Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Tortura a las personas —dijo con voz gélida.

—¡Oh, no! Eso lo hacen los inquisidores. Y además trabajan un montón de horas por no demasiado dinero, o eso dice el hermano Nhumrod. No, los exquisidores sólo… organizan las cosas. El hermano Nhumrod dice que todo inquisidor quiere llegar a ser exquisidor algún día. Por eso aguantan el tener que estar de guardia a todas horas. A veces pasan días enteros sin dormir.

—Torturando personas —dijo el Dios pensativamente. No, una mente como la de aquel hombre del huerto nunca cogería un cuchillo. Otros se encargarían de hacer eso por él. Vorbis disfrutaría con otros métodos.

—Les sacan la maldad y la herejía que llevan dentro —dijo Brutha.

—Pero las personas… quizá… ¿no sobreviven al proceso? — Pero eso no tiene importancia —se apresuró a decir Brutha—. Lo que nos sucede en esta vida no es realmente real. Puede que haya un poco de dolor, pero eso no tiene importancia. No si asegura menos tiempo en los infiernos después de la muerte.

—Pero ¿y si los exquisidores se equivocan? —preguntó la tortuga.

—No pueden equivocarse —dijo Brutha—. Son guiados por la mano de… por tu mano… tu pata delantera…quiero decir, tu uña —farfulló.

El único ojo de la tortuga parpadeó. Se estaba acordando del calor del sol, de la impotencia, y de una cara que la observaba no con ninguna crueldad sino, peor aún, con interés. Alguien viendo morir a algo sólo para averiguar cuánto tardaba. Recordaría esa cara en cualquier sitio. Y la mente que había detrás de ella, aquella mente que era como una bola de acero.

—Pero supón que algo fuese mal —insistió.

—No entiendo mucho de teología —dijo Brutha —. Pero el testamento de Ossory es muy claro al respecto.

Tienen que haber hecho algo, porque de otra manera tú en tu sabiduría no conducirías a la Quisición hacia ellos.

—¿De veras? —dijo Om, todavía pensando en aquella cara—. Entonces ellos tienen la culpa de que los torturen. ¿Realmente dije eso?

—«Somos juzgados en la vida igual que lo somos en la muerte…» Ossory III, capítulo VI, versículo 56. Mi abuela decía que cuando la gente muere y tiene que comparecer ante ti, antes atraviesa un desierto terrible y luego tú pesas su corazón en unas balanzas —dijo Brutha—. Y si el corazón pesa menos que una pluma, entonces se salvan de los infiernos.

—Santo yo —dijo la tortuga. Y añadió—: Muchacho, ¿se te ha ocurrido pensar que yo podría no ser capaz de hacer todo eso y además estar paseándome por aquí abajo con un caparazón puesto?

—Tú podrías hacer todo lo que quisieras —dijo Brutha.

Om alzó el ojo hacia Brutha.

Realmente cree, pensó. No sabe cómo mentir. La intensidad de la fe de Brutha quemaba como una llama.

—Tienes que llevarme a ese sitio que llaman Efebia —dijo con voz apremiante.

—Haré cualquier cosa que tú quieras que haga —respondió Brutha —. ¿Vas a purificarlo con la pezuña y la llama?

—Podría ser, podría ser —dijo Om —. Pero tienes que llevarme contigo. —Estaba tratando de mantener calmados sus pensamientos más íntimos, por si acaso Brutha los oía. «¡No me dejes tirado aquí!»

—Pero podrías llegar allí mucho más deprisa si te dejara —dijo Brutha —. En Efebia son muy perversos.

Cuanto más pronto sea limpiado, tanto mejor. Podrías dejar de ser una tortuga y volar allí como un viento abrasador y purificar la ciudad.

Un viento abrasador, pensó Om. Y la tortuga pensó en la desolación silenciosa de las profundidades del desierto, y en el parloteo y los suspiros de los dioses que se habían desvanecido para terminar siendo meros genios y voces en el aire.

Dioses que ya no tenían creyentes.

Ni siquiera uno. Con uno solo bastaba.

Dioses que habían sido superados.

Y lo en verdad importante de la llama de la fe de Brutha era esto: en toda la Ciudadela, en todo el día, era la única que había encontrado el Dios.

Fri’it estaba tratando de rezar.

Llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

Oh, por supuesto que estaban las ocho plegarias obligatorias de cada día, pero en la hora más tenebrosa de la noche Fri’it las reconocía como lo que realmente eran. Un hábito. Un momento para la reflexión, quizá. Y un método de medir el tiempo.

Se preguntó si había rezado alguna vez, si había abierto nunca su corazón y su mente a algo allí fuera, o allí arriba. Tenía que haberlo hecho, ¿verdad? Quizá cuando era joven. Ni siquiera podía acordarse. La sangre había disuelto los recuerdos.

La culpa era suya. Tenía que serlo. Ya había estado en Efebia antes, y la ciudad de mármol blanco edificada sobre su roca que dominaba el azul Mar del Círculo le había gustado bastante. Y había visitado Djelibeybi, aquellos locos en su pequeño valle fluvial que creían en dioses con cabezas raras y metían a sus muertos en pirámides. Incluso había estado en la lejana Ankh-Morpork, al otro lado del agua, donde estaban dispuestos a rendir culto a cualquier deidad con tal de que él o ella tuviera dinero. Sí, Ankh-Morpork, donde había calles y más calles de dioses, tan pegados los unos a los otros como las cartas en una baraja. Y ninguno de ellos quería prender fuego a ningún otro, o al menos no más de lo que era normalmente el caso en Ankh-Morpork. Sólo querían que los dejaran en paz, para que todo el mundo pudiera ir al cielo o al infierno a su manera.

Y esta noche había bebido mucho, de una reserva secreta de vino cuyo descubrimiento haría que fuese entregado a la maquinaria de los exquisidores en cosa de diez minutos.

Eso había que reconocérselo al viejo Vorbis. Hubo un tiempo en el que la Quisición era sobornable, pero aquello se acabó. El jefe exquisidor había vuelto a lo realmente básico. Ahora había una democracia de cuchillos afilados. Mejor que eso, de hecho. La búsqueda de la herejía se llevaba a cabo todavía más vigorosamente entre los niveles superiores de la Iglesia. Vorbis lo había dejado muy claro: cuanto más subías por el árbol, menos afilada tenía que ser la sierra.

Dadme esa religión de los viejos tiempos…

Volvió a cerrar los ojos, y lo único que pudo ver fue los cuernos del Templo, o sugerencias fragmentadas de la carnicería inminente, o… la cara de Vorbis.

Le había gustado aquella ciudad blanca.

Incluso los esclavos estaban razonablemente satisfechos. Había reglas sobre los esclavos. Había cosas que no podías hacerles a los esclavos. Los esclavos tenían un valor.

Allí había sabido de la Tortuga. Todo había parecido encajar. Suena lógico, había pensado. Tiene sentido. Pero con sentido o sin él, ese pensamiento lo estaba enviando al infierno.

Vorbis sabía de él. Tenía que saberlo. Había espías por todas partes. Sasho había sido útil. ¿Cuánto le había sacado Vorbis? ¿Había dicho Sasho lo que sabía? Por supuesto que habría dicho lo que sabía…

Algo se rompió dentro de Fri’it.

Miró su espada, colgada en la pared.

¿Y por qué no? Después de todo, iba a pasar toda la eternidad en un millar de infiernos…

El conocimiento era libertad, de cierta clase. Cuando lo mínimo que podían hacerte era todo, entonces lo máximo que podían hacerte dejaba de inspirar terror. Si lo iban a hervir por un cordero, ya puestos bien podían asarlo por una oveja.

Se levantó torpemente y, después de un par de intentos, descolgó el cinto de la espada de la pared. Los aposentos de Vorbis no quedaban muy lejos, si conseguía salvar los escalones. Un solo golpe, bastaría con eso.

Podía cortar en dos a Vorbis sin necesidad de esforzarse demasiado. Y quizá… quizá después no ocurriría nada.

Había otros que pensaban como él… en algún sitio. O, en todo caso, siempre podía bajar a los establos, estar muy lejos cuando amaneciera, llegar a Efebia, tal vez, atravesando el desierto.

Llegó a la puerta y buscó el pomo con manos torpes.

Este giró por sí solo.

Fri’it retrocedió tambaleándose mientras la puerta se abría hacia dentro.

Vorbis estaba de pie en el umbral. A la luz temblorosa de la lámpara de aceite, su rostro mostraba una cortés preocupación.

—Disculpad lo tardío de la hora, señor —dijo—. Pero he pensado que deberíamos hablar. Sobre mañana.

La espada cayó de la mano de Fri’it.

Vorbis se inclinó hacia adelante.

—¿Va todo bien, hermano? —preguntó.

Sonrió y entró en la habitación. Dos exquisidores encapuchados entraron detrás de él.

—Hermano —volvió a decir Vorbis. Y cerró la puerta.

—¿Qué tal se va ahí dentro? —preguntó Brutha.

—Voy a hacer más ruido que un guisante dentro de una olla —gruñó la tortuga.

—Podría poner un poco más de paja. Y, mira, tengo esto.

Un montón de cosas verdes cayeron sobre la cabeza de Om.

—De la cocina —dijo Brutha—. Mondas y repollo. Lo he robado — añadió—, pero después pensé que si lo hago por ti no puedo estar robando.

El fétido olor de las hojas medio podridas sugería que Brutha había cometido su crimen cuando las hortalizas ya iban de camino al estercolero, pero Om no lo dijo. No era el momento más apropiado.

—Claro —farfulló.

Tenía que haber otros, se dijo. Por supuesto. En el campo. Este lugar es demasiado sofisticado. Pero… había habido todos aquellos peregrinos enfrente del Templo. Aquellos no eran meros campesinos, sino los más devotos.

Aldeas enteras juntaban sus recursos para enviar a una persona que llevaría las peticiones de muchos. Pero no había habido la llama. Había habido miedo, y anhelo, y esperanza. Todas esas emociones tenían su sabor. Pero no había habido la llama.

El águila lo había dejado caer cerca de Brutha. Y al caer Om había… despertado. Podía recordar confusamente todo aquel tiempo pasado como una tortuga, y ahora recordaba haber sido un dios. ¿Hasta qué distancia de Brutha seguiría recordándolo? ¿A un kilómetro? ¿A diez kilómetros? ¿Cómo sería… sentir que el conocimiento se iba escurriendo de su mente, empequeñeciéndolo hasta que no fuese más que un insignificante reptil? Quizá habría una parte de él que siempre recordaría, impotentemente… Se estremeció.

En el momento actual Om era una caja de mimbre que colgaba del hombro de Brutha. La cesta no habría sido cómoda ni en las mejores circunstancias, pero ahora se estremecía ocasionalmente cada vez que Brutha pateaba el suelo con los pies para combatir el frío de antes del amanecer.

Pasado un rato llegaron algunos mozos de cuadra de la Ciudadela, con caballos. Brutha recibió unas cuantas miradas extrañadas. Les sonrió a todos. Parecía lo mejor que se podía hacer.

Empezaba a tener hambre, pero no se atrevía a abandonar su puesto. Le habían dicho que estuviera allí. Pero pasado un rato, los sonidos procedentes de detrás de la esquina hicieron que se desplazara unos cuantos metros para ver qué estaba ocurriendo.

El patio de aquella sección dibujaba una U alrededor de un ala de los edificios de la Ciudadela, y detrás de la esquina parecía como si otro grupo se estuviera preparando para emprender la marcha.

Los camellos no eran algo nuevo para Brutha. Había habido un par en la aldea de su abuela. Pero allí parecía haber centenares de ellos, quejándose como bombas mal engrasadas y oliendo como un millar de alfombras húmedas. Hombres vestidos con djelibas iban y venían por entre ellos y de vez en cuando los golpeaban con palos, que es el método aprobado de manejar a los camellos.

Brutha fue hacia el animal más próximo. Un hombre estaba sujetando cantimploras alrededor de su joroba.

—Buenos días, hermano —dijo Brutha.

—Vete a tomar viento —dijo el hombre sin volverse.

—El profeta Abismo nos dice (capítulo XXV, versículo 6): «Ay de aquel que profana su boca con maldiciones, pues sus palabras serán como polvo» —dijo Brutha.

—¿Eso dice? Bueno, pues él también se puede ir a tomar viento — dijo el hombre en un afable tono conversacional.

Brutha titubeó. Técnicamente, por supuesto, aquel hombre acababa de adquirir la posesión de un millar de infiernos y uno o dos meses de atenciones de la Quisición, pero ahora Brutha podía ver que era un miembro de la Legión Divina: entre las vestimentas del desierto había una espada medio escondida.

Y además tenías que ser un poco indulgente con los legionarios, de la misma manera en que tenías que serlo con los exquisidores. Su a menudo íntimo contacto con los impíos afectaba a sus mentes y ponía en peligro mortal a sus almas. Brutha decidió ser magnánimo.

—¿Y adónde vas a ir con todos esos camellos esta preciosa mañana, hermano?

El soldado ajustó una correa.

—Probablemente al infierno —dijo con una sonrisa sarcástica —. Justo detrás de ti.

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