Giró la cabeza y vio en el camino la combi y la colosal silueta del hijo mayor sentada al volante. Lo imaginó soñando con aquella chica, escuchando una canción romántica. Era una hermosa chica moderna y se dijo que habría preferido que Marito se fijara en otra clase de muchacha. Posó sin pensar una rápida mirada sobre sus piernas rosadas y vastas y volvió a los dos que seguían bañándose.
Las voces llegaban de a pedazos, palabras incompletas entre el sol de mediodía y el permanente y manso rugido del mar. Apoyó la cabeza en la toalla y cerró los ojos.
La despertaron unas gotas heladas sobre la cara y el cuerpo. Eran el señor Arcaréndola y Gruvi que sacudían los cabellos encima de ella y reían a carcajadas viendo su expresión de sorpresa.
—El agua está fantástica —dijo su marido sentándose al lado—. Es una pena que no hayas venido.
Ella se incorporó sosteniéndose sobre sus codos.
—Soñé que Marito se suicidaba por esa chica.
El señor Arcaréndola la miró como si estuviera en presencia del evento más incomprensible del universo.
—¿Querés acabarla? No es el primero que se enamora. ¿Dónde están los sándwiches? Vamos a almorzar. ¡Gruvi! Vení. Mamá hizo unos sándwiches especiales.
—No querés entender. Esa chica no le va a dar ni la hora.
—¿Y? No va a suicidarse por eso.
—Ruben ¿la has visto bien? Es muy moderna. Bailaba con todos. Puede tener al que le dé la gana.
—Por favor, Marta, a esta carne le falta sal.
La señora Arcaréndola se echó a llorar.
—Marta, mujer, qué te pasa. Por Dios, cómo es posible que te pongás así por una pavada.
Gruvi se acercó.
—¿Por qué llora mamá?
—No llora, le entró arena en los ojos. Andá a la combi y traeme el bidón con agua.
Cuando Gruvi se fue, el señor Arcaréndola abrazó a su esposa.
—No llores, Marta. Si querés, esta tarde, voy a pedirle a Marito que me ayude a pescar con esa red nueva que compramos. Una actividad en familia, como dicen ahora —le guiñó un ojo—. Así lo podré vigilar de cerca.
La mujer asintió y fue calmándose; esbozó una pequeña sonrisa cuando su marido le ofreció un poco de su sándwich.
El señor Arcaréndola entró al agua con un extremo de la red en la mano, dando saltitos.
—Ahora sí está congelada. Marito, vení vos también. Pero no te me acerqués mucho. El vendedor dijo que hay que dar un rodeo y volver a la playa.
Marito sostenía su parte de red como si le repugnara.
—Papá, no tengo ganas de pescar.
El hombre señaló el cielo.
—¿Ves esas nubes? Va a llover enseguida. Si nos apuramos, podemos atrapar unos cuantos pescados para llenar la heladera. Me dijeron que a veces salen langostinos.
—Papá ¿puedo volver a la combi?
El señor Arcaréndola se metió más adentro y el agua le apretó la cintura, Marito lo siguió chillando de frío.
Hicieron un corto recorrido y regresaron.
Gruvi y la madre los esperaban impacientes en la orilla. Entre todos extendieron la red y recogieron los pescaditos plateados que saltaban arqueando sus cuerpos.
—¿Qué es esto? —preguntó el señor Arcaréndola, descubriendo una especie de araña enredada en los hilos.
—Es horrible —dijo la mujer—. Gruvi, alejate.
—Bueno, sáquenlo y volvamos al agua —dijo el hombre.
—Ya está bien, papá —bufó Marito.
—No hemos pescado ni un langostino. Te dije que había que meterse más.
Algunas gotas mojaron sus hombros. Marta y Gruvi comenzaron a acarrear los bultos hasta el vehículo, mientras la centolla estiraba sus patas rumbo al mar y el señor Arcaréndola y Marito se metían otra vez con la red, hundiendo sus piernas en las primeras olas.
El mar se había picado un poco; se veían los rayos de la lluvia sobre algunos barcos lejanos. El horizonte se hallaba casi esfumado por una nebulosa gris. El señor Arcaréndola aferró su mano en la red y se acercó a Marito.
—Tu madre está preocupada.
—¿Qué?
—Por la chica.
Avanzaron más. El agua les daba en el pecho. El hombre miró a su hijo.
—Atorrante, te gusta la chica.
—¿Qué?
El señor Arcaréndola salpicó a Marito que protestó riendo.
—Yo también me enamoré cuando era joven —dijo el hombre—, pero ya ves, luego me casé con tu madre.
Marito rió de nuevo.
—¿Ya habrá langostinos por acá? —preguntó.
El hombre escudriñó el lugar con aire experto y dijo:
—Probemos.
Dio unas brazadas y se detuvo, buscando apoyarse en el fondo.
—Marito —llamó—. Aquí no hago pie.
—¿Qué?
—Voy a correrme hacia la izquierda.
Con las últimas palabras el señor Arcaréndola tragó un poco de agua.
—No hago pie —repitió.
El muchacho comenzó a volver a la orilla arrastrando la red. Estaba pesadísima y tiraba con todas sus fuerzas.
—Me parece que hemos pescado algo grande, papá —gritó sin mirar atrás.
La malla se tensó. Luego se aflojó de golpe y Marito prosiguió su regreso ya sin resistencia.
Gruvi y su madre aguardaban en la playa.
Marito llegó exhausto y empezó a recoger la red.
—¿Y papá? —preguntó Gruvi.
La señora Arcaréndola se asomó a las olas, mojándose los tobillos.
Aturdido, Marito continuó tirando de la red hasta que apareció la otra punta, blanda y dócil serpenteando en la arena mojada.
La mujer se estiró e intentó ver más lejos.
—Ay, Dios mío.
—¿Dónde está? —preguntó Gruvi.
Marito sostenía la red abrazándola y miraba el extremo que pendulaba en el aire.
—Venía conmigo.
Con una mano, la mujer se quitó los cabellos del rostro.
—Ruben, Ruben —llamó tanteando, como si estuviera lista la cena y ella no supiera en qué habitación de la casa se hallara su marido.
Corrió a lo largo de la orilla unos metros y se metió al agua de nuevo. Salió y volvió a correr. Gruvi la acompañaba en la carrera y gritaba:
—Papá, papi.
Las voces se superponían y terminaban en los graznidos de las gaviotas.
La señora Arcaréndola se dejó caer en la arena. Sus hijos la ayudaron a levantarse, tomándola de los brazos. Sin soltarla, permanecieron así juntos, respirando brevemente, mientras la espuma les bañaba los pies.
—A lo mejor lo alzó alguno de esos barcos —dijo Marito.
—¿Qué barcos?
—Ahora no se ven con la niebla. Pero estaban por allá.
Un vapor pesado y denso avanzaba hacia ellos.
—Volvamos a la ciudad a preguntar —dijo finalmente la mujer.
Caminaron hasta la calle con asfalto. Lloviznaba. La señora Arcaréndola y Marito subieron a la combi. Gruvi contempló unos instantes la superficie del mar que se despeinaba con las ráfagas del viento. Después entró también. Sólo se escuchaban los limpiaparabrisas contra el vidrio gris; chirriaban apenas al barrer el agua que se escurría hacia abajo. Ahora la llovizna era un poco más fuerte.
Hongos
Parece haberse confirmado que los hongos no son plantas, ni pertenecen a ninguno de los reinos conocidos. Sólo son hongos.
Tienen distintas formas. Si uno va caminando por el campo y ve a lo lejos algo como un platillo blanco suspendido en el aire al ras del piso, comienza a sospechar que puede ser un champignon abierto.
En mi familia se han juntado hongos desde tiempos inmemoriales. Es de las primeras cosas que nos enseñan. Cuando entre los nuestros nace un niño, se espera impacientemente que empiece a caminar, para sacarlo al campo a buscar champignones o porcinos. Todos nosotros conocemos bien cuáles son comestibles y cuáles son venenosos. En qué épocas crecen. Después de qué lluvias conviene acecharlos. Mi abuelo se ha enterado en la peluquería de que nos dicen “los expertos en aca”, porque los hongos crecen cerca de las bostas de animales, que con la combustión ayudan a su desarrollo. Pero no nos molesta. Al contrario: pensamos que es un buen nombre para entrar en la historia de la región.
Vivimos en un pueblo cerca del trópico, con lluvias más o menos organizadas. Desde el último mes de primavera y durante el verano suele llover toda la mañana y por la tarde tenemos sol. Eso facilita un poco las cosas. Se pueden planear mejor las salidas. Lo que no resulta tan predecible es el comportamiento de los hongos. He escuchado muchísimas teorías sobre el momento justo para buscarlos. Papá dice que salen después de la tercera lluvia fuerte, cuando el suelo tiene la misma humedad que una playa en bajamar y está sometido a un sol de fuego lento por uno o dos días. El abuelo prefiere echar una ojeada a los micelios desde la segunda lluvia, porque siempre recuerda que en la década del cuarenta hubo por lo menos cinco primaveras de hongos prematuros. La bisabuela, que ya casi no baja de su habitación y sólo recoge los que salen en nuestro jardín cuando sus huesos se lo permiten, afirma que no importa en realidad en qué lluvia se los busque. Pero que se debe ser discreto, caminar despacio, fingiendo que uno pasea distraídamente, porque si el hongo percibe al buscador puede demorarse semanas.
Mamá opina en cambio que el hongo crece cuando a él se le da la gana y que es inútil reglamentarlo con supuestas leyes. Eso sí, una vez que empiezan a salir hay que juntarlos sin pausa hasta que la tierra se anega y queda exhausta de fabricarlos.
Un año, durante la tercera lluvia de noviembre, mi padre miró por la ventana y dijo:
—Mañana cuando escampe vamos a ir al zanjón. Desde el lunes que una tropilla de mulas pasta por ahí.
Mamá sacó los frascos vacíos para conserva, buscó el vinagre aromado con estragón, peló cuatro cabezas de ajo y desenterró de entre el polvo de la despensa las botellas de aceite de oliva. Mi hermana trajo del fondo dos ramas de laurel y seis de eneldo chorreando agua.
Esa noche no dormí. Nunca duermo la noche previa a la primera salida de la temporada. La ansiedad me roe en cuerpo y alma. Me imagino todos esos hongos que cubren los campos, esperando por mi familia, y me desvelo durante horas.
Pero la lluvia no paró esa mañana ni por la tarde ni en los días siguientes. Siguió cayendo con la misma mansedumbre de un animal doméstico al que le ordenan hacer un trabajo.
Al quinto día, me apoyé en el marco de la ventana y aspiré con resignación esa luz lavada que nos entristece y nos va quitando poco a poco las fuerzas. Recuerdo a papá que se acercó y me dijo que no me preocupara. Aseguró que en uno o dos días más dejaría de llover. Después me quedé dormido. Soñé con nuestro campo lleno de unos hongos que la gente llama falsas trufas. Son unas papas gordas, casi siempre blancas y resplandecientes. Aunque también existe una clase con la piel gruesa y aureolada, de un ocre intenso, como si las hubieran forrado con cuero de tigre. Hay que verificar si están frescas: conviene cortarlas por la mitad; si en su interior son blancas y su carne se desgrana como un queso de cabra, pueden recogerse; si están amarilleando o negras quiere decir que se han pasado y se las deja para que esporen.
Permanecí parado frente a ese campo mirando las papas hasta que me desperté con dolor de garganta, a causa de un chiflete que entraba por un agujero de la ventana. Entonces lo supe: la lluvia había traído el frío y el frío no permitiría que los hongos crecieran.
Sin embargo, una tarde, cuando ya se había cumplido la semana entera de mal tiempo, caminé unos pasos con mi madre por el jardín. Aislado, en el borde del barranco, se alzaba un amanita phalloides, con su ponzoña de serpiente dormida en la ingenua redondez de su cabeza. El hongo de la muerte es, en sus primeras horas, visualmente idéntico al champignon. Por ese motivo, pocos se arriesgan a recoger los champignones mientras no está desplegado el sombrero. Nosotros los reconocemos por el aroma. El champignon nuevo tiene perfume a manteca fresca y el phalloides es nauseabundo desde que nace hasta que lo resecan los vientos.
Si distraídamente alguien mete un solo hongo venenoso en una canasta colmada de hongos comestibles, todos se echan a perder. Un tatarabuelo mío falleció por comer hongos buenos recogidos cerca de otros tóxicos. Los hongos se contagian, absorben el veneno igual que esponjas.
Lo arranqué con la punta de mi bota y lo pateé lejos, como si eso pudiera ahuyentar su poder.
En ese momento mi hermana gritó. Cuando llegamos a su habitación la encontramos llorando, desnuda. Le preguntamos qué le sucedía pero no podía hablar por la desesperación. Sólo se frotaba con fuerza la pierna derecha. Mi padre levantó la toalla con la que ella se había secado después del baño y la sacudió. Al piso cayó un alacrán, con su cola curvada hacia adelante. Cecilia tenía la pantorrilla levemente hinchada y mamá le aplicó en seguida una bolsa con hielo. Las picaduras de alacranes rubios no son demasiado graves. Apenas más dolorosas que las de una avispa común y mucho menos que las de guancoiro.