Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

El país de Omnia está gobernado por una casta sacerdotal corrupta, monoteísta y que se dedica a controlar e intimidar a sus gentes así como conquistar a los diferentes países fronterizos con Omnia a la mayor gloria del dios Om. Esto es así hasta que el gran dios Om escoge a un elegido para manifestarse ante él. El elegido es un joven novicio analfabeto e inocentón, Brutha. (Esta es la novela número 13 del Mundodisco)

Título original: Small Gods

* * *

Y ahora consideremos el caso de la tortuga y el águila.

La tortuga es una criatura terrestre. No se puede vivir más cerca del suelo (sin estar debajo de él). Su horizonte no va más allá de unos centímetros. La velocidad que puede alcanzar es la que necesitas para perseguir y abatir a una lechuga. La tortuga ha sobrevivido mientras el resto de la evolución pasaba junto a ella y la dejaba atrás ya que, básicamente, era demasiado complicada de comer y no representaba una amenaza para nadie.

Y después tenemos al águila. Una criatura del aire y las alturas, cuyo horizonte se extiende hasta el límite del mundo. Ojos lo bastante agudos para detectar los movimientos de un animalito de voz chillona a medio kilómetro de distancia. Toda poder, toda control. La muerte súbita que llega volando. Uñas lo bastante afiladas para desayunarse cualquier cosa que sea más pequeña que ella y obtener, como mínimo, un desayuno rápido de cualquier cosa que sea mayor.

Y el águila pasará horas posada en un risco escrutando los reinos del mundo hasta detectar algún movimiento lejano, y en ese momento de pronto se concentrará, concentrará, concentrará en el pequeño caparazón que se mece entre los arbustos allá abajo en el desierto. Y entonces el águila se lanzará desde lo alto del risco…

Y un minuto después la tortuga descubre que el mundo se está alejando de ella. Y ve el mundo por primera vez, ya no a unos centímetros del suelo sino a doscientos metros, qué gran amiga tengo en el águila.

Y entonces el águila la suelta.

Y casi siempre la tortuga se precipita hacia su muerte. Todo el mundo sabe por qué la tortuga hace esto. La gravedad es una costumbre a la que cuesta mucho renunciar. Nadie sabe por qué el águila hace esto. No cabe duda de que hay un buen almuerzo en una tortuga pero, teniendo en cuenta el esfuerzo que requiere, la verdad es que hay un almuerzo mucho mejor en prácticamente cualquier otra cosa. Lo que ocurre es, simplemente, que las águilas disfrutan atormentando a las tortugas.

Pero el águila, por supuesto, no es consciente de que está tomando parte en una forma muy tosca de selección natural.

Algún día una tortuga aprenderá a volar.

La historia tiene lugar en tierras desérticas de tonos marrones y anaranjados. Cuándo comienza y cuándo termina ya es más problemático, pero al menos uno de sus comienzos tuvo lugar a miles de kilómetros de distancia, en las montañas que hay alrededor del Cubo. [1] Una de las preguntas filosóficas recurrentes es:

«¿Hace ruido un árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie para oírlo?» Lo cual dice algo acerca de la naturaleza de los filósofos, porque en un bosque siempre hay alguien. Puede que sólo sea un tejón que se pregunta qué habrá sido ese crujido, o una ardilla que no acaba de entender por qué de pronto todo el paisaje se está desplazando velozmente hacia arriba, pero es alguien. Como mínimo, y si el árbol ha caído hacia el interior del bosque, millones de dioses menores lo habrán oído.

Las cosas simplemente ocurren, una detrás de otra. Les da igual quién se entere. Pero la Historia… Ah, la Historia es otra cosa. La Historia tiene que ser observada. De otra manera no sería Historia. En el fondo no es más que… bueno, cosas que ocurren una detrás de otra.

Y, por supuesto, tiene que ser controlada. De lo contrario podría acabar convirtiéndose en cualquier cosa.

Porque la Historia, en contra de lo que afirman las teorías populares, es reyes y fechas y batallas. Y esas cosas tienen que ocurrir en el momento apropiado. Esto es difícil. En un universo caótico hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Es ridículamente fácil que el caballo de un general pierda una herradura en el peor momento, que alguien no entienda bien una orden, o que el portador del mensaje vital sea asaltado por unos hombres con palos y problemas financieros. Y después están las historias descabelladas, esos brotes parasitarios que crecen sobre el árbol de la Historia e intentan inclinarlo en algún sentido.

Así que la Historia tiene sus cuidadores.

Viven… bueno, a efectos prácticos viven allá donde son enviados, pero su hogar espiritual se encuentra en un valle escondido en las altísimas Montañas del Carnero de Mundo Disco, que es donde se guardan los libros de Historia.

No estamos hablando de libros donde los acontecimientos del pasado son clavados como otras tantas mariposas en un corcho, sino de los libros de los que se deriva la Historia. Hay más de veinte mil de ellos; cada uno mide tres metros de alto y está encuadernado en plomo, y las letras son tan pequeñas que tienen que ser leídas con lupa.

Cuando la gente dice «Está escrito…», está escrito aquí.

En realidad no hay tantas metáforas circulando por ahí como cree la gente.

Cada mes el abad y dos monjes van a la caverna en la que están depositados los libros. Antes eso era responsabilidad exclusiva del abad, pero se incluyó a otros dos monjes de confianza después del desafortunado caso del abad número 59, quien consiguió ganar un millón de dólares a base de pequeñas apuestas antes de que los otros monjes empezaran a sospechar.

Además, es peligroso entrar allí solo. La mera concentratividad de la Historia, rezumando silenciosamente para llover sobre el mundo, puede llegar a ser abrumadora. El tiempo es una droga. En cantidades excesivas, mata.

El abad número 493 entrelazó sus manos arrugadas y se dirigió a Lu-Tze, uno de sus monjes más veteranos. El aire puro y la vida tranquila del valle secreto hacían que todos los monjes fueran veteranos; además, cuando trabajas con el Tiempo cada día, siempre se te acaba pegando un poco.

—El lugar es Omnia —dijo el abad—, en la costa klatchiana.

—Me acuerdo —dijo Lu-Tze—. ¿No había allí un joven llamado Ossory?

—Las cosas deben ser… observadas cuidadosamente —dijo el abad —. Hay presiones. Libre albedrío, predestinación… el poder de los símbolos… el momento crucial… Bueno, ya sabes.

—No he estado en Omnia desde… oh, hará unos setecientos años —dijo Lu-Tze—. Un lugar muy seco. Y diría que no hay ni una tonelada de suelo bueno en todo el país.

—Bueno, tendrás que ir —dijo el abad.

—Me llevaré mis montañas —dijo Lu-Tze—. El clima les sentará bien.

Y también se llevó su escoba y su esterilla para dormir. Los monjes de la Historia no son muy aficionados a las posesiones. Han descubierto que la mayoría de las cosas acaban gastándose en un par de siglos.

Lu-Tze tardó cuatro años en llegar a Omnia. Por el camino tuvo que presenciar un par de batallas y un asesinato, ya que de otra manera no habrían sido más que acontecimientos casuales.

Era el Año de la Serpiente Nocional, o doscientos años después de la Declaración del Profeta Abismo.

Lo cual quería decir que la llegada del Octavo Profeta era inminente.

Eso era lo bueno de la Iglesia del Gran Dios Om. Tenía unos profetas muy puntuales. Podías poner en año tu calendario por ellos, siempre que dispusieras de uno lo bastante grande.

Y, como suele ocurrir en esos momentos en que se está esperando a un profeta, la Iglesia redoblaba sus habituales esfuerzos por ser santa. Era algo muy parecido al súbito ajetreo que tiene lugar dentro de cualquier gran organización cuando se espera la llegada de los auditores, pero aquí tendía a consistir en que se sospechara que ciertas personas se habían vuelto menos santas y se las ejecutara de cien ingeniosas maneras. Esto se considera un barómetro muy fiable del estado de la devoción individual en la mayoría de las religiones realmente populares. Entonces surge cierta tendencia a afirmar que las cosas están yendo cuesta abajo con una rapidez que no desentonaría en un campeonato nacional de tobogán, que la herejía debe ser extirpada de raíz, e incluso de brazo y pierna y ojo y lengua, y que ha llegado el momento de hacer borrón y cuenta nueva. Generalmente se considera que la sangre es el líquido que produce los mejores borrones.

Y ocurrió que en aquel entonces el Gran Dios Om habló a Brutha, el Elegido:

—¡Psst! —Brutha, que estaba en el huerto del Templo, se quedó inmóvil con la azada suspendida en el aire y miró alrededor.

—¿Es a mí? —preguntó.

La primavera menor acababa de empezar y hacía un día magnífico. Las ruedas de oraciones giraban alegremente, impulsadas por la brisa que bajaba de las montañas. Las abejas ganduleaban alrededor de los arbustos de las judías, aunque procuraban zumbar como locas para dar la impresión de que estaban trabajando duro. Un águila solitaria describía círculos en las alturas.

Brutha se encogió de hombros y volvió a concentrarse en los melones.

Y así fue como el Gran Dios Om volvió a hablar a Brutha, el Elegido:

—¡Psst! —Brutha titubeó. No cabía duda de que algo le había hablado desde el aire. Quizá fuera un demonio. El hermano Nhumrod, el maestro de los novicios, tenía mucho que decir sobre el tema de los demonios. ¿Pensamientos impuros y demonios? Todo el mundo sabía que una cosa llevaba a la otra. Brutha era incómodamente consciente de que probablemente ya iba siendo hora de que le tocara algún demonio.

En esos casos había que mostrar firmeza de ánimo y repetir los Nueve Aforismos Fundamentales.

Y una vez más el Gran Dios Om habló a Brutha, el Elegido:

—¿Estás sordo, muchacho? —La azada chocó contra el suelo recalentado. Brutha se volvió. Estaban las abejas, el águila y, al fondo del huerto, el viejo hermano Lu-Tze removiendo distraídamente el montón de estiércol con una horquilla. Las ruedas de oraciones giraban tranquilizadoramente a lo largo de los muros.

Brutha hizo el signo con que el profeta Ishkible había ahuyentado a los espíritus.

—Atrás, demonio —murmuró.

—Ya estoy detrás de ti.

Brutha se volvió una vez más, moviéndose muy despacio. El huerto seguía vacío.

Huyó.

Muchas historias comienzan mucho antes del principio, y la de Brutha tuvo sus orígenes miles de años antes de su nacimiento.

En el mundo hay billones de dioses. Hay más dioses que mosquitos en un pantano. La inmensa mayoría de ellos son demasiado pequeños para verlos y nunca llegan a ser adorados, al menos por nada más grande que las bacterias, las cuales nunca dicen sus oraciones y no son lo que se dice demasiado exigentes en cuestión de milagros. Son los dioses menores, los espíritus de los lugares donde se cruzan los caminos de dos hormigas, los dioses de los microclimas que hay entre las raíces de las hierbas. Y la mayor parte de ellos se quedan así.

Porque les falta fe.

Un puñado de ellos, no obstante, terminan subiendo de categoría. El cambio puede ser provocado por cualquier cosa. Un pastor busca a una oveja perdida, la encuentra entre los zarzales y dedica un par de minutos a levantar un montoncito de piedras en señal de agradecimiento general a cualquier espíritu que pueda haber por ahí. O un árbol de forma peculiar llega a ser asociado con una cura para la enfermedad. O alguien talla una espiral encima de una piedra solitaria. Porque lo que necesitan los dioses es que crean en ellos, y lo que quieren los humanos es dioses.

La cosa suele detenerse ahí. Pero a veces va más lejos. Más rocas son añadidas, más piedras son levantadas, un templo es edificado allí donde antes se alzaba el árbol. El dios se vuelve más fuerte y la fe de sus adoradores lo impulsa hacia arriba como mil toneladas de combustible para cohetes. Para unos cuantos, el cielo es el límite.

Y a veces ni siquiera eso.

El hermano Nhumrod estaba luchando con los pensamientos impuros en la intimidad de su severa celda cuando oyó la ferviente voz que procedía del dormitorio de los novicios.

El joven Brutha estaba prosternado delante de una estatua de Om en Su manifestación como rayo, temblando y balbuceando fragmentos de oraciones.

Había algo inquietante en ese muchacho, pensó Nhumrod. Era la forma en que te miraba cuando le hablabas, como si realmente te estuviera escuchando.

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