Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Algún día —dijo una voz apagada desde abajo—, volveré a estar en forma y entonces lamentarás muchísimo haber dicho eso. Lo lamentarás durante muchísimo tiempo. Puede que incluso llegue al extremo de crear todavía más Tiempo sólo para que puedas lamentarlo dentro de él. O… No; te convertiré en una tortuga. A ver si te gusta, ¿eh? Ese silbido del viento alrededor de tu caparazón, el suelo que se va volviendo más grande a cada momento que pasa. ¡Eso sí sería un hecho interesante!

—Eso suena horrible —dijo la mujer, levantando la vista hacia la fija mirada del águila—. Me pregunto qué pasa por la cabeza de esa pobre criatura cuando la deja caer.

—Su caparazón, señora —dijo el Gran Dios Om, encogiéndose para tratar de meterse todavía un poco más hacia dentro del saliente de bronce.

El hombre de la bandeja parecía bastante abatido.

—Os diré lo que voy a hacer —murmuró —. Dos bolsitas de dátiles azucarados por el precio de una, ¿qué os parece? Y conste que eso es cortarme la mano que me da de comer.

La mujer miró la bandeja.

—¡Pero si hay moscas encima de todo! —dijo.

—Son pasitas, señora.

—¿Y entonces por qué se van volando? —quiso saber la mujer. El hombre bajó la mirada. Volvió a alzar los ojos hacia el rostro de la mujer.

—¡Un milagro! —exclamó, manoteando dramáticamente —. ¡El tiempo de los milagros ha llegado!

El águila se removió nerviosamente.

Reconocía a los humanos únicamente como secciones móviles del paisaje que, durante la estación en que las ovejas eran llevadas a pastar en lo alto de las colinas, podían ir asociadas al lanzamiento de piedras cuando el águila caía en picado sobre el corderito recién nacido, pero que por lo demás tenían tan poca importancia en el gran plan del mundo como los matorrales y las rocas. Pero el águila nunca había estado tan cerca de tantos de ellos. Sus ojos enloquecidos se movieron de un lado a otro.

En ese momento las trompetas resonaron a través del Lugar. El águila miró frenéticamente en torno a ella, forzando al máximo su diminuta mente depredadora en un intento de asimilar aquella repentina sobrecarga.

Alzó el vuelo. Los devotos trataron de apartarse de su camino mientras el águila caía en picado sobre las losas y después se elevaba majestuosamente hacia las torretas del Gran Templo y el caliente cielo.

Por debajo de ella, las puertas del Gran Templo, cada una de las cuales había sido hecha con cuarenta toneladas de bronce sobredorado, fueron abiertas por el hálito (se decía) del Gran Dios, y giraron sobre sus goznes pesada y —y esta era la parte sagrada— silenciosamente.

Las enormes sandalias de Brutha subían y bajaban sobre las losas. Brutha siempre invertía mucho esfuerzo en el correr; corría desde las rodillas hacia abajo, con las pantorrillas moviéndose como las ruedas de paletas de un gran barco fluvial.

Aquello era demasiado. Había una tortuga que decía que era el Dios, y eso no podía ser verdad excepto porque tenía que ser verdad, debido a lo que la tortuga sabía. Y Brutha había sido puesto a prueba por la Quisición. O algo por el estilo. En cualquier caso, no había sido tan doloroso como se le había inducido a esperar.

—¡Brutha!

El cuadrado, que solía hallarse animado por el susurro de un millar de plegarias, había quedado en silencio.

Todos los peregrinos se habían vuelto hacia el Templo.

Brutha, la mente hirviendo con los acontecimientos del día, se abrió paso a través de la súbitamente silenciosa multitud…

—¡Brutha!

Las personas disponen de amortiguadores de la realidad.

Es un hecho generalmente conocido por todos que nueve décimas partes del cerebro no se utilizan y, como la mayoría de los hechos generalmente conocidos por todos, también es falso. Ni siquiera el Creador más estúpido se tomaría la molestia de hacer que la cabeza humana fuese por el mundo cargando con un par de kilos de gelatina grisácea innecesaria si el único propósito real de dicha gelatina fuese, por ejemplo, servir de exquisitez gastronómica a ciertas tribus remotas que viven en valles todavía no explorados. Esas nueve décimas partes del cerebro sí que son utilizadas. Y una de sus funciones es hacer que lo milagroso parezca corriente y convertir lo desusado en usual.

Porque si no fuera así, entonces los seres humanos, enfrentados a la diaria prodigiosidad de todo, irían por ahí luciendo enormes sonrisas de imbecilidad similares a las que lucen los nativos de ciertas tribus remotas cuando las autoridades llevan a cabo una de sus incursiones ocasionales e inspeccionan el contenido de sus invernaderos de plástico verde. Siempre estarían diciendo «¡Ostras!». Y nadie trabajaría mucho.

A los dioses no les gusta que las personas no trabajen mucho. Las personas que no están ocupadas continuamente pueden empezar a pensar.

Una parte del cerebro existe para evitar que esto ocurra. Es muy eficiente. Puede hacer que una persona experimente aburrimiento en mitad de auténticas maravillas. Y el de Brutha estaba trabajando a un ritmo febril.

Por eso Brutha no se percató de inmediato de que había atravesado la última fila de peregrinos y había trotado hasta el centro de una ancha avenida, hasta que se volvió y vio venir a la procesión.

El cenobiarca volvía a sus aposentos, después de haber celebrado — o al menos de haber cabeceado distraídamente mientras su capellán se encargaba de celebrarlo por él— el servicio vespertino.

Brutha giró en redondo, buscando alguna escapatoria. Entonces hubo una tos junto a él y Brutha se encontró alzando la mirada hacia las furiosas caras de un par de soyes menores y, entre ellas, la expresión desconcertada y geriátricamente afable del cenobiarca en persona.

El anciano levantó la mano para bendecir a Brutha con los cuernos sagrados, y después dos miembros de la Legión Divina sujetaron por los codos al novicio y, al segundo intento, lo sacaron rápidamente de la ruta que iba a seguir la procesión y lo lanzaron hacia la multitud.

—¡Brutha!

Brutha cruzó corriendo la plaza hasta llegar a la estatua y se apoyó en ella, jadeando.

—¡Voy a ir al infierno! —murmuró —. ¡Para toda la eternidad!

—¿Ya quién le importa eso? Y ahora… sácame de aquí. —Nadie le estaba prestando ninguna atención. Todos estaban contemplando la procesión. El mero acto de ver pasar la procesión ya era sagrado. Brutha se arrodilló y atisbo por entre las volutas que envolvían la base de la estatua. Un ojo vidrioso le devolvió la mirada.

—¿Cómo has conseguido meterte ahí?

—Por los pelos, créeme —dijo la tortuga —. Te aseguro que cuando vuelva a estar en forma, las águilas serán rediseñadas muy a fondo.

—¿Qué está tratando de hacerte el águila? —preguntó Brutha.

—Quiere llevarme a su nido y darme de cenar —gruñó la tortuga—. ¿Qué crees que quiere hacer? —Luego hubo una corta pausa durante la que Om meditó en la futilidad del sarcasmo en presencia de Brutha: emplear el sarcasmo con él era como lanzarle merengues a un castillo —. Quiere comerme —añadió.

—¡Pero eres una tortuga!

—¡Soy tu Dios!

—Pero actualmente en la forma de una tortuga. Con una concha puesta, quiero decir.

—Eso a las águilas les da igual —dijo la tortuga sombríamente—. Te cogen, te suben hasta unos doscientos metros de altura y después… te dejan caer.

—Urrgh.

—No. Más bien… catacrac… y chof. ¿Cómo crees que he entrado aquí?

—¿Te dejaron caer? Pero…

—Caí sobre un montón de desperdicios en vuestro huerto. Las águilas son así, chico. Un lugar entero hecho de roca y pavimentado con roca encima de una gran roca, y van y fallan el blanco.

—Qué suerte. Una posibilidad entre un millón —dijo Brutha. —Nunca tuve estos problemas cuando era un toro —dijo la tortuga—. El número de águilas capaces de alzar el vuelo cargando con un toro puede contarse con los dedos de una cabeza. Y de todas maneras, aquí hay cosas peores que las águilas. Hay un…

—Estos bichos son muy sabrosos, sabes —dijo una voz detrás de Brutha.

Brutha se apresuró a levantarse, tortuga en mano y expresión de culpabilidad.

—Oh, hola, señor Dhblah —dijo.

En la ciudad todo el mundo conocía a Me-Corto-La-Mano Dhblah, suministrador de reliquias sagradas sospechosamente nuevas, golosinas sospechosamente viejas y rancias pinchadas en un palito, e higos grumosos que habían dejado muy atrás la fecha de caducidad. Dhblah era una especie de fuerza natural, igual que el viento.

Nadie sabía de dónde venía o adónde iba por la noche. Pero cada amanecer estaba allí, vendiendo cosas pegajosas a los peregrinos. Y los sacerdotes pensaban que obraba muy sabiamente actuando de aquella manera, porque la inmensa mayoría de los peregrinos habían venido allí por primera vez y por consiguiente carecían del requisito esencial necesario a la hora de tratar con Dhblah, que era la experiencia de haber tratado antes con él. El espectáculo de alguien que intentaba despegar una mandíbula de otra sin perder la dignidad era muy familiar en el Lugar. Más de un devoto peregrino, después de mil kilómetros de peligroso viaje, se veía obligado a formular su petición en el lenguaje de signos.

—¿Te apetece sorbete como postre? —preguntó Dhblah—. Sólo un céntimo el vaso, y conste que a ese precio me estoy cortando la mano que me da de comer.

—¿Quién es este imbécil? —preguntó Om.

—No voy a comérmela —se apresuró a decir Brutha.

—¿Vas a enseñarle algún truco, entonces? —dijo Dhblah con expresión dubitativa—. ¿Saltar a través de aros, esa clase de cosas?

—Líbrate de él —dijo Om—. Fulmínalo en la cabeza, qué sé yo, y esconde el cuerpo detrás de la estatua.

—¡Calla! —ordenó Brutha, comenzando a experimentar una vez más los problemas que surgen cuando estás hablando con alguien a quien nadie más puede oír.

—Hombre, tampoco hay por qué ponerse así —dijo Dhblah.

—No estaba hablando con usted —dijo Brutha.

—Hablabas con la tortuga, ¿verdad? —dijo Dhblah, y Brutha puso cara de que lo habían pillado—. Mi mami solía hablar con un jerbo —siguió diciendo Dhblah—. Los animalitos de compañía siempre son una gran ayuda en épocas de estrés. Y en épocas de escasez de alimentos también, por supuesto.

—Este hombre no es honrado —dijo Om—. Puedo leer su mente.

—¿Puedes?

—¿Que si puedo qué? —dijo Dhblah, ladeando la cabeza y mirando fijamente a Brutha—. Bueno, en todo caso te hará compañía durante el viaje.

—¿Qué viaje?

—A Efebia. La misión secreta para hablar con el infiel.

Brutha sabía que no debía sorprenderse. Las noticias circulaban por el mundo de la Ciudadela más deprisa que un incendio de las praderas después de una sequía.

—Oh —dijo —. Ese viaje.

—Dicen que Fri’it va a ir —dijo Dhblah—. Y… ese otro. La eminencia grasienta.

—El diácono Vorbis es una persona encantadora —dijo Brutha—. Ha sido muy bueno conmigo. Me dio algo de beber.

—¿Qué exactamente? Da igual —dijo Dhblah—. Claro que yo nunca diría una palabra contra él, eso por descontado —se apresuró a añadir.

—¿Por qué estás hablando con este estúpido? —quiso saber Om.

—Es… un amigo mío —dijo Brutha.

—Ojalá fuera amigo mío —dijo Dhblah—. Con amigos como Vorbis, nunca puedes tener enemigos. ¿Puedo tentarte con una sultana caramelizada? ¿Un pinchito?

Había otros veintitrés novicios en el dormitorio de Brutha, basándose en el principio de que dormir solo alentaba el pecado. Eso siempre dejaba un tanto perplejos a los novicios, dado que un momento de reflexión sugería que había gamas enteras de pecados que sólo estaban disponibles cuando tenías compañía. Pero eso se debía a que un momento de reflexión era el mayor de todos los pecados. Las personas a las que se permitía estar solas durante demasiado tiempo podían caer en la cavilación solitaria. Todo el mundo sabía que eso frenaba el crecimiento. Para empezar, podía hacer que te cortaran los pies.

Por eso Brutha tuvo que retirarse al huerto, con su Dios chillándole desde el bolsillo de su túnica, donde estaba siendo pinchado por un ovillo de cordel para atar matas, unas tijeras de podar y unas cuantas semillas sueltas.

Finalmente fue extraído del bolsillo.

—Mira, no he tenido ocasión de contártelo —dijo Brutha—. He sido elegido para formar parte de una misión muy importante. Voy a ir a Efebia, en una misión a los infieles. El diácono Vorbis me escogió. Es mi amigo.

—¿Quién es ese?

—Es el exquisidor jefe. Se… asegura de que eres adorado como es debido.

Om percibió el titubeo en la voz de Brutha, y se acordó de la reja. Y de todo el ajetreo que había debajo de ella…

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