Luego de desperezarme abrí la puerta del baño, siempre con la imagen de Silvia en la cabeza.
Me puse a entonar una melodía vieja, de mi época de bailes; mientras hacía girar las llaves de la ducha. Primero la caliente, luego la fría para graduar la temperatura.
Entré a la bañadera. Sólo perturbaba mi bienestar el nombre Mirisini. Me pregunté si podrían existir tipos así en la realidad. Las gotas se hundían en mis cabellos y resbalaban por el cuerpo. La vida, por fin, iba volviendo a su verdadera dimensión; me sentía ya más afirmado en mi personalidad: mi pequeño hijo, la casa de campo, el trabajo de vendedor, aparecieron claros, tangibles.
Al salir de la ducha, me di cuenta de que había olvidado traer la toalla y llamé a Milena para que me alcanzara una. Escuché varios pasos antes de que llegara. Estaba en la cocina, pensé.
La vi asomarse por el marco y estirar la mano. Recogí la toalla; le agradecí tirándole un beso.
Ella desapareció y empecé a secarme. Algo me trajo de nuevo el recuerdo de Silvia. Algo en el perfume de la toalla.
Me acerqué al vidrio de la ventanita que estaba encima de la bañadera y pasé mi palma para limpiarlo. Miré hacia el jardín.
Creo que imaginé la escena antes de verla. En el baldío de enfrente, había una camioneta azul estacionada. El asiento del acompañante lo ocupaba un hombre maduro de rostro conocido, que me contemplaba a su vez, estupefacto. Era el hombre del retrato, Nicanor; el marido de Silvia en el sueño.
Simultáneamente, los dos buscamos al conductor. Y al no encontrar a nadie en su lugar, sospecho que comprendimos: había sido Mirisini quien trajo a Nicanor hasta Arsénico y ahora ya estaría lejos, fuera de nuestro alcance, aproximándose a su mujer.
La posesión
Los cuatro volvíamos de un baile de carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta.
Serían las tres de la madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles.
En el cruce, Osvaldo y Juan se detuvieron.
Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.
—Bueno, aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.
—Nos vemos mañana —respondí.
No pregunté adónde iban, porque quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría separado de ellos mucho antes.
—Pórtense bien —dijo Juan.
Los dos me dieron la mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.
—Adiós —balbuceó Osvaldo.
Juan eructó.
Tenían una linda macha.
Los empujé con suavidad.
—Váyanse —dije.
—Adiós.
Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y doblaban una esquina.
Miré el cielo. Suspiré.
Abracé a Estela y le pregunté si me amaba.
Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con que me dobló la cabeza.
—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse.
Me asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos.
La sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado de la ruta.
—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insultó masticando repulsivamente unas palabras que no comprendí.
Dio media vuelta y empezó a alejarse del pueblo. La alcancé, la agarré del brazo y la tironeé. Ella giró la cabeza y se rió.
—Qué me vas a poder a mí —dijo, y me arrastró unos metros.
Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí miedo.
—Shh. Vienen chicos.
Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le acomodó en los rasgos que yo le conocía y pareció debilitarse. Tuve que sujetarla para que no cayera al suelo.
Los chicos pasaron riendo. Iban tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo. Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia fijos en mí.
—¿Estás bien? —le pregunté con temor.
Ella sólo me observaba, en silencio. La acaricié. Estuvimos así unos segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una carcajada.
Se incorporó.
—Yo te puedo a vos —dijo con voz gruesa.
Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza era brutal, no pudo desprenderse.
—Quedate quieta —le ordené.
—Soltame que te mato.
—Si te quedás quieta, te suelto.
Yo la sentía jadear agitada; algo pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada. Deposité su cuerpo relajado sobre la arena.
Permanecí a su lado un rato para verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una vieja rezadora.
La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga por la puerta entornada.
—¿Qué hay? —preguntó.
Le expliqué lo que sucedía, pero con la agitación no podía hablar con claridad.
Al fin, le hice entender que Estela estaba mal y me dijo que la aguardara.
Doña Sara salió en seguida, cubierta con una manta.
Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más detalles del extraño comportamiento de mi novia.
Desde lejos, antes de que llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear.
La alcanzamos y empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos.
Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.
—Déjenme, mierdas —gritaba Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho, pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas.
La vieja sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos.
Alguna gente había acudido y nos contemplaba.
La vieja recogió un poco de agua del frasco entre los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del frasco. El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra.
Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan.
De pronto, Estela se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos. Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos, como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla.
La llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una mosca.
Se detuvo a unos tres metros de altura, quedó allí con los dedos crispados como garras en las salientes de los adobes. Así petrificada estuvo unos minutos; nosotros la mirábamos desde abajo como opas, sin saber qué hacer.
Muy lentamente fue cerrando los ojos y cayó al piso, desmayada. Apenas hicimos a tiempo para atajarla.
Doña Sara nos dijo que la acostáramos junto al altar y que rezáramos con ella. Luego de cada frase le arrojaba agua bendita. Estela corcoveaba y se retorcía como si quisiera liberarse de algo. Con los muchachos tratábamos de sujetarle las piernas y los brazos, pero ella despedía un sudor resbaloso y se nos escurría como un pez.
Hacia el amanecer su cuerpo se sosegó.
Estábamos todos agotados. Nadie hablaba.
A eso de las ocho de la mañana, Estela despertó quejándose suavemente. Le dolía la cabeza y preguntaba qué le pasaba.
La ayudamos a incorporarse y la sacamos de la iglesia, casi cargándola. Nos abrimos paso hasta la calle, eludiendo las miradas de la gente que nos aguardaba afuera. El aire pareció reanimarla y nos pidió que la soltáramos.
—Quiero ir a casa a dormir —dijo, apoyando su cabeza en mi hombro.
Rodeé su cintura y la besé en el pelo.
Alguien había traído un auto para llevarla, pero ella dijo que prefería caminar. Insistí en que subiera, porque la veía muy cansada.
Retrocedió un paso con el cuerpo electrizado. El cabello se le embraveció.
—Te voy a romper la cara —dijo con voz gruesa. Sus labios habían adquirido un color violeta y mostraba los dientes amarillos al reír.
—La llevemos con don Carmen —dijo Sara, como apelando a una última esperanza.
Don Carmen era un curandero que vivía en un rancho detrás de la vía.
La cercamos entre varios y la agarramos. Ella pataleaba y nos tiraba mordiscones que tratábamos de evitar desesperadamente. Creo que todos temíamos que nos pudiera contagiar.
Fue un viaje penoso, la arrastramos en el límite de nuestras fuerzas. Atravesamos un campo a pleno sol por un sendero solitario. Los árboles tenían formas terribles, parecían llamaradas del infierno ondulando en el viento.
Al llegar a la casa de don Carmen, uno de los muchachos la soltó un segundo para llamar. Estela aprovechó el descuido y con un cabeceo de víbora me mordió en el hombro. Fue como si me hubieran quemado con un hierro de marcar hacienda.
Don Carmen salió y nos indicó que la metiéramos adentro.
Pasamos entre un catre con frazadas viejas y trastos de cocina mal apilados sobre una mesada. Arrojamos a Estela en un rincón y nos apartamos. Ella se incorporó mostrando los dientes como un perro.
El viejo se aproximó, rezando con mucha tranquilidad. Sacó un crucifijo largo y se lo mostró. Ella retrocedió insultando y haciendo gestos hasta que chocó con la pared. Se puso en cuclillas y se achicharró.
Salí al patio y revisé mi hombro: me había arrancado un pedazo. La herida no era profunda, pero tenía los bordes negros y despedía un olor dulzón a carne chamuscada.
Doña Sara mezcló en una botella el agua bendita que le quedaba con un poco de alcohol. Embebió un trapo y me fregó.
Pegué un grito.
Mis amigos y yo permanecimos en el rancho. Doña Sara se fue esa misma tarde y no volvimos a verla. Tal vez reconocía la autoridad de don Carmen y no quería interferir.
Por la noche el viejo estuvo un rato largo tirándole a Estela con agua bendita sin mojarla. Después nos encargó a nosotros que la rociáramos y él salió al patio con un cinto de cuero. Lo escuchamos pelear con alguien entre los arbustos, mientras adentro las puertas y las ventanas batían sin cesar y Estela gemía y balbuceaba frases en un idioma desconocido. Don Carmen volvió sudando, empapado.
—El diablo está ahí, en la maleza —nos dijo.
Tres días estuvimos así, sujetando a Estela cuando las pesadillas la sometían y ayudando al viejo con sus conjuros. Casi no dormíamos.
El cuarto día, ni bien amaneció, don Carmen dijo que además del traje de carnaval que llevaba puesto, Estela debía de tener otro escondido. Me pidió que fuera a buscarlo y que se lo llevara.
Corrí a su casa. Sabía que la familia había viajado, pero me colé por una ventana que no cerraba bien y que usaba para entrar sin que los padres se enteraran.
Subí a su habitación y revolví en los cajones y en el ropero. Por fin, colgado de una percha lo encontré. Era un traje rojo de diabla que yo no conocía. Me pregunté en qué momento lo habría usado. Yo estaba de novio con Estela desde hacía dos años y jamás se lo había visto puesto. Lo alcé y partí al rancho de don Carmen.
Cuando llegué Estela yacía dormida en el patio.
Mis amigos avivaban un fuego que habían encendido. Osvaldo le ponía ramitas secas y Juan lo apantallaba con una tapa carcomida de lavarropas. Don Carmen observó el disfraz de diabla.
—Éste es —dijo—. Sujeten a la chica.
Los muchachos y yo nos arrodillamos junto a Estela y la agarramos de los brazos y las piernas.