUICIO.
«Nadie puede recorrerlo por ti…»
Fri’it contempló aquel arenal interminable.
—¿Y he de cruzarlo solo? —murmuró —. Pero la canción dice que es el desierto terrible…
—¿SÍ? Y AHORA, SI ME DISCULPAS…
La Muerte se esfumó.
Fri’it respiró hondo, puramente por la fuerza de la costumbre. Quizá podría encontrar un par de rocas allá fuera.
Una roca pequeña que sostener y una roca grande detrás de la que esconderse, mientras esperaba la llegada de Vorbis…
Y ese pensamiento también era pura costumbre. ¿Venganza? ¿Aquí? Sonrió.
No seas bobo, hombre. Eras un soldado. Esto es un desierto. En vida atravesaste unos cuantos.
Y sobreviviste aprendiendo cómo eran. Hay tribus enteras que saben cómo vivir en las peores clases de desierto. Lamiendo agua del lado de las dunas en que hay sombra, esa clase de cosas… Lo consideran su hogar.
Ponías en un huerto lleno de verdor y pensarían que estabas loco.
El recuerdo llegó por sí solo: un desierto es lo que tú crees que es. Y ahora, puedes pensar con claridad…
Allí no había mentiras. Todas las fantasías se desvanecían. Eso era lo que ocurría en todos los desiertos. Sólo estabas tú, y aquello en lo que creías.
¿Qué es lo que he creído siempre? Que en conjunto, y básicamente, si un hombre vivía como era debido, no según lo que dijera cualquier sacerdote, sino según lo que parecía honesto y decente dentro, entonces al final, más o menos, todo saldría bien.
No podías poner eso en un estandarte. Pero el desierto ya no parecía tan terrible.
Fri’it echó a andar.
La mula era pequeña y Brutha tenía las piernas muy largas: si se hubiese molestado en hacer el esfuerzo, habría podido permanecer de pie y dejar que la mula saliera trotando de debajo de él.
El orden de marcha no era el que algunos hubiesen podido esperar. El sargento Simonía y sus soldados iban delante, a cada lado del camino.
Eran seguidos por los sirvientes, secretarios y sacerdotes menores. Vorbis iba en último lugar, allí donde un exquisidor cabalgaba por derecho propio, como un pastor que cuidara de su rebaño.
Brutha cabalgaba junto a él. Era un honor que hubiese preferido evitar. Brutha era una de esas personas capaces de sudar en un día de ventisca, y el polvo se iba depositando sobre él como una piel rugosa. Pero Vorbis parecía derivar una cierta diversión de su compañía. De vez en cuando le hacía preguntas:
—¿Cuántas leguas hemos recorrido, Brutha?
—Cuatro leguas y siete estadios, señor.
—Pero ¿cómo lo sabes?
Esa era una pregunta a la que Brutha no podía responder. ¿Cómo sabía que el cielo era azul? Simplemente era algo dentro de su cabeza. No podías pensar en cómo pensabas. Era como abrir una caja con la palanqueta que había dentro de ella.
—¿Y cuánto tiempo llevamos viajando?
—Un poco más de setenta y nueve minutos.
Vorbis rió. Brutha se preguntó por qué. El misterio no era por qué él recordaba, sino por qué todos los demás parecían olvidar.
—¿Tus padres poseían esta notable facultad?
Hubo un silencio.
—¿También eran capaces de hacerlo? —preguntó Vorbis pacientemente.
—No lo sé. Sólo estaba mi abuela. Tenía… una buena memoria. Para algunas cosas. —Las transgresiones, ciertamente—. Y muy buena vista y oído. —Lo que su abuela en apariencia era capaz de ver u oír a través de dos paredes, recordaba Brutha, sólo podía calificarse de fenomenal.
Brutha se volvió con cautela sobre la silla de montar. Una nube de polvo flotaba encima del camino a cosa de una legua por detrás de ellos.
—Ahí viene el resto de los soldados —dijo, sólo por conversar.
Aquello pareció sorprender a Vorbis. Quizá fuese la primera vez en años que alguien le dirigía una observación de manera inocente.
—¿El resto de los soldados? —dijo.
—El sargento Aktar y sus hombres, montados en noventa y ocho camellos con muchas cantimploras —dijo Brutha—. Los vi antes de que partiéramos.
—No los viste —dijo Vorbis —. No vienen con nosotros. Te olvidarás de ellos.
—Sí, señor. —La petición de hacer magia de nuevo.
Unos minutos después la nube lejana se apartó del camino y comenzó a subir por la larga cuesta que llevaba a las alturas del desierto. Brutha la observaba disimuladamente, y alzó los ojos hacia las montañas de las dunas.
Un puntito describía círculos sobre ellas.
Brutha se llevó la mano a la boca.
Vorbis oyó el jadeo ahogado.
—¿Qué te ocurre, Brutha? —preguntó.
—Acabo de acordarme del Dios —dijo Brutha, sin pensar.
—Siempre deberíamos acordarnos del Dios —dijo Vorbis—, y confiar en que Él está con nosotros en este viaje.
—Está, está —dijo Brutha, y la convicción absoluta que había en su voz hizo sonreír a Vorbis.
Brutha trató de oír la insistente voz interna, pero no había nada. Por un momento horrible se preguntó si la tortuga no se habría caído de la caja, pero un peso tranquilizador tiraba de la correa.
—Y debemos tener la certeza de que Él estará con nosotros en Efebia, entre los infieles —dijo Vorbis.
—Estoy seguro de que estará —dijo Brutha.
—Y prepararnos para la venida del profeta —dijo Vorbis.
La nube ya había llegado a lo alto de las dunas, y desapareció en la desolación silenciosa del desierto.
Brutha intentó expulsarla de su mente, lo que era como tratar de vaciar un cubo sumergido en el agua. Nadie podía sobrevivir en aquella parte del desierto. No eran sólo las dunas y el calor. Había terrores ocultos en su corazón llameante, donde ni siquiera las tribus enloquecidas iban nunca. Un océano sin agua, voces sin bocas…
Lo cual no quería decir que el futuro inmediato no contuviese terrores de sobra.
Brutha había visto el mar antes, pero los omnianos no eran muy amigos del mar. Eso quizá se debiera a que los desiertos resultaban más difíciles de atravesar. Con todo, mantenían dentro a la gente. Pero a veces las barreras del desierto eran un problema, y entonces tenías que conformarte con el mar.
Il-drim no era más que unos cuantos cobertizos alrededor de un muelle de piedra, en uno de cuyos atracaderos había una trirreme sobre la que ondeaba la oriflama sagrada. Cuando la Iglesia viajaba, los viajeros eran personas muy mayores, por lo que cuando la Iglesia viajaba generalmente lo hacía a lo grande.