—Explícate —dijo.
El recaudador carraspeó para aclararse la garganta.
—Bueno, señor, veréis… Les conté que había que pagar a un ejército regular, etcétera, y ellas preguntaron que por qué, y les dije que por los bandidos, etcétera, y ellas dijeron que los bandidos nunca las molestaban.
—¿Y las obras públicas?
—Ah, sí. Bien, les señalé la necesidad de construir y mantener puentes, etcétera.
—¿Y?
—Dijeron que no los usaban.
—Ah —asintió el duque con gesto de entendido—, no pueden cruzar corrientes de agua.
—De eso no estoy seguro, señor. Creo que las brujas cruzan lo que les da la gana.
—¿Te dijeron algo más?
El recaudador de impuestos se retorció distraídamente el dobladillo de la túnica.
—Bueno, señor…, mencioné que los impuestos ayudan a mantener la Paz del Rey, señor…
—¿Y?
—Me dijeron que el rey tenía que mantener su propia paz, señor. Y luego me dirigieron una mirada.
—¿Qué clase de mirada?
—Es difícil de describir.
El recaudador trató de esquivar los ojos de Lord Felmet, que le empezaban a provocar la alucinación de que el suelo embaldosado se extendía en todas las direcciones, y había cubierto ya varios acres de terreno. La fascinación de Lord Felmet era para él lo que un alfiler para una mariposa.
—Inténtalo —le invitó el duque.
El recaudador se sonrojó.
—Bueno —dijo—, no fue… agradable.
Lo cual demuestra que al recaudador de impuestos se le daban mucho mejor los números que las palabras. Lo que habría podido decir si la vergüenza, el miedo, la mala memoria y una carencia absoluta de imaginación no hubieran conspirado contra él, era:
«Cuando era pequeño, y estaba en casa de mi tía, y ella me había dicho que no tocara la crema, etcétera, y la había guardado en el estante más alto de la despensa, y yo cogí un taburete cuando ella no estaba, y mi tía volvió y no me di cuenta, y no pude coger bien el bote y se rompió contra el suelo, y ella abrió la puerta y me miró…, con esa mirada. Pero lo peor era que las brujas lo sabían».
—No fue agradable —repitió el duque.
—No, señor.
El duque tamborileó los dedos de la mano izquierda sobre el brazo del trono. El recaudador de impuestos carraspeó de nuevo.
—No…, no me obligarás a volver allí, ¿verdad, señor? —preguntó.
—¿Eh? —se sobresaltó el duque. Movió una mano, irritado—. No, no —dijo—. En absoluto. Cuando salgas de aquí, ve a ver al torturador, a ver qué tiene para ti.
El recaudador le dirigió una mirada agradecida, e hizo una reverencia.
—Sí, señor. Ahora mismo, señor. Gracias, señor. Eres muy…
—Sí, sí —replicó Lord Felmet, ausente—. Puedes retirarte.
El duque quedó a solas en la vasta sala. Llovía de nuevo. De cuando en cuando, un trocito de yeso del techo se estrellaba contra las baldosas, y los muros crujían al alejarse aún más unos de otros. El aire olía a sótano cerrado.
Dioses, cómo detestaba aquel reino.
Era diminuto, unos sesenta kilómetros de largo por quince de ancho, constituido en su mayor parte por montañas ariscas, con laderas de hielo verdoso y picos afilados como cuchillos, o densos bosques oscuros. Un reino así no tenía por qué dar el menor problema.
Pero no podía librarse de la sensación de que, además de longitud y anchura, tenía profundidad. Parecía contener mucha geografía, demasiada.
Se levantó y caminó hasta el balcón, desde donde se divisaba un inigualable paisaje de árboles y más árboles. Se le ocurrió que los árboles también lo miraban a él.
Advertía su resentimiento, pero eso era extraño, porque los habitantes en sí no habían objetado demasiado. La verdad es que no ponían objeciones a casi nada. Verence había sido bastante popular, a su manera. Hubo mucha gente en el funeral. Lord Felmet recordaba los rostros solemnes. No estúpidos, no, de ninguna manera. Sólo preocupados, como si lo que hiciesen los reyes no tuviera demasiada importancia.
Eso le parecía casi tan turbador como los árboles. Una buena revuelta, en cambio, habría sido más…, más apropiada. Entonces podría haber salido a caballo para ahorcar a la gente, habría tenido la tensión creativa que es fundamental para el desarrollo de un estado. En las llanuras donde había nacido, si uno daba patadas a la gente, la gente se las devolvía. En cambio, allí arriba, si dabas una patada a alguien, éste se apartaba y se limitaba a esperar a que se te cansara la pierna. ¿Cómo podía un rey pasar a la historia gobernando sobre semejante pueblo? No se los podía oprimir más de lo que se puede oprimir a una manta.
Había elevado los impuestos, había quemado unos cuantos pueblos por cuestión de principios, sólo para demostrar a todo el mundo con quién se las tenían que ver. No había surtido el menor efecto.
Y luego estaban aquellas brujas. Le obsesionaban.
—¡Bufón!
El bufón, que estaba echando una cabezadita tras el trono, despertó horrorizado.
—¡Sí!
—Acércate, bufón.
El bufón se acercó con la cabeza gacha, haciendo tintinear sus cascabeles.
—Dime, bufón, ¿aquí siempre llueve?
—Pues veréis, señooooooor…
—Limítate a responder a la pregunta —le interrumpió Lord Felmet, al ver que echaba mano de la mandolina.
—A veces la lluvia cesa, señor. Para dejar sitio a la nieve. Y a veces tenemos nieblas realmente orgulosas —respondió el bufón.
—¿Orgulosas? —inquirió el duque, distraído.
El bufón no pudo contenerse. Sus oídos espantados oyeron a su boca afirmar:
—Espesas, mi señor. Del latatiano orgulum, que significa sopa o caldo.
Pero el duque no le escuchaba. La experiencia le había enseñado que escuchar el parloteo de los criados era una pérdida de tiempo.
—Me aburro, bufón.
—Permitid que os entretenga, mi señor, con alegres historias y divertidas anécdotas.
—Prueba a ver.
El bufón se lamió los labios resecos. No se esperaba aquello. El rey Verence siempre se había conformado con darle una patada, o tirarle una botella a la cabeza. Un rey como debe ser.
—Estoy esperando. Hazme reír.
El bufón se decidió.
—A ver, señor —tartamudeó—, ¿cuántos bufones hacen falta para cambiar una bombilla?
El duque frunció el ceño. El bufón consideró que era mejor no esperar.
—Cinco, señor. Uno para sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a la silla.
Y, como parte del chiste, rasgueó su mandolina.
El dedo índice del duque marcaba un extraño ritmo en el brazo del trono.
—Sigue —dijo—. ¿Qué pasa luego?
—Eh…, me temo que eso era todo, señor —dijo el bufón—. Mi abuelo lo consideraba uno de sus mejores chistes.
—Seguro que lo contaba de otra manera —señaló el duque. Se levantó—. Haz venir al montero mayor. Voy a salir a cazar. Tú también puedes venir.
—¡Pero señor, nunca he montado a caballo!
Por primera vez aquella mañana, Lord Felmet sonrió.
—¡Excelente! —exclamó—. Te daremos un caballo que nunca haya sido montado. Ja. Ja.
Se miró las manos vendadas. Y después, dijo para sus adentros, haré que el herrero me fabrique una buena lima.
Pasó un año. Los días se sucedían con paciencia. En el principio del multiverso, habían intentado pasar todos a la vez, pero la cosa no funcionó.
Tomjon estaba sentado bajo la desvencijada mesa de Hwel, mirando a su padre, que paseaba de arriba a abajo moviendo un brazo y sin dejar de hablar. Vitoller siempre movía los brazos cuando hablaba. Si le ataran las manos a la espalda, se quedaría mudo.
—Muy bien —estaba diciendo—, ¿qué tal Las Novias del Rey?
—El año pasado —respondió la voz de Hwel.
—Vale, vale. Entonces haremos Mallo, el Tirano de Klatch —replicó Vitoller. Su laringe se cambió las pilas y su voz se convirtió en aquel trueno retumbante que podía hacer vibrar las ventanas de cualquier plaza de pueblo—. Entre sangre llegué, y por ley de sangre, que nadie ose limpiar la sangre de estos muros…
—La hicimos el año antepasado —le interrumpió Hwel con tranquilidad—. Además, la gente está harta de reyes. Lo que quieren es reírse.
—De mis reyes nadie se harta —replicó Vitoller—. Mi querido muchacho, la gente no va al teatro para reír, van a Experimentar, a Aprender, a Maravillarse…
—A reír —se limitó a señalar Hwel—. Echa un vistazo a ésta.
Tomjon oyó el crujido del papel y los de la estructura de madera cuando Vitoller hizo descender todo su peso sobre un cesto puesto al revés.
—Una especie de mago —leyó Vitoller—, O, Como os dé la gana.
Hwel estiró las piernas por debajo de la mesa y dio una patada a Tomjon. Sacó al niño por una oreja.
—¿Qué es esto? —dijo Vitoller—. ¿Magos? ¿Demonios? ¿Duendes? ¿Mercaderes?
—Me gusta sobre todo el Acto II, Escena IV —señaló Hwel—. Cómico Lavando la Ropa con Dos Criados.
—¿Alguna escena de lecho de muerte? —preguntó Vitoller, esperanzado.
—N-no. Pero puedo hacer un monólogo humorístico en el Acto III.
—¡Un monólogo humorístico!
—Vale, hay sitio para un soliloquio en el último —se apresuró a añadir Hwel—. Te lo escribiré esta misma noche, no hay problema.
—Y un apuñalamiento —pidió Vitoller al tiempo que se ponía de pie—. Un asesinato despiadado. Eso siempre gusta.
Salió para organizar el montaje del escenario.
Hwel suspiró y cogió la pluma. Al otro lado de las paredes de la tienda estaba la ciudad de Perro Ahorcado, que se había dejado construir en un saliente de un precipicio monstruoso. Había mucho terreno llano en las Montañas del Carnero. Por desgracia, casi todo se encontraba en posición vertical.
A Hwel no le gustaban las Montañas del Carnero, cosa extraña, puesto que era tierra tradicional de enanos, y él era un enano. Pero lo habían expulsado de su tribu hacía años, no sólo por su claustrofobia, sino porque además tenía tendencia a soñar con los ojos abiertos. El rey enano era de la opinión de que no se trataba de un talento valioso para alguien que debe blandir un hacha de doble filo, y sobre todo acordarse de qué debe golpear con ella, de manera que Hwel recibió una bolsa pequeña, muy pequeña, de oro, los mejores deseos de la tribu, y una despedida irrevocable.
Casualmente, la compañía itinerante de Vitoller había pasado por la zona en aquel momento, y el enano invirtió una monedita de cobre en ver El Dragón de las Llanuras. Contempló la obra sin mover ni un sólo músculo de la cara, volvió a su alojamiento, y a la mañana siguiente llamó a la puerta de Vitoller con el primer borrador de El Rey Bajo la Montaña. En realidad, no era muy bueno, Pero Vitoller fue lo suficientemente perceptivo como para ver que en aquella cabeza afilada y peluda había una imaginación que asombraría al mundo, y así, cuando los actores itinerantes echaron a andar, uno de ellos tuvo que correr para no perderlos de vista…
Las partículas de inspiración recorren el universo constantemente. De cuando en cuando, una de ellas va a caer sobre una mente perceptiva, que entonces inventa el ADN, o las sonatas para flauta dulce, o la manera de hacer que las bombillas se fundan en la mitad de tiempo. Pero la mayoría se pierden. La vida de muchísima gente transcurre sin que una de estas partículas se le acorche siquiera.
Otros son aún más desgraciados. Las reciben todas.
Hwel era una de estas personas. Suficientes inspiraciones como para escribir una historia completa del arte dramático entraban continuamente en un pequeño cráneo, diseñado como mucho para resistir golpes de hacha.
Lamió la pluma y contempló el campamento a su alrededor. Nadie miraba. Cautelosamente, levantó el Mago, y descubrió otro fajo de papeles.
No era otro folletón más. Cada página estaba manchada de sudor, las líneas eran un laberinto de tachones, flechas e inserciones. Hwel las miró un instante, a solas en un mundo compuesto por él, la siguiente página en blanco y las voces clamorosas que poblaban sus sueños.
Empezó a escribir.
Libre de la atención de Hwel, que nunca era excesiva, Tomjon abrió la tapa del cesto donde se guardaban los elementos para los disfraces. Con el estilo metódico de los muy jóvenes, empezó a desempaquetar las coronas.
El enano se mordió la punta de la lengua mientras guiaba la pluma por la página emborronada. Había encontrado lugar para los desgraciados amantes, los sepultureros cómicos y el rey jorobado. Pero le estaban dando problemas los gatos y los patinadores…
Un gorjeo le hizo alzar la vista.
—Por lo que más quieras, niño —dijo—. Es demasiado grande para ti, vuelve a ponerla en su sitio.
Llegó el invierno al Disco.
En las Montañas del Carnero, si se quiere hablar con propiedad, no se puede describir el invierno como ese país de las maravillas helado, la nieve no es un sutil encaje que entrelaza las ramas de los árboles. En las Montañas del Carnero, el invierno no se anda con tonterías. Es una puerta directa a esa frialdad primaria que existía antes de la creación del mundo. En las Montañas del Carnero, el invierno consistía en varios metros de nieve, los árboles eran una serie de túneles color verde sombrío agitados por las ventiscas. El invierno significaba la llegada del viento perezoso, que no se tomaba la molestia de soplar alrededor de las personas, sino que soplaba a través de ellas. La idea de que el invierno pudiera ser hermoso jamás se le habría ocurrido a los habitantes de las Montañas del Carnero, que tenían dieciocho nombres diferentes para la nieve.[5]