He pensado que tal vez después de todo no vaya al Angosto y me quede en los pozos cercanos, con Carlitos jugando en la arena. Pero Carlitos lo ha escuchado y quiere volver. Me explica que su mamá estaba haciendo tortas fritas para el té y tiene miedo de que sus hermanos se las coman todas. Los chicos viven cambiando de idea. Si no le hubiera pedido a José María que viniera, ahora tendría que acompañar de regreso a Carlitos y habría perdido mi tarde de pesca.
—Está bien —digo—. Vuelvan.
Voy a quedarme un rato más aquí. Me gustan estos pequeños pozos con buenas correntadas. Siempre he pescado bien en ellos. Sólo un rato más. Cruzan el río. José María carga a Carlitos, le pasa el brazo por el estómago y el niño va colgando, doblado en dos. José María tiene los pantalones mojados hasta el muslo y arrastra pesadamente sus piernas en el agua.
Aplasto un tábano sobre mi costado y cuando vuelvo la vista los dos ya están en la otra orilla. José María se calza los zapatos. Carlitos busca algo entre las rocas, los sapitos que me había mostrado antes.
José María levanta el machete que había soltado para calzarse.
Sé que no lo debo pensar pero quizá José María le corte el cuello a mi niño de un sablazo. Tiene el machete en la mano y se le acerca. Carlitos está distraído, en cuatro patas, buscando en las piedras, escarbando con una ramita.
Yo no tengo manera de impedirlo, no puedo saltar el río y aunque lo hiciera no llegaría a tiempo.
Me muerdo los labios y junto las piernas apretando con fuerza las rodillas. Qué podría evitar que José María bajara el machete sobre el cuello de mi hijo y su cabeza rodara por las piedras hasta el agua. Estoy casi seguro de que lo hará. José María me mira y sonríe. Me estremezco. Otro tábano me está picando el hombro. Intento golpearlo con la mano abierta, pero fallo. Escucho el chasquido del planazo sobre mi piel y siento extenderse el ardor hacia la espalda.
Cuando levanto la cabeza y miro, José María estira el brazo para darle la mano a Carlitos y el niño corre hasta él y la toma. No logro oír lo que le dice por el estruendo de la corriente, pero debe de haber sido algo así como: “Vamos para la casa, Carlitos”.
Los tábanos me están matando. Recojo mis cosas para seguir más adelante y vuelvo a mirar. Antes de que desaparezcan en un recodo, creo haber visto el manchón de la camisa azul de José María y las piernitas de mi hijo entre los alisos.
Viscoso en la oscuridad
Juan Seguer prometió que nos contaría todo tal cual como se lo había referido en su momento al comisario, cuando fue a exponer la denuncia.
Los había contratado la viuda de Ortiz, a él y a Mario Guitián, para que sacaran algo que se le había metido en el galpón. Por los datos que les dio, pensaron que era un animal. Una comadreja, quizá.
Ellos no solían efectuar trabajos de esa clase, pero la viuda pagaba bien. Según les explicó, el animal se había instalado allí hacía muchos años, poco después de morir el marido.
Don Ortiz era un pan de bondadoso, pero jamás tuvo habilidad para manejar el ingenio. Y desde que él falleció, a la viuda empezaron a irle bien las cosas. Ahora era una de las personas más ricas de la zona.
La mujer relató que al principio el bicho se escondía cada vez que alguien subía, pero con el tiempo fue tomando confianza y permanecía quieto en medio del galpón mirando con curiosidad a las personas. Más tarde la mirada se hizo desafiante. La última vez que la hija menor fue allá con sus amiguitas para jugar, el animal les gruñó. Las niñas bajaron asustadas y le contaron a la madre. La señora entonces decidió hacerlo sacar.
Seguer y Guitián subieron de noche, por no contradecir a la viuda, porque ella decía que sería más fácil si lo sorprendían dormido.
Llevaron linternas, sogas para enlazarlo, una jaulita de medio metro de largo, y dos cuchillos y un revólver por si se retobaba. Aunque como la mujer les rogaba que le tuvieran paciencia y trataran de no lastimarlo, estaban dispuestos a no usar las armas. Ella se conformaba con que lo soltaran lejos, en el monte, porque estaba fastidiada de tenerlo frente a la casa.
Los hombres treparon por la escalera con cuidado de no hacer ruido. Juan Seguer iba adelante. Apoyó las cosas en la primera superficie plana que encontró y, haciendo fuerza con sus brazos, subió de un salto. Luego ayudó a Mario Guitián. Arriba había un olor caliente y nauseabundo, como a carne podrida, y apenas se podía respirar.
Prendieron las linternas y comenzaron la búsqueda. Guitián fue hacia el fondo y Seguer hacia el frente. Habían quedado de acuerdo en que si lo veían, se avisarían sin hablar, sólo iluminando el techo.
Seguer caminó despacio sobre los tablones del piso. No siempre podía evitar que crujieran. Pocos metros atrás de él, escuchaba también las pisadas de Mario. Llegó hasta las aberturas que daban al exterior. Lo sorprendió hallarlas clausuradas con unas tremendas vigas clavadas a los marcos. Afuera graznó un zorro del agua. Se sentó en un fardo de pasto y recorrió con la linterna todos los rincones. Vio algunas herramientas en desorden y una rata enorme, pero ningún indicio del animal. Decididamente no estaba en el sector que le había tocado revisar.
De pronto, el techo se iluminó. Mario Guitián lo había localizado. Fue hasta allá lo más rápido que pudo y en el trayecto tropezó con algo y cayó haciendo bastante ruido. Señaló con la linterna para ver. Primero no comprendió bien qué era lo que estaba en el piso: parecían pedazos de género desflecado, endurecidos por el polvo. Luego aquel olor asqueroso golpeó más fuerte su nariz y acomodó mejor las imágenes: se trataba de huesos, grandes huesos con pedazos de carne adheridos. Investigó un poco más allá y vio una cabeza. Era un cráneo humano.
Tuvo un presentimiento: iluminó alrededor y descubrió más huesos y cabezas. Aquello era un cementerio.
A los tumbos, alcanzó una de las paredes. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
Iba a gritar, pero una mano le tapó la boca.
—Soy yo —susurró Mario Guitián.
Seguer asintió y el otro lo soltó.
—Lo encontré —dijo Guitián.
Tartamudeando, Seguer intentó contarle lo que había visto.
—Calmate —murmuró Mario sin prestarle atención, y enfocó con su linterna una pila de leña—. Mirá.
El redondel de luz bajó y mostró una parte del animal, la cola o algo; el resto estaba oculto tras la leña. Era como una serpiente del grosor de un árbol adulto, anillado y cubierto de pelos. De vez en cuando se retorcía muy lentamente.
—Mejor vamos —le dijo Seguer.
Pero Guitián quería ganar aquel dinero como fuera. Sacó el revólver, le quitó el seguro y avanzó hacia la leña. Juan Seguer confiesa que no sabe qué sucedió entonces. Ya a esa altura no tenía ideas. Se había convertido en una porquería que temblaba muerta de miedo. Él cree que la montaña de troncos cayó sobre ellos, mejor dicho, que aquella cosa la empujó para que los aplastara.
Juan Seguer y Guitián rodaron y terminaron en sitios distintos. Las linternas volaron por el aire y se apagaron al golpear contra el piso.
—Mario —llamó Seguer.
—Aquí estoy —respondió él unos metros atrás.
Seguer iba a levantarse para caminar hasta su compañero, pero algo se movió a su izquierda, muy cerca. Sintió una respiración pesada y sostenida. El terror lo congeló, no dijo más nada; si hubiera podido, habría detenido el corazón para hacer menos ruido. El ser permaneció a su lado unos segundos y luego por algún motivo se alejó. Seguer lo escuchó deslizarse, viscoso, en la oscuridad.
Por un rato todo pareció calmo y se incorporó.
Entonces sonaron dos disparos y escuchó que Mario hablaba en voz alta unas palabras. Insultos, primero. Después gritó y le pidió ayuda. Aquello lo había atrapado y lo arrastraba. Juan Seguer podía oír cómo se lo llevaba, haciendo rebotar su cuerpo entre los tablones. Mario chillaba desesperadamente y él tanteaba por todas partes buscando la linterna.
De pronto se hizo el silencio. Seguer se quedó rígido otra vez. Hubo un último grito de Mario Guitián y empezaron los chasquidos. Era como si una boca muy grande estuviera masticando.
Juan Seguer se puso de pie y corrió hacia la escalera. Quiso bajar; las piernas no le respondieron y se precipitó desde cinco metros de altura. Se rompió un brazo y varias costillas. Pero aun así logró huir.
A la mañana siguiente, la policía fue a investigar al galpón y no encontró nada.
El comisario pensó que Seguer se había emborrachado en algún almacén y se había imaginado la historia.
Sin embargo, el hombre insistía en que la señora Ortiz había limpiado todo y ocultado al bicho en otra parte. Suplicaba que revisaran los sótanos del ingenio.
La viuda aseguraba que, al rato de que él escapara corriendo, Mario Guitián bajó con una comadreja en la jaula, cobró el dinero y se fue tranquilamente.
Sollozando por la angustia, Juan intentaba hacerles entender que Guitián estaba muerto, que lo había devorado el demonio, y que el plan consistía en que los comiera a los dos. Que no estaba previsto que él sobreviviera.
Esa chica
Cada vez que lo tocaba con la rama seca, el animalito movía sus patas alocadamente y se desplazaba en el charco que había dejado la bajamar. Gruvi lo perdió de vista mientras cruzaba el reflejo del sol y lo alcanzó de un salto en la otra orilla.
—Papi, mami, vengan a ver una estrella de mar que baila.
El matrimonio Arcaréndola se acercó arrastrando las bolsas llenas de almejas que empezaban a sacar sus tubos como periscopios y reconocían el nuevo domicilio.
—Cierto —dijo el hombre—. ¿Será comestible?
La señora le apretó con los dedos el rollo principal que colgaba del pantalón de baño.
—Es suficiente con las almejas, Ruben.
—Nunca es suficiente —dijo el hombre mirando hacia el horizonte, y fingiendo solemnidad sentenció:
—El mar esconde delicias desconocidas y no pienso irme sin probarlas todas.
—¿Qué hace Marito? —preguntó la mujer.
—En la combi.
—¿Con este sol? Ese muchacho es demente. Gruvi, andá a llamarlo. Que venga a bañarse.
—Uh, mamá —gimoteó el chico—. Seguro que está escuchando música y si lo molesto se la va a agarrar conmigo.
—Está bien, Gruvi, no vayas —dijo el padre—. Dejalo, Marta, sólo quiere escuchar música. No tiene nada de malo.
—Se pasa todo el día pensando en la chiquilina esa.
—¿Qué chiquilina?
—No te hagas el idiota, Ruben. Esa que conoció en la playa el otro día. Te fijaste en ella vos también.
La señora Arcaréndola miró alrededor buscando una sombra.
—Allá, abajo de aquel médano.
Se dirigieron hasta el lugar lentamente, entorpecidos por los bultos que cargaban. Hamacándose hacia ambos lados, parecían una familia de elefantes equipada con sus arneses de safari. El señor Arcaréndola llevaba su botín de almejas y la sombrilla. Establecieron el pequeño campamento cerca de unos arbustos. La señora sacó el bronceador del bolso y comenzó a untarse los brazos.
—No hay nadie en esta playa. ¿Será privada?
—¿Acaso no querías eso, Marta? Dijiste que estabas harta de la gente.
—Es cierto. Pero no tanto. Gruvi no encontrará amigos para jugar.
El señor Arcaréndola echó una ojeada a las bolsas de almejas.
—El dueño del camping dijo que pueden comerse crudas. Con un chorro de limón.
—Por favor, Ruben. La primera vez que venimos al mar y querés comerte todo.
El hombre se puso un gorro y se alzó. Respiró profundamente, hinchó de aire su pecho y comprobó la playa desierta.
—Qué bárbaro es este país, Marta.
La señora Arcaréndola observó el ancho torso que tenía delante. Estaba sudado y rojo. Los rollos caían hacia abajo dando tumbos.
—Has engordado, Ruben.
—¿Vas a dejarme tranquilo, Marta? Estoy de vacaciones. Cuando regresemos a Buenos Aires voy a empezar un régimen.
—Deberías cuidarte. Siempre has sido un poco excedido de peso.
—¿Y qué tiene que ver? Vos sos rellena. Los chicos también. Estamos sanos ¿no? Es lo que importa.
—Esa chica no va a tomarse en serio a Marito. Sólo quiere divertirse.
Unas gaviotas pasaron graznando y el señor Arcaréndola no pudo entender a su esposa.
—¿Qué dijiste, Marta? Vení, vamos a bañarnos.
—Hablaba de esa chica.
—¿Qué chica?
—No soporto que te hagas el idiota, Ruben.
—Ah, ésa. Bueno, ¿vamos?
—Andá vos. Yo prefiero quedarme.
De pasada, el señor Arcaréndola invitó a Gruvi que estaba haciendo un pozo algunos metros más allá. El chico aceptó y jugaron una carrera hasta la orilla. El hombre empujó a Gruvi haciéndolo caer sentado en el agua, el niño salpicó al padre. Con los ojos entornados, mientras tomaba sol, la señora Arcaréndola escuchaba los gritos y las risas desde su refugio al pie del médano. Se había bajado los breteles del traje de baño; el elástico le apretaba la naciente de los pechos y le dibujaba una franja roja y fruncida. Su marido y su hijo eran dos hombrecitos de juguete en el límite entre el agua y la arena. Se hallarían a cien o ciento cincuenta metros de ella.