Sentí ganas de llorar.
Por la tarde fui a ver a mi vecino ingeniero. Le conté la desgracia, creo que con cierto tono de reproche. Él escuchó mi relato y después se hizo un pesado silencio.
—Quiero vender el campo —anuncié. Lo dije como exigiéndole ayuda.
González chupó el último humo del cigarro y lo dejó salir tranquilamente por la nariz y por la boca.
—Va a ser difícil —dijo.
—¿Por qué? —la voz se me quebró por los nervios—. Usted mismo decía hace unos meses que no hay mejor lugar que mi barranca para la cría de truchas.
—Y es cierto —concedió—. Pero hay que buscar quien necesite criar truchas. ¿Usted conoce?
—No —suspiré y miré los cerros—. No conozco.
González me palmeó la espalda.
—El dinero es una cosa y la tierra es otra. Con el dinero usted elige y compra lo que se le da la gana. La tierra hay que trabajarla y no siempre rinde. Qué va a hacer. Este país es así. Por eso pocos se desprenden de la plata.
—Sí —dije yo.
—¿Por qué no hace algo, mientras no aparece comprador? Ponga los peces que quedan vivos en la parte del arroyo que no está sucia. Ciérreles el paso con una rejilla, arriba y abajo. Eso no cuesta mucho.
Decidí hacerle caso.
Fuimos con Severo a los piletones y trasladamos a puñados las truchas que ya se estaban asfixiando. Lo más rápido que pude, soldé dos pedazos de alambre tejido a unos marcos de hierro y los coloqué en ambos extremos de mi propiedad, sujetos entre unas rocas del arroyo.
En los días siguientes me pareció que no quedaban demasiadas, aunque no podría asegurarlo porque sus siluetas alargadas se confunden fácilmente con las sombras del fondo. A veces alguna se asustaba y relampagueaba contra la corriente. Entonces me invadía un entusiasmo nuevo y fresco, que se iba desvaneciendo a medida que subía y bajaba por la vertiente y no lograba verificar más de tres o cuatro.
Trataba de consolarme pensando que en la ciudad, por cada rata que uno ve hay nueve escondidas. Con suerte, la misma proporción valía también para las truchas.
Para tranquilizarme un poco, hice un pequeño dique de piedras y, en varias jornadas de trabajo y porrazos, logré arrearlas hasta allí y les vedé las salidas. Había cerca de cuarenta.
Sin embargo los problemas no acabaron.
Una tarde de febrero, mientras cebaba mate y contemplaba una bandada de tucanes que visitaba mi finca, me llamó la atención que Severo recorriera insistentemente el estanque con expresión afligida. Me acerqué.
—Es raro —me dijo—. Han desaparecido por lo menos quince truchas.
Consideré la posibilidad de pescadores furtivos, pero la deseché en seguida. Yo apenas me movía de casa para hacer las compras y los habría visto o escuchado.
Eso fue un domingo. El martes faltaban otras diez. El jueves quedaban cinco. El viernes, sólo una. No podíamos entender qué sucedía. Vigilábamos permanentemente, pero ellas se desvanecían así como así, sin dejar rastros. No hallamos ni una sola trucha muerta.
El sábado, con las primeras luces, fuimos a ver y el dique estaba vacío. Me parecieron las aguas del fin del mundo, deshabitadas y frías. No sé si un amor perdido pueda producir mayor tristeza que un criadero de truchas sin truchas.
Pero encontramos finalmente una pista. Algo así como la firma que revelaba el misterio: el ladrón había dejado sus huellas en una parte arenosa de la orilla. Según Severo, se trataba de un mayuato, un animalito de medio metro de largo, similar a la comadreja, muy hábil con las patas delanteras. Él había pescado a manotazos todas las truchas. Nunca he visto personalmente un mayuato, pero me lo imaginé haciendo una siesta panza arriba, aprovechando la sombra de algún cochucho. Me pregunté por qué injusticia de la naturaleza se habrían extinguido el tigre dientes de sable, el megaterio y el gliptodonte y no el mayuato.
Hice mentalmente unas cuentas: al llegar tenía doce mil pesos. Seis mil había costado el campo. Mil quinientos se me habían ido en construir los piletones, que ya no servían. Quinientos, en desviar el arroyo; doscientos en los alevinos; otros doscientos en alimento; setecientos en el trabajo de Severo. Dos mil en materiales y en gastos para mantenerme. Me quedaban más o menos mil, para atrincherarme cobardemente en mi casa y resistir tres o cuatro meses.
Severo comentó:
—El ingeniero González dice que unas colmenas abajo de los frutales andarían muy bien. Por las flores.
Empuñé con rabia el machete y empecé a dar golpes contra las plantas.
Las hojas húmedas por el vapor del arroyo volaban unos centímetros y caían sobre nosotros.
—¡Qué colmenas ni mierda! —grité—. Voy a mandar todo al diablo y se acabó.
Severo me contempló con pena. Aguardó a que me serenara y dijo:
—Venga.
Me condujo más allá de los piletones, cerca de un bosquecito de nogales.
—La otra tarde —explicó—, cuando usted había ido al pueblo para comprar mercadería, se agarraron un león y un tigre. El león venía escapándose, y el tigre por atrás. Lo alcanzó justo allí —señaló unas cortaderas—, y empezó a zarandearlo del cogote, hasta que lo mató.
Miré el sitio donde las fieras se habían revolcado estragando el monte. Había arbustos destrozados por todas partes, troncos de dos y hasta tres pulgadas de espesor partidos en varios pedazos, como si en el lugar hubiera caído una bomba. Pregunté a Severo por qué habían peleado.
—Es que si el bicho no encuentra qué comer caza cualquier cosa, hasta leones.
El bicho es el nombre que le da la gente al jaguar.
A través de las hojas de unas ramas rotas, vi los huesos del puma que brillaban con una blancura pegajosa. Cuando los pájaros no cantaban, el denso zumbido de las moscas me hacía temblar las orejas.
Me parecía increíble: esos dos animales peleándose para sobrevivir, a escasos metros de la casa.
Imaginé sus músculos, los cuerpos estirándose en cada salto, y recordé a aquella chica en el campo de hockey, con la rodilla acumulando fuerza en sus hermosos tendones. Pensé en volver a la ciudad (sólo por unos días), buscarla y proponerle matrimonio. Y lo dije en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Severo.
Me agaché y arranqué una hoja de menta. La desmenucé entre mis dedos. Después arranqué otra y mordí un pedazo. La mastiqué. No estaba nada mal el gusto de la menta silvestre en mi boca.
En silencio, miré a Severo durante unos segundos. Por fin le pregunté:
—Exactamente, ¿qué dijo el ingeniero sobre las abejas?
El hospicio de Crostide
X era un poeta famoso (especialmente después de publicar El hospicio de Crostide). Yo acababa de llegar a la ciudad y me recibió en su casa, gracias a un pariente que teníamos en común.
Alguien me había advertido que estaba loco. No le di mayor importancia, considerando que los escritores por una cosa u otra son raros para casi toda la gente. Sin embargo, confieso que su aspecto me impresionó.
Estaba sentado en un sofá, ovillado como un feto dentro del útero, consumido y tembloroso.
Nos presentaron y tuve que recoger su mano fría y huesuda de entre sus piernas, porque no tenía fuerzas siquiera para levantarla hasta la mía.
Me senté enfrente y quedé en silencio. Pensé que no había notado mi presencia, pero me equivoqué. Cuando su hija se fue a preparar el té a la cocina, X, aún sin mirarme, dijo:
—Así que usted escribe.
Un poco torpemente asentí y agregué que había leído sus obras y que lo admiraba mucho.
Él creo que rió o tosió:
—Con toda seguridad, El hospicio de Crostide le parecerá mi mejor poema.
Otra vez afirmé, pero como percibí cierta ironía en el tono de voz, hice un comentario cauteloso:
—Siempre lo he asociado con el Kubla Khan, de Coleridge.
Permaneció callado por un rato. Temí que se hubiera molestado y estaba a punto de cambiar el tema, cuando escuché:
—Es curioso; antes nadie lo había observado.
Le pregunté a qué se refería.
—Kubla Khan fue un sueño; El hospicio de Crostide, también. Sólo que nunca quise revelarlo.
Lo que contó a continuación (tal vez porque presentía el final) figura entre las historias más increíbles que haya oído hasta hoy:
Hace tiempo, soñé un poema. Palabras más o menos, era lo que después se conoció como El hospicio de Crostide, con mi firma. Desperté y lo escribí de un tirón: a diferencia de Coleridge (afortunada o desafortunadamente), yo no sufrí interrupciones y pude recordar casi todo.
Algunos meses más tarde (ya había aparecido el poema en varias revistas) volví a soñar otro texto. Decía: “Cite la fuente”.
Reflexioné sobre el significado del mensaje, pero no llegué a ninguna conclusión.
Durante dos semanas soñé lo mismo, en papel negro y letras blancas: “Cite la fuente”, repetía. La última noche, se añadió: “Usted no es el autor de El hospicio de Crostide”.
Entonces comprendí, sólo que no podía creerlo. Alguien o algo me exigía que reconociera públicamente el verdadero origen del poema.
Recordé que cuando lo leí por primera vez, abajo aparecían tres palabras que podían haber sido una firma. En aquel momento, no les presté atención porque carecían de sentido. Es cierto que El hospicio de Crostide está lleno de versos extraños cuyo significado desconozco y que memoricé perfectamente sin dificultad; pero quizá se haya debido a que el ritmo o una fuerza interna y misteriosa los hacía necesarios.
En cambio, esas tres palabras que le digo no tenían que ver con el todo de la composición, y presumo que por ese motivo las separé involuntariamente de ella*.
Hubiera podido admitir que El hospicio de Crostide había sido un sueño y hasta que estaba firmado por un nombre que olvidé. Eso no habría quitado mérito a “mi” obra; más bien la habría dotado de una atmósfera muy adecuada. Además, creo que quienes pedían del otro lado que citara la fuente, se habrían conformado.
Sin embargo, no lo hice.
Razoné que lo soñado no podía ser sino parte de mí. Era ridículo suponer un mundo onírico autónomo. De cualquier manera, el poema me pertenecía e igualmente los reclamos posteriores.
Tuve, claro, algunas dudas sobre la seguridad de mi lógica y un poco de remordimiento. Si existía realmente el sueño como dimensión distinta y El hospicio de Crostide provenía de ella, yo estaba cometiendo una injusticia. Pero, ¿qué podía hacer si no afirmarme en la vigilia?
Hubo también, confieso, una vanidad caprichosa en mi decisión. Me molestaba que un sector subordinado se rebelara y planteara exigencias. No me lamento (el capricho es lo que decide el destino de los hombres); pero esa actitud ocasionó mi perdición.
Pocos días después, en otro sueño, recibí el último mensaje: “Se le suspenderán los servicios, hasta que se lo juzgue y se resuelva su caso”.
Usted ríe y es comprensible. Tampoco yo lo creería si no lo estuviera viviendo. Voy a ser breve para que mi relato no produzca una situación embarazosa entre nosotros.
Desde entonces se cumplió lo que me habían informado: no volví a soñar.
Hace dos o tres noches, apareció en breves y claras imágenes (como siempre, papel negro y letras blancas) un texto que creo definitivo. Decía así. “Ha sido encontrado culpable de falsía y sentenciado. Prepare sus cosas. Iremos a buscarlo próximamente”.
Aquella tarde, X no habló más. Bebí el té que nos sirvió su hija y conversé con ella sobre asuntos cotidianos.
El anciano, que no había abandonado su posición fetal, pareció dormirse con los ojos abiertos. Se detuvo por completo el temblor de su cuerpo; con la mandíbula caída, empezó a emitir ronquidos lentos y largos.
—Discúlpelo —dijo la muchacha—. Está muy enfermo.
Consideré ése un buen momento para retirarme y me excusé pretextando que era recién llegado a la ciudad y debía hacer algunas diligencias.
Salí con la sensación de haber sido víctima de una broma literaria; pero esa noche algo sucedió.
Como de costumbre, calenté agua en el cuarto de la pensión y preparé unos mates. Luego de tomar tres o cuatro, puse la alarma del despertador y me acosté. Tardé en dormirme; tanto, que me extrañó cuando comencé a soñar con X.
Apareció rodeado de unas figuras vivientes e imprecisas. Marchaba con ellas hacia un lugar oscuro. Una caverna o alguna profundidad similar. De pronto, se desprendió de sus guardianes y vino hasta mí. Acercó su cara, susurrándome: “Me llevan para que pague mi culpa”. Algo parecido a un remolino lo absorbió y las imágenes se diluyeron.
Me desperté muy agitado, empapado por el sudor.
A la mañana siguiente, la noticia consternó a la población: X había muerto de un paro cardíaco.