El ankuto pila
En casi todas las selvas del norte argentino existe un animal que raramente se muestra a los ojos del hombre. Es esquivo y sabe ocultarse con extraña habilidad. La gente lo llama ankuto pila. Se trata de una especie de oso flaco sin pelo (pila significa en quichua precisamente “pelado” o “desnudo”), no mayor que un perro ovejero, con orejas de mono, cuerpo fofo (pero, paradójicamente, provisto de una fuerza descomunal) y pellejo sobrante y suelto que se desdobla abdomen abajo como las olas de un arroyo. Algo parecido al Aye-Aye de Madagascar, aunque de color pardo claro y brillante y sin ojos saltones. Aún nadie ha podido estudiar bien sus características; se cree sin embargo que pertenece a la misma familia del coatí.
Los contados campesinos que han cazado un ankuto (casi siempre cachorros que han perdido a la madre) y lo mantuvieron en cautiverio, pudieron comprobar sus propiedades de rastreador. Este animal sirve para rastrear cualquier cosa, pero su instinto parece conocer una principal obsesión: es un sabueso infalible para hallar víctimas heridas o muertas por grandes felinos.
Hace tiempo, en la provincia de Jujuy, por la zona del Ramal se registró una historia de la que muy pocos supieron.
Me la refirió en San Pedro uno de sus protagonistas, Daniel Naser.
Por los sesenta, Daniel era un hombre joven con fama de picaflor. Las familias de media docena de niñas lo buscaban para cobrarle cuentas de amor pendientes, pero él siempre se las ingeniaba para prorrogar los plazos.
Aquella noche, calurosa y húmeda, había ido con Clara Singh a dar un paseo. Sobre ellos caía la constante nieve negra de la carbonilla. Entre los meses de marzo y octubre, en los campos del Ramal se queman los rastrojos de la caña de azúcar y ascienden al cielo largos y delgados tirabuzones de hollín, que luego bajan mansamente y tiznan de negro todo lo que tocan.
La pareja alcanzó el borde de la plantación y se recostó sobre el pasto.
Naser besó a Clara y luego, al apartarse de ella, descubrió por sobre su hombro la cabeza de un tigre en el cañaveral. Tratando de mantener la calma, le avisó a su amiga y los dos se pusieron de pie lentamente. Se dirigieron a un estanque que cerca de allí formaba la acequia de riego. Con la piel erizada en sus espaldas, caminaron unos pasos, mientras el jaguar se movía tras ellos y hacía crepitar muy suavemente las hojas de las cañas. Daniel Naser nunca supo qué sucedió con Clara. Al llegar al estanque vio a un niño sumergido hasta el cuello y eso lo distrajo un segundo. Cuando se volvió, la chica ya no estaba. Se introdujo en el agua y allí, junto al niño, aguardó sin querer los rugidos y los gritos de terror. Sin embargo, no escuchó nada. Durante los extensos minutos que permaneció en el estanque, sólo pudo percibir el ronroneo de la acequia y el breve oleaje golpeando contra la orilla. O su propio jadeo agitado, cuando las puntas de algún pasto le acariciaban los pelos de la cabeza. O la respiración del niño, que no dejaba de mirarlo desde la oscuridad y a quien recién entonces reconoció como Marcos Singh, el hermano menor de Clara. Daniel supuso que lo había enviado su padre para que los siguiera.
Aunque aquella calma los inquietaba, de golpe y sin decirse nada, decidieron abandonar el refugio y correr a las casas.
Al rato regresaban con familiares y perros horadando la noche.
No encontraron ni rastros de Clara.
El padre de la chica era el único poseedor en el pueblo de un ankuto pila y al amanecer lo sacó de su jaula. Una partida de hombres, entre los que el viejo Singh aceptó a Daniel, salió rumbo al monte. Naser describe al padre de Clara como un campesino de mirada intensa y pocas palabras, temido por sus explosiones de furia inesperadas. Ya anciano, en una pelea, le había cortado el brazo, con un golpe limpio de machete, a un muchachón cargoso que insistía en hablar mal de su mula.
Los hombres caminaron por horas dentro del monte, llevando al ankuto atado con correa y collar. El animal iba andando en cuatro patas, con un trotecito que hacía temblar su cuerpo como una gelatina; de pronto, en un descampado se irguió frente a una gran arboleda. Se paró sobre las patas traseras, abrió grande la boca y pegó un grito. Es curioso, pero los gritos de estos animales cuando hallan lo que buscan tienen algo de madre desesperada, como si supieran en qué condiciones están las víctimas antes de que nadie haya podido verlas. El ankuto miró fijamente hacia un punto entre la espesa muralla de árboles. Con un tirón se soltó y se lanzó a correr. Al principio corría parado, como un mono, pendulando hacia uno y otro lado, de manera que a los hombres se les hacía posible seguirlo a corta distancia. Pero a los pocos metros retomó su posición natural y emprendió una carrera a toda velocidad, desapareciendo en las altísimas matas de pasto.
Lo encontraron a la media hora, entre los quebrachos. Se hallaba sentado en el piso, cubierto de sangre, y parecía abatido; casi ni se movió cuando los hombres se acercaron. A pocos metros había una familia de jaguares, es decir, lo que quedaba de ella. Los cachorros estaban desmembrados; había pedazos esparcidos por todas partes, arrancados por una fuerza no terrestre. La madre de los tigrecitos colgaba blandamente de la rama de un árbol, con los huesos rotos, como un muñeco de trapo.
Los hombres nunca pudieron convencerse totalmente de que el ankuto hubiera sido capaz de semejante matanza. Sin embargo, no había huellas de ningún otro animal y los cuerpos de los jaguares aún estaban calientes.
Inútilmente, revisaron cada palmo de terreno varios quilómetros a la redonda. La muchacha no apareció. Pero sabían que el ankuto no se equivocaba. Clara había sido devorada por los jaguares, aunque jamás pudieran hallar las pruebas. Al día siguiente, regresaron a las casas con el ankuto que se dejó conducir dócilmente sujeto a la correa.
Un último dato: Daniel Naser fue aceptado por el viejo Singh como parte de la familia. Entre ellos no volvió a mencionarse el nombre de Clara.
Daniel se casó a los pocos años con otra de sus hijas.
Diario de un explorador
Hace poco, una señorita que llamaré Elisa Villagarcía, me facilitó un diario que escribió su abuelo (ya muerto) en la selva paraguaya, mientras se desempeñaba como explorador para el ejército boliviano durante la guerra del 32.
He quitado todas las referencias personales. Descontando algunos ajustes literarios que creí convenientes, el texto es sustancialmente el mismo.
Primer día
Soy el teniente primero Ernesto Villagarcía, al frente de un grupo de exploradores encargado de hallar el camino más directo y menos trabajoso hasta C. Mis hombres son: Tobías, un indio mataco esmirriado; Abel Nieve, un gigante de dos metros, corpulento y calvo, parece una enorme rodilla atrapada en un uniforme militar; Agamenón y Teófilo Sánchez, dos mellizos idénticos que hablan a dúo, como si pensaran las mismas cosas exactamente al mismo tiempo; por último, Cancio Cruz, el benjamín del pelotón, ignora su fecha de nacimiento, pero no le doy más de 17 años.
Ayer salimos del campamento militar y nos internamos en la selva.
He visto por lo menos tres pájaros que no conocía hasta el momento. Le pregunté por ellos al mataco, que es nuestro guía; me ha dicho los nombres en su lengua y ya no los recuerdo.
Guardia de anoche: Agamenón Sánchez, sin novedad. Hoy me toca a mí.
Segundo día
Noche serena. Ruidos de animales que no conozco; debo acostumbrarme a ellos.
Por la mañana se nos cruzó en el camino una tortuga. El mataco la partió rápidamente en cruz con dos tajos de machete. Dice que son animales que traen mala suerte. Aunque confieso que me repugnó su ensañamiento, lo he dejado hacer sin comentar nada. No es inteligente ir en contra de sus creencias. Con los indios hay que tener cuidado. Son extremadamente susceptibles y no se subordinan al orden militar o a los valores de nuestra cultura. Si se disgustara, podría abandonarnos en medio de la selva sin remordimientos.
Atravesamos zonas húmedas. Un par de quilómetros atrás empezaron los pequeños esteros.
En las ramas más altas de los árboles, se trenzan los bejucos formando unos nudos enormes y compactos. Desde aquí abajo parecen sólidos; pienso que alguien podría vivir dentro de ellos cómodamente.
Me apena ver a Cancio desesperado por el acoso de los zancudos. Está dejando su rostro de color púrpura, de tanto cachetazo que se pega.
Los Sánchez han pasado la tarde refiriendo anécdotas. Se hace difícil entenderles, porque casi nunca se turnan para hablar. Cuentan todo simultáneamente. Son extraños.
Guardia: Teófilo Sánchez.
Tercer día
Noche serena.
Monte adentro.
Hoy cazamos un chancho. Aunque llevamos provisiones, no estará mal un poco de carne fresca.
No ha sido una cacería común. Íbamos abriéndonos paso a machete por el monte, cuando escuchamos un chillido. Nieve y yo soltamos nuestros equipos y salimos corriendo; los demás quedaron más retrasados. Me sorprende la agilidad de Nieve para sortear escollos en la espesura. Llegamos a un descampado y encontramos al chancho empacado contra la pared de una barranca. Nos miramos sorprendidos, porque nada ni nadie le cortaba el paso. Sin embargo, el animal no se movía de su lugar, como asustado o paralizado por algo. Tanto que yo pensé si no estaría enfermo. Nos acercamos apuntándole con nuestros rifles. Uno, dos, cinco metros. Creo que habríamos podido matarlo desde una distancia aún menor. Aquello no fue una cacería, más bien pareció una ejecución. El chancho no hizo ni siquiera el intento por escapar o atacarnos, sólo aguardó a que disparáramos y se desplomó sobre el suelo.
Mientras lo contemplábamos agonizar, descubrí en el rostro de Abel Nieve una expresión de inquietud. No sé cómo explicarlo, pero yo también he sospechado que aquella presa no era para nosotros.
Los demás no se han enterado y en este momento aguardan con impaciencia que se termine de asar. Desde mi tienda huelo que ya no falta demasiado. Esta noche estará de guardia Cancio.
Cuarto día
Noche tranquila.
Estamos ya bastante lejos de nuestro último campamento militar. A veces, por donde transitamos aparece una pequeña senda. Durante un buen trecho se pierde y vuelve a aparecer. Hacia la tarde, Tobías encontró algo y nos llamó. Era una osamenta, blanca y opaca, de huesos fuertes pero delicados, como de un pájaro grande.
Pregunté al mataco de qué se trataba.
Él respondió que estábamos en el territorio de los pitáyovai y que el esqueleto pertenecía a uno de ellos. Es una raza que no entierra ni quema a sus muertos.
Ya antes había escuchado el nombre de estos indios, pero nunca me he topado con ninguno. Miré a mi tropa.
Tobías dijo que son unos hombrecitos que caen desde los árboles con sus hachas de doble filo talladas en piedra. Matan a la gente y se la comen. Se hizo un silencio intenso. Me habría gustado indagar más, pero me pareció que insistir sobre el tema podía afectarnos y la selva no es buen lugar para ponerse nervioso.
Después de todo, qué puede importar. Hay muchas clases de indios por estos lados: chiriguanos, chorotes, chulupíes, matacos, tobas, casi todos pacíficos.
Me tranquiliza saber que llevamos armas y balas suficientes como para hacer frente a cualquier peligro.
De guardia, Abel Nieve.
Quinto día
La noche estuvo rara, se escuchaban a lo lejos unos aullidos que no pudimos identificar; hoy hemos pasado una jornada infernal. Desde que salió el sol, los hombres estuvieron inquietos. La vigilia destempló el ánimo de Abel Nieve y ha peleado con los mellizos Sánchez, impacientado por sus respuestas a coro. Yo había ido a buscar agua al río con Cancio y Tobías y al regresar me encontré con una batalla campal. Los hermanos se trepaban sobre Abel Nieve como si fuera un cerro. Abel los pillaba del cogote, se los sacaba de encima y los revoleaba por el aire. Tratamos de separarlos, primero a gritos, después a empujones, pero era inútil; caímos también nosotros en la refriega. Al cabo de unos segundos, he logrado abatir a Nieve rompiéndole una gruesa rama contra su espalda (lo he lamentado: aprecio al gigante), y luego he tenido que defender su cuerpo a punta de fusil, porque los dos hermanos querían abalanzarse y matarlo a golpes.