Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Cómo lo sabes? No son nada comunes en la Ciudadela.

—Ya las había visto en una ocasión, mi señor.

—¿Cuándo fue?

El rostro de Brutha se frunció en una mueca de esfuerzo.

—No estoy seguro… —dijo.

El gordo miró a Vorbis y sonrió.

—Ja —dijo.

—Creo… —dijo Brutha— que fue por la tarde. Pero podría haber sido por la mañana. Alrededor de mediodía. El 3 de grune del año del Escarabajo Perplejo. Unos mercaderes vinieron a nuestra aldea.

—¿Qué edad tenías en aquel entonces? —preguntó Vorbis. —Me faltaba un mes para cumplir tres años, mi señor.

—No me lo creo —dijo el gordo.

La boca de Brutha se abrió y se cerró un par de veces. ¿Cómo lo sabía el gordo? ¡No había estado allí!

—Podrías estar equivocado, hijo mío —dijo Vorbis —. Eres un muchacho ya crecido de… ¿diecisiete, dieciocho años? Nos parece que realmente es imposible que te acuerdes de una moneda extranjera que viste durante unos momentos hace quince años.

—Pensamos que te lo estás inventando —dijo el gordo.

Brutha no dijo nada. ¿Por qué iba a inventarse lo que fuese? ¿Por qué inventárselo, cuando simplemente estaba sentado dentro de su cabeza?

—¿Puedes recordar todo lo que te ha ocurrido a lo largo de tu vida? —preguntó el hombre corpulento, que había estado observando a Brutha con atención durante todo el interrogatorio. Brutha se alegró de la interrupción.

—No, mi señor. Sólo la mayoría de las cosas.

—¿Olvidas cosas?

—Uh. A veces hay cosas de las que no me acuerdo.

Brutha había oído hablar del olvido, aunque le costaba imaginárselo. Pero había épocas de su vida, especialmente de los primeros años de ella, en las cuales no había… nada. No se trataba de un desgaste de la memoria, sino de grandes estancias cerradas con llave en la mansión de su recuerdo. No habían sido olvidadas, no más de lo que una habitación cerrada con llave cesa de existir, pero… cerradas con llave.

—¿Qué es lo primero que puedes recordar, hijo mío? —preguntó Vorbis afablemente.

—Había una luz intensa, y entonces alguien me pegó —dijo Brutha.

Los tres hombres lo miraron con ojos inexpresivos. Después se volvieron el uno hacia el otro. Brutha, a través de la congoja de su terror, oyó fragmentos de susurros.

«¿Qué podemos perder?» «Ridículo, y probablemente demoníaco…» «Hay muchas cosas en juego…» «Una posibilidad, y estarán esperando que nosotros…» Y así sucesivamente.

La mirada de Brutha recorrió la habitación.

El mobiliario no era una prioridad en la Ciudadela. Estanterías, taburetes, mesas… Entre los novicios corría el rumor de que los sacerdotes de lo más alto de la jerarquía tenían muebles de oro, pero aquí no había ni rastro de ellos. La estancia era tan severa como cualquier alojamiento de los novicios aunque poseía, quizá, una severidad más opulenta: más que la desnudez impuesta por la pobreza, lo que imperaba allí era una rigidez buscada.

—¿Hijo mío?

Brutha se apresuró a volver los ojos hacia el diácono. Vorbis miró a sus colegas. El hombre corpulento asintió.

El gordo se encogió de hombros.

—Ahora debes volver a tu dormitorio, Brutha —dijo Vorbis—. Antes de que te vayas, un sirviente te dará algo de comer y una bebida. Mañana al amanecer te presentarás en la Puerta de los Cuernos, y vendrás conmigo a Efebia. Habrás oído hablar de la delegación a Efebia, ¿no?

Brutha meneó la cabeza.

—Quizá no hay razón por la que hubieras debido —dijo Vorbis—. Vamos a hablar de asuntos políticos con el Tirano. ¿Entiendes? Brutha meneó la cabeza.

—Bien —dijo Vorbis —. Muy bien. Oh, y… ¿Brutha?

—¿Sí, mi señor?

—Olvidarás esta reunión. No has estado en esta habitación. No nos has visto aquí.

Brutha lo miró. Aquello no tenía ningún sentido. No podías olvidar cosas con sólo desearlo. Algunas cosas se olvidaban a sí mismas —las cosas que había dentro de aquellas habitaciones cerradas con llave—, pero eso era debido a algún mecanismo al cual él no podía acceder. ¿Qué querría decir aquel hombre?

—Sí, mi señor —dijo.

Parecía lo más sencillo.

Los dioses no tienen a nadie a quien rezarle.

El Gran Dios Om fue hacia la estatua más próxima, avanzando poco a poco con el cuello estirado mientras aquellas patas tan poco eficientes subían y bajaban frenéticamente. Daba la casualidad de que la estatua era él mismo como un toro pisoteando a un infiel, aunque eso no lo consoló demasiado.

Sólo era cuestión de tiempo antes de que el águila dejara de describir círculos y bajara en picado.

Om sólo llevaba tres años siendo una tortuga, pero junto con la forma había heredado una cierta reserva de instintos, y muchos de ellos giraban alrededor del terror más total y absoluto hacia la única criatura salvaje que había encontrado una manera de comer tortuga.

Los dioses no tienen nadie a quien rezarle.

Om estaba deseando que no fuera aquel el caso.

Pero todo el mundo necesita a alguien.

—¡Brutha!

Brutha no tenía muy claro cuál iba a ser su futuro inmediato. Era evidente que el diácono Vorbis lo había eximido de sus obligaciones como novicio, pero no tenía nada que hacer durante el resto de la tarde.

Gravitó hacia el huerto. Había matas de judías que atar, y Brutha agradeció que las hubiera. Con las judías siempre sabías qué terreno pisabas. No te decían que hicieras cosas imposibles, como por ejemplo olvidar.

Además, si iba a ausentarse durante una temporada, entonces tendría que cubrir los melones y explicarle unas cuantas cosas a Lu-Tze.

Lu-Tze iba incluido con los huertos.

Cada organización cuenta con alguien como él. Pueden estar manejando una escoba en oscuros pasillos, o vagando entre los estantes al fondo de las tiendas (donde son la única persona que sabe dónde está lo que sea) o mantener alguna clase de relación ambigua pero claramente esencial con el cuarto de calderas. Todo el mundo sabe quiénes son y nadie se acuerda de una época en la que no estuvieran allí, o sabe adónde van cuando no están, bueno, allí donde están habitualmente. De vez en cuando, ciertas personas ligeramente más observadoras que la inmensa mayoría de las personas, algo que pensándolo bien no es demasiado difícil, se paran a pensar en ellas… y después pasan a hacer alguna otra cosa.

Lo más curioso, en particular dado su silencioso deambular de huerto en huerto por toda la Ciudadela, era que Lu-Tze nunca demostraba mucho interés por las plantas. Lo suyo era el suelo, el estiércol, el abono, el polvo y el mantillo, y los medios de trasladar todas esas cosas de un sitio a otro. Generalmente estaba manejando una escoba, o removiendo un montón de abono. Una vez que alguien ha echado semillas en algo, deja de interesarse por ese algo.

Cuando Brutha entró en el huerto, Lu-Tze estaba rastrillando los senderos. El rastrillar senderos era algo que siempre se le había dado muy bien. Dejaba pequeñas pautas y delicadas curvas que resultaban muy relajantes.

Cuando andaba por ellos, Brutha siempre se sentía tentado de pedir disculpas por pisarlos.

Casi nunca hablaba con Lu-Tze, porque con Lu-Tze en realidad daba igual lo que se le dijera. El anciano siempre se limitaba a asentir y sonreía en cualquier caso.

—Estaré fuera durante algún tiempo —dijo Brutha, hablando en voz muy alta y articulando con claridad cada palabra—. Espero que envíen a algún otro para que cuide de los huertos, pero hay algunas cosas que es necesario hacer…

Asentimiento, sonrisa. El anciano lo siguió pacientemente a lo largo de las hileras mientras Brutha iba hablando de judías y de hierbas.

—¿Entiendes? —preguntó Brutha después de diez minutos de aquello.

Asentimiento, sonrisa. Asentimiento, sonrisa, seña con la mano.

—¿Qué?

Asentimiento, sonrisa, seña con la mano. Asentimiento, sonrisa, seña con la mano, sonrisa.

Lu-Tze fue con sus pasitos de cangrejo ermitaño hasta la pequeña área situada al fondo del huerto amurallado que contenía sus montículos, las tablas de las macetas y todos los otros cosméticos de la belleza hortícola. Brutha sospechaba que el anciano dormía allí.

Asentimiento, sonrisa, seña con la mano.

Junto a un rimero de palos para judías, un par de caballetes sostenían una mesa puesta al sol. La mesa estaba tapada con una esterilla de paja y encima de la esterilla había media docena de rocas puntiagudas, ninguna de las cuales tendría más de un palmo de altura.

Alrededor de ellas se habían dispuesto muy cuidadosamente unos cuantos palitos. Delgados trocitos de madera daban sombra a algunas partes de las rocas. Pequeños espejos metálicos dirigían la luz del sol hacia otras áreas.

Conos de papel situados en ciertos ángulos parecían estar canalizando la brisa hacia puntos muy precisos.

Brutha nunca había oído hablar del arte del bonsái, y de cómo se aplicaba a las montañas.

—Son… muy bonitas —dijo sin saber qué cara poner.

Asentimiento, sonrisa, coger una pequeña roca, tómala, tómala.

—Oh, de verdad yo no podría… Tómala, tómala. Sonrisa, asentimiento.

Brutha tomó la montañita. Tenía una extraña, irreal pesadez: a su mano le parecía que pesaba cosa de medio kilo, pero dentro de su cabeza pesaba miles de toneladas muy, muy pequeñas.

—Uh. Gracias. Muchísimas gracias.

Asentimiento, sonrisa, un cortés empujoncito con la mano.

—Es muy… montañosa. Asentimiento, sonrisa.

—Y eso de la cima en realidad no puede ser nieve, ¿verdad?

—¡Brutha!

Brutha se apresuró a levantar la cabeza. Pero la voz había venido de dentro.

Oh, no, pensó con abatimiento.

Empujó la montañita hacia las manos de Lu-Tze.

—Pero, esto, guárdamela, ¿sí?

—¡Brutha!

Todo aquello había sido un sueño, ¿verdad? Antes de que yo fuera importante y los diáconos me hablaran.

—¡No, no ha sido ningún sueño! ¡Ayúdame!

Los suplicantes se dispersaron cuando el águila hizo una pasada por encima del Lugar de Lamentación.

Después viró, a un par de metros del suelo, y se posó en la estatua del Gran Om Pisoteando al Infiel.

Era un ave magnífica, de un marrón dorado y con los ojos amarillos, y examinó a la multitud con inexpresivo desdén.

—¿Es una señal? —preguntó un hombre con una pata de palo.

—¡Sí! ¡Una señal! —dijo una mujer joven junto a él.

—¡Una señal!

Los suplicantes se congregaron alrededor de la estatua.

—Es una plaga con alas, eso es lo que es —dijo una vocecita desde algún lugar alrededor de sus pies.

—Pero ¿una señal de qué? —dijo un anciano que llevaba tres días acampado en el cuadrado.

—¿Qué quieres decir con «de qué»? ¡Es una señal! —dijo el hombre de la pata de palo —. No tiene por qué ser una señal de nada en concreto. Preguntar de qué es una señal es una clase de pregunta bastante sospechosa.

—Tiene que ser una señal de algo —dijo el anciano —. Eso es un como-se-llame referencial. Un gerundio, eso.

Podría ser un gerundio.

Una flaca figura apareció en el borde del grupo, moviéndose subrepticiamente pero con una sorprendente rapidez. Llevaba la djeliba de las tribus del desierto, pero debajo de su cuello había una bandeja suspendida de una tira. Encima de la bandeja había una ominosa sugerencia de cosas dulces y pegajosas cubiertas de polvo.

—Podría ser un mensajero del mismísimo Gran Dios —dijo la mujer.

—Es una maldita águila, eso es lo que es —dijo una voz resignada desde algún punto en la base de la estatua.

—¿Dátiles? ¿Higos? ¿Sorbetes? ¿Reliquias sagradas? ¿Indulgencias frescas? ¿Lagartos? ¿Un pinchito? —preguntó el hombre de la bandeja esperanzadamente.

—Pues yo creía que cuando El aparecía en el mundo lo hacía como un cisne o un toro —dijo el hombre de la pata de palo.

—¡Ja! —dijo la voz de la tortuga sin que nadie le hiciera caso.

—Eso siempre me ha extrañado un poco —dijo un joven novicio al fondo de la multitud—. Quiero decir que…Bueno, ya sabéis… ¿Cisnes? Están un poco… faltos de virilidad, ¿no?

—¡Así seas lapidado hasta morir por haber blasfemado! — chilló la mujer—. ¡El Gran Dios oye cada palabra irreverente que sale de tus labios!

—¡Ja! —desde debajo de la estatua. Y el hombre de la bandeja avanzó un poquito más con su paso aceitoso, diciendo: «¿Delicias klatchianas? ¿Avispas con miel? ¡Compradlas ahora que están frías!»

—Aunque no le falta algo de razón —dijo el anciano con una voz entre pesadísima e incontenible—. Lo que quiero decir es que hay algo muy divino en un águila. La reina de las aves, si no me equivoco.

—No es más que un pavo adornado —dijo la voz que hablaba desde debajo de la estatua—. Con un cerebro del tamaño de una nuez.

—Un ave muy noble, el águila. Y muy inteligente, además — dijo el anciano—. Un hecho interesante: las águilas son las únicas aves que han encontrado una manera de comer tortuga. ¿Lo sabíais? Las cogen, vuelan hasta muy alto y las dejan caer sobre las rocas. El impacto rompe la concha, y así es como las abren. Asombroso.

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