El viejo se acercó a la hoguera, dobló el traje en cuatro y lo acomodó sobre el fuego. Las llamas lo envolvieron inmediatamente como si se hundiera en el agua y empezó a pegar reventones. Don Carmen tuvo que alejarse para que no lo alcanzaran los chispazos.
Estela abrió los ojos y gritó. Empezó a corcovear. Nos sacudía como a un trapo, pero no la soltamos.
—El fuego llama a este traje —dijo don Carmen—, porque los dos tienen la misma naturaleza.
Y agregó:
—Si mañana la muchacha no amanece curada, está perdida.
Cuando el disfraz se redujo a un puñado de ceniza tornasolada sobre las brasas, Estela quedó exánime.
Don Carmen habló con Juan y Osvaldo. Les pidió que se retiraran y volvieran al otro día.
Esa noche la velé, atontado por los continuos golpes de las ventanas que batían como alas monstruosas. Estela canturreaba, soñaba con los ojos abiertos una música terrorífica. Alguien pulsaba su alma desgarrándola con arcos filosos y antiguos.
Hacia las tres de la madrugada, las paredes empezaron a temblar. Don Carmen, que había permanecido algo apartado, en cuclillas, alzó la cabeza y me miró.
—El demonio arremete —dijo—. No quiere dejarla.
Algunos revoques se desprendieron de la juntura entre el techo y la pared y cayeron sobre nosotros.
Don Carmen, cubierto de polvo, se puso en pie y empezó a golpear el aire con su cinto de cuero.
Fue una noche pavorosa, de formas desconocidas. Otro mundo abría sus puertas. El diablo se estremecía y nos hacía escuchar sus rugidos. A veces, la voz gruesa con que Estela había estado hablando esos días sonaba fuera de su cuerpo, en el patio o en algún rincón de la casa.
Como a las cinco de la mañana, súbitamente, las garras de todo aquel aire demente que nos oprimía se aflojaron. Fueron absorbidas desde una abertura que no logré localizar.
Creo que el golpe de vacío, la ausencia de lo demoníaco, la atmósfera sorpresivamente fresca, fue lo que nos desmayó y nos precipitó al sueño por unas horas.
Los primeros chispazos del alba me hicieron abrir los ojos. Me vi tirado en el piso, junto a la cama de mi novia. No quise ni mirarla siquiera.
Gateé hasta don Carmen, que dormía ovillado, y lo desperté.
La habitación empezó a llenarse de silbos de pájaros y luz blanca.
El viejo se levantó y caminó hasta donde se hallaba Estela. Lo seguí, pero me quedé unos pasos más atrás.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Está despierta —dijo él.
Me asomé por el hombro de don Carmen y encontré a una Estela que ya casi tenía olvidada, con el rostro sereno y limpio, aunque exhausto por el trajín de los días pasados.
Extendió su mano para alcanzar la mía. Me aproximé y se la tomé.
Ella murmuró algo que no pude entender; me contempló dulcemente un rato. Después ya no recuerdo.
Don Carmen y Estela cuentan que yo empecé a hablar con una voz gruesa que no era mía.
Así es la milonga
En el cabaruti la joda estaba más o menos. Después las pibas vinieron a morfar con nosotros al camión. Cebaron mate y nos cagamos de la risa. A mí me tocó una macanuda. Meta chupa y baile. A la final, terminamos llorando abrazados, sabé qué cosa, yo le conté de mi mujer y mi hija, de lo que las extraño. Porque te juro, hermano, si hay algo que me revienta del mionca es que no puedo estar más tiempo con ellas. La mina también tenía lo suyo. El viejo que la mataba a golpe y se rajó de la casa con un punto, que a la final la recagó y la dejó pagando en un cuartucho de lo peor. Sin guita para el alquiler ni pa’ el morfi, tuvo que salir a yirar. Uno llega a hacer cada cosas. No te imaginás. Una piba fenómena, fijate. Lo único que había querido en su vida era un compañero y muchos hijos, una casita en las afueras con un gallinero en el fondo. Y mirá cómo terminó. Sí, no me mirés así, es cierto, me lo contó ella. Ahí donde vo está sentado ahora, me pasó un mate y me dijo: “Tu mujer sí que tiene suerte. Debe ser una gran tipa. Me gustaría ser su amiga”. En el cabaré ese, trabaja desde hace dos años, no le va mal. Lo viste. Ese que está sobre la ruta, un quilómetro antes del boliche donde te levanté. Te confieso que al principio no sabía si llevarte o no. Los mochileros nunca me gustaron mucho. En serio. A un chabón amigo que subió a uno de ustede, lo enterraron hace un mes con un buraco en el marote. No, ya sé que no son todo iguales. A vo te vi con esa cara, con lo pelo chorreando, debajo de la lluvia, que pensé, este tipo no puede ser malo. Bah, no mucho, por lo menos. Y qué vacé, así é la milonga. Querés que prenda la radio. A mí me da lo mismo. Estoy acostumbrado a manejar con cualquier cosa. El muchacho que va adelante —hace años que viajamos juntos— dice que yo tengo pasta de camionero. Que pareciera como que, no sé, yo hubiera nacido pa’ esto. Y qué querés que te diga, no es por mandarme la parte, pero tiene razón. Cuando me subo a un camión me trasformo. Soy otro. Siento como que nada me puede parar, como que esto es un camino que no termina y yo me largo con todo como si fuera un tobogán hasta el horizonte y a la final no hay nada. Solamente camino, pibe. Camino, camino y meta camino. A vos te debe parecer una locura. Y sí, un poco pirado estoy; igual que todos, bah. Debe ser por eso que estoy seguro que algún día voy a tener mi propio mionca. Juntando los mangos, en dos o tres años… quién te dice. El muchacho que va adelante me dijo: “Pibe, vos podés tener tu mionca. ¿Sabés por qué? Porque naciste para esto”.
¿Viste a mi familia? Acá tengo una foto. Mirá la nena. Dicen que es igualita a mí, pobrecita. Dió no lo permita. Yo soy más fulero. Aunque así como ves, las minas me dan bastante bola. Un brillo en los ojos me ha dicho alguna. Yo qué sé. Para mí que todos, todos los puntos, hasta el más jodido, tiene su pinta. ¿Cuántos años me das? ¿Cuarenta? No, tengo veintinueve. La panza, puede ser. En el camión es difícil mantenerse. Antes hice de todo. Un tiempo trabajé de fletero. Le llevaba los instrumentos a una orquesta. El que la dirigía era un tano. Macanudo, el tipo. No me acuerdo del nombre. Los iba a buscar a eso de las siete y los llevaba al boliche donde tenían que tocar. Ahí esperaba hasta que terminaran. Tres, cuatro, cinco de la mañana. Un día lo fui a ver al tano y no estaba. Me atendió la mujer. Así, en camisón. Se le veía todo debajo. Le dije que iba a volver, porque era para arreglar la hora del sábado. Me dijo que no, que pasara, que iba a llegar en seguida. Mirá, no sé cómo fue, pero al rato estábamos bailando juntos, bien apretados. El tano no vino; andaba por Bahía Blanca. Yo dormí esa noche con la mina en su casa. Te juro que sentí no sé qué, una especie de culpa. A la final, era la mujer de otro. El tano no tenía idea de nada, el tipo vivía para la música. Cómo tocaba el hijo de, no sabé, tocaba todo y con cualquier instrumento. Era un capo. Le daba a esa especie de trompeta con forma rara que tiene teclas. Sexo, saxo, cómo es. Yo me quedaba igual que un tonto escuchándolo. Ése te sacaba música de las piedras. Te juro, hermano, yo lo quería al tano pero le voltiaba la jermu.
Si yo fui mujeriego al mango. Con la que es ahora mi esposa, estuve diez años de novio. No me decidía, qué querés. Me gustaba de alma el tango, el rioba, que la vieja me cebara mate los domingos. ¿Te embola que te cuente? Si no hablo me duermo, y si te dormís en esta vida, te das la torta con otro mionca. Sabé la de tipos que he visto sacar de cabinas reventadas. Parecían pajaritos adentro de una jaula desarmada, atravesados por lo barrote.
Ahora que te veo al lado mío, me hacés acordar al Luisito, un muchacho que era ¿cómo se llaman esos que tienen los brazos medios duros acá? Estáticos, no, hepáticos, no, tampoco, espásticos, eso; pero éste además tenía los brazos más cortos y las manitos así, que casi le salían de los hombros. No, no lo tomés mal. Me hiciste acordar porque viajó de lechuza conmigo mucho tiempo. Lechuza, acompañante, ceba mate al que maneja, ayuda, qué sé yo. Era un pibe del rioba, no conseguía laburo y me dio no sé qué. Le dije que se viniera, como lechuza. Resultó bárbaro, a la final le tomé cariño, qué querés. Un día lo llevé al cabaruti, ahí yo conocía a todas las minas. Agarré una, la mejor, la más gamba, le di un toco de guita y le dije : “Al pibe me lo tratás bien. Pero bien bien, nada de una cosa así nomás. Le hacés la francesa, la completa, el 69, lo que él quiera. Te lo dejo. Yo vengo a buscarlo más tarde”. A la noche , cuando volví, Luisito estaba frapé frapé, enloquecido. La mina vino a verme y me reconoció: “La verdá, que el pibe se pasó, es un fenómeno. Hicimos de todo”.
Después, Luisito la quería seguir. Vamo a otro cabaré, decía. No estaba cansado, el loco. Todavía me acuerdo, con las manitos así, como alita. Era un espetáculo.
Ahora está metido con un puto, un homosesual. El tipo le garpa todo. Una vez lo llevó a Mendoza, le pagó alojamiento, comida, todo. Y el viaje en avión. Y allá, vos sabé, se peliaron. Y Luisito que le decía que le diera para el pasaje de vuelta, que se quería volver. El coso estaba desesperado. A la final se arreglaron. Que espetáculo. En qué andará ahora. Sé que sigue con el homosesual que lo mantiene, pero de vez en cuando, se voltea una mina.
Quevasacé. En la vida tenés que hacer cosa que a lo mejor no te gustan. No todo sale como esperás. Así como me ves, a mí también… Qué, te dormiste. Eh, muchacho… Como un tronco. Y bueno, mejor que no escuchés lo que iba a contar. La naturaleza es sabia, porque si no… Yo también me he metido en cada una.
En fin, qué vida esta. No sabés cuándo volvés a tu casa. Ahora en Palpalá, por ahí engancho otro viaje y después de ése, otro y otro. Y ya que estás, te conviene agarrar; pero yo igual, por adentro estoy deseando que no se dé nada, así vuelvo y veo la flía. La última vez, el único que salió a recibirme fue el perro. Y qué querés, nadie me esperaba; hacía dos meses que no me veían el pelo. No reconocieron ni el motor del mionca. Me quedé ahí como media hora en la puerta, acariciando al perro, pensando cómo encontraría todo. Me daba vergüenza entrar, no sabía qué decir. Dos meses es un toco, hermano. Y yo que no escribo mucho. Capaz que había otro punto que ocupaba mi lugar. Sabía que no podía ser, pero pensaba que me lo habría merecido. Igual hubiera armado un escándalo de la samputa. Me veía, che, como si estuviera pasando, sacudiéndole un roscazo a mi mujer, y acogotándolo al punto mientras la nena lloraba a grito pelado. Por suerte, nada que ver. Vos sabé, abrí la puerta y entré. Estaban las dos solitas mirando televisión. Ni bien me vieron corrieron como locas a recibirme. Papi papito, gritaba la gorda. Nos quedamos los tres ahí abrazados, qué sé yo cuánto tiempo, llorando a moco tendido como infelice. Estaba tan embalado que les prometí por todo lo santo que había sido mi último viaje, que los mango que traía poníamos un almacén en el cuarto de adelante y a otra cosa. Después qué querés, se enfrió todo, me hice el sota y no se habló más del asunto. La verdá, que yo no puedo vivir sin el mionca. A mí me hacés quedar en la casa y me muero. No sé ni arreglar un enchufe. A mí me gusta esto, aunque a vece chille. Soy más piantado… ¿Sabé por lo que se me da? Te vas a reír, pero cuando estoy solo me trasformo. Te juro, soy un mostro. Entonces meto la pata a fondo, y me importa un carajo la carga o el camión. Lo único que necesito es camino. Camino hasta el horizonte y que cuando se termina el mundo, no haya nada. Un precipicio sin fondo.
Es tan rara la vida. Qué vacé. Ah, te despertás. Muy bonito. Yo te levanto para conversar un rato y vos te dormís como un marmota. Pero no importa, la naturaleza es sabia. A veces hablo por de más. ¿Te animás a calentar agua para hacer unos mates? Por lo menos, voy a tener un lechuza hasta que te bajés, como cuando me acompañaba Luisito. Total, vos vas hasta Palpalá; después, sabe Dió. Capaz que me subo otro lechuza para charlar. Qué vacé. Así es la milonga.
Flores
Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A del bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.