Encontramos el segundo alacrán en mi cama, al destender las sábanas para acostarme.
—Siempre han sido bichos cameros —dijo papá.
—Es la lluvia —comentó mi abuelo—. Entran a la casa para no ahogarse.
Desde entonces, los alacranes empezaron a llegar en oleadas migratorias. Los veíamos por todas partes. Adentro del canasto de la ropa sucia, o caminando por las paredes, arriba de nuestras cabezas. Eran como pequeñas máquinas de guerra, articuladas y resistentes.
Se convirtió en una costumbre aplastarlos con la suela de los zapatos y dejarlos olvidados, hasta que el tiempo los deshacía y esparcía sus cuerpos por los pisos de las habitaciones.
Nuestra casa parecía una cripta, húmeda y oscura, sitiada por aquella lluvia incesante.
Todos sucumbíamos ahogados en el sopor del agua obsesiva que nos obligaba a infinitas partidas de ajedrez y dominó, que luego repetíamos por las noches en nuestros sueños.
Los chicos casi no salíamos y los mayores sólo cumplían con las obligaciones de trabajo que no podían postergar.
Una noche mi abuelo regresó con tres champignones hallados en la zona sur.
Los champignones aparecen a los buscadores en distintas formas: cuando emergen del suelo son iguales a las papas: redondos, blancos, turgentes. A veces les quedan unos pastitos pegados sobre las cabezas porque al surgir están frescos y húmedos como un recién nacido. A medida que se abren sueltan las esporas, hasta que adquieren posición de sombrilla. A menudo se estiran tanto por la fuerza del sol que el paraguas se curva a contraviento. Con el transcurso de las horas o los días, según la intemperie, sus laminillas suavemente rosadas se oscurecen hasta ponerse negras.
Mi abuelo abría su gran mano y nos mostraba los tres hongos, que estaban pasados y no podían comerse.
Como si respondieran al orden de un génesis doméstico, las ranas llegaron dos días después de los alacranes. Eran pequeñas, albinas, con ventosas en los dedos. Se lanzaban al vacío desde las paredes del baño y cuando golpeaban contra las cosas quedaban colgando de una pata, con aire de franca confusión. Sin querer, solían chocar con el cuerpo de quien estuviera tomando una ducha. Los varones de la casa soportábamos la sorpresa disimuladamente, pero mamá y Cecilia emitían aterrados chillidos de murciélago cada vez que aquellos pequeños cuerpos fríos aterrizaban en sus pieles desnudas y brumosas por el vapor. Sin embargo, las ranas sobrevivieron sin que nadie las atacara. Aun cuando eran decenas y se amontonaban sobre los azulejos, se las respetaba como animales sagrados, quizá porque por las noches cantaban en un coro tan sólido que nos permitía olvidar la lluvia sobre el cinc.
Una mañana, después de dos semanas de temporal, papá me despertó temprano para avisarme que había salido el sol. Un sol marino, lavado por el agua de la tormenta, con un cielo frío detrás de los árboles. Cuando nos asomamos al jardín sentimos, entre los flecos de la brisa, un fuerte olor a pescado muerto que nos llegaba del monte.
—El perfume del mar es algo raro, aquí en los cerros —dijo mi padre.
Mi abuelo se llenó los pulmones de luz seca.
—Sólo que uno lo haya soñado durante la noche —agregó.
Pero hacia mediodía volvió a nublarse y a la una de la tarde estaba lloviendo otra vez.
Sabíamos que era improbable que aquel parpadeo solar hubiese calentado la tierra; igualmente, después de la siesta, salí con papá a recorrer la finca y nos internamos en los terrenos forestados con pinos patula y elliotis. Íbamos cubiertos por unos capotes impermeables. Las gotas caían sobre nosotros, rápidas y mullidas, y hacían un ruido lejano de máquina de escribir. Caminamos por los sitios en los que habíamos hallado boletus otros veranos.
Los boletus sardous, también llamados hongos de pino, son una de las tantas clases de porcinos que hay en nuestros bosques. Gordos, de una carne casi animal, cubiertos por un tegumento anaranjado y pegajoso. El cabo es fibroso y duro y bajo la cabeza tienen una esponja húmeda y amarilla, de poros dilatados.
Mi padre y yo buscábamos entre las densas parvas de agujas de pino; pero sólo salían lombrices o arañas.
Nos deslizamos hacia una cañada de maleza tan cerrada como un género. Sacamos los machetes. Nos abríamos paso a golpes (yo recordaba al príncipe de La Bella Durmiente embistiendo las espinas que guardaban el castillo). Tras una hora de caminata, rompimos una ventana en la espesura y salimos a una planicie pelada y gris como el cielo de esos días. Al pie de un tronco podrido encontramos algunos hongos inusuales en la región. No sé su nombre; pero parecen burbujas azules. Nos pusimos en cuclillas y los contemplamos un buen rato.
—¿Son venenosos? —pregunté.
—No creo —respondió papá—. La verdad, no los conozco.
Nos incorporamos para seguir viaje y descubrimos una colonia de boletus, a menos de tres metros de allí. Nos miramos y sin hablar nos lanzamos sobre ellos. Habíamos esperado demasiado por una cosecha y no queríamos arruinar todo diciendo algo inoportuno.
Llenamos dos bolsas y regresamos. Cada segundo que transcurría yo iba perdiendo más y más el entusiasmo por nuestro hallazgo.
Cuando llegamos a casa, mamá y Cecilia nos recibieron con gritos de alegría. Mi abuelo abrió la bolsa y los observó.
—Es una hermosa cosecha —dijo—. No creo que muchos hayan tenido tanta suerte esta temporada.
Fui a la sala y encendí el televisor. Junto a una de las patas del sillón, cientos de hormigas iban y venían desmontando, pieza por pieza, el cadáver de un alacrán que yacía en el piso como un juguete a cuerda descompuesto. Mis padres se quedaron en la cocina, limpiando los boletus. Podía oír lo que decían entre el tintineo de la vajilla y el chorro que salía del caño y resbalaba en la pileta.
—Había unos hongos azules cerca.
Escuché a mi bisabuela, caminando en el piso de arriba, y a la lluvia, que seguía tejiendo tras los vidrios empañados del ventanal que daba al jardín.
—Nunca los había visto antes —agregó al rato papá.
Me distraje con una película cómica que estaban pasando. Después vino Cecilia y se sentó a mi lado.
Mamá trajo la fuente a la mesa. Había derramado la salsa de hongos de pino encima de unos panes tostados. El humo avanzaba desde ellos como la neblina del monte. Nos sirvió raciones abundantes. Todos sonreíamos. No hablábamos, sólo mirábamos los platos, pendientes de aquel manjar que nuestra familia consume ritualmente desde hace siglos.
Mordí con cuidado mi primer hongo y el placer me estremeció. Esa imprecisa consistencia de molusco expatriado. Era el mismo sabor de siempre, quizá apenas más agrio. Comí otro. Mi padre dijo algo. No comprendí bien qué, porque las ranas que habitaban en el comedor habían empezado a croar y sofocaron sus palabras. Supuse que elogiaba a mamá por la cena. Sentí un mareo y una suave opresión en el pecho que me impedía respirar profundamente, como yo habría deseado. Pero al inicio de la temporada los hongos suelen provocar algunos síntomas raros e inofensivos en los organismos desacostumbrados.
Cecilia ya casi había terminado su plato, y la bisabuela pedía otro. No había de qué preocuparse. Al menos eso quise pensar, mientras preparaba en la cuchara mi tercer bocado.
Mirisini
Nicanor
Llegué a Arsénico antes de la madrugada. Ya hacía varias horas que perseguía a Mirisini.
Lo había conocido en un sueño: mi mujer y yo nos habíamos mudado a la nueva casa de campo pocos días atrás y esa mañana encontramos, enfrente de nuestro lote, una camioneta azul con dos tipos adentro. Uno me pareció conocido; pero no logré distinguir claramente su rostro.
El chofer era terrible: alto, corpulento, usaba bigotes, oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años; en fin, no era eso lo importante, sino que de él irradiaba una fuerza horrible y homicida. La mañana estaba hermosa como pocas y la sola presencia de aquel fenómeno era suficiente para convertir los suaves charcos de sol en ambiente de pesadilla. Por un momento, me aterroricé pensando que serían los propietarios de ese terreno y que los tendríamos como vecinos en un futuro relativamente cercano. Luego me tranquilicé: parecían viajeros.
Salimos. Mi mujer cerró la puerta con llave. Al aproximarnos a ellos, los miré para estudiar sus intenciones de contestar un saludo.
—Buen día —me arriesgué.
El acompañante respondió más o menos educadamente, el otro hizo un gesto sin odio —cosa que me extrañó— y más bien con indiferencia. No entiendo por qué no nos aborreció en ese momento como seguramente sabría hacerlo. Daba la sensación de que cuando desataba sus sentimientos (sus únicos sentimientos podrían ser de odio, y no se necesitaría mucho para que los manifestara), era tan natural como un volcán o una fiera.
Hice el camino hacia la parada del colectivo, temeroso, igual que un perro que ha reconocido al jefe de la jauría. Mi mujer algo presintió y yo me avergoncé. No me consoló el argumento racional de que las jerarquías menores hacen pareja en todas las especies. Me consideré indigno de ella, porque sabía que frente al horror que acababa de conocer no podría defenderla ni dos minutos. Aquel monstruo me arrojaría a varios metros con la sola mirada y yo, paralizado, me dejaría golpear como un chico.
Pero qué digo monstruo. Ojalá lo hubiera sido. Habría hecho que me sintiera más tranquilo. Lo trágico consistía en su humanidad.
Si frente a mi mujer me humillaba, con mi hijo recuperaba algo de mi fuerza. No de valor, pero sí de practicidad. Para salvar de aquel salvaje a mi chiquito era capaz, al menos, de correr con él en brazos. Tal vez estaba tan seguro de eso porque intuía que ese hombre jamás se interesaría en dañarlo.
Como fuera, este pensamiento me ayudó a serenarme y pude hablar con Milena de algunas vaguedades, hasta que llegó el colectivo y lo tomé.
Al regresar del negocio aquella noche, la camioneta y sus dos ocupantes habían desaparecido. Milena me contó que se habían marchado hacia mediodía.
—¿Hubo algún problema?
Respondió que no, sin embargo, detecté una de sus expresiones más sombrías.
—¿Pero nada o algo, por poco que sea?
Entendí. Los visitantes habían ocasionado problemas, pero de los que no pueden ser relatados a causa de su inexistencia física. Una mirada no es un cuerpo, no hace brotar sangre como un cuchillazo; pero puede ser un problema y hasta un delito. Y aunque nadie va a la cárcel por mirar, la mirada es el indicio que tenemos para saber si una persona vive en el infierno.
Di vueltas durante toda la noche, sin sueño. Tomé agua en la cocina, fui al baño, me hice un café e intenté leer un poco. Al fin, acabé en la habitación de mi hijo. Me quedé contemplándolo en medio de la penumbra. Así sobre la cama, destapado y casi desnudo, parecía un gusano de tierra, pálido, concentrado, blando.
Las luces que se filtraban por la persiana desde la calle producían un resplandor en torno a su silueta y conferían algo sagrado a la escena. Tuve la impresión de que en aquel momento no importaba que entrara el hombre que me había inquietado el día anterior; aunque abriera la puerta, haciéndola rebotar contra la pared, igual que un huracán con cuerpo humano, mis colmillos brillarían y yo me convertiría en un lobo furioso. Esto me dio un poco de coraje y casi me entusiasmó. Luego pensé, ¿qué podía hacer un lobo contra un huracán? ¿Era en realidad más fuerte yo, al contemplar a mi hijo? ¿Podría oponer algo más que valor al demonio o sería revoleado como un gato recién nacido en la primera batalla?
Otra vez desalentado, bajé la cabeza.
Antes de que se perdieran las imágenes, forcé la vista para que aparecieran lentamente unas letras. Sólo por un segundo leí: Mirisini. Era el nombre del fenómeno.
Cuando desperté a la mañana siguiente, los datos del sueño no coincidían exactamente con los de la realidad. Yo estaba casado, pero no con Milena sino con una tal Silvia. Tenía hijos y también nietos. Lo más importante de todo: no conocía a Mirisini. Jamás lo había visto ni había escuchado su absurdo nombre. Tampoco vivía en el campo; era dueño de un quinto piso en pleno centro de la ciudad y, a juzgar por lo que veía, no estaba en mala posición.
Molesto a causa del sueño, deseaba despejarme pero al mismo tiempo permanecer dentro de aquella atmósfera turbadora. Salí al balcón y escuché que Silvia gritaba que me pusiera la bata. Me costaba recordar mi vida real. Apoyado en la baranda, miraba pasar los autos sin lograr sacarme de la cabeza a Mirisini. No quería que Silvia se diera cuenta. Supuse que alguna ocupación tendría, así que dije en voz alta hacia la habitación: