—Bueno, es obvio que…
—No, no se trata de un hechizo de magia. Es más bien que les tienen respeto. Practican la medicina y cosas así. Los que viven en la montaña parecen temerlas y respetarlas a la vez. Quizá sea difícil que eso cambie.
—Empiezo a pensar que a ti también te han hechizado —bufó la duquesa.
La verdad era que el duque estaba intrigado. El poder tenía una cualidad vagamente fascinante, quizá por eso se había casado con la duquesa. Contempló el fuego de la chimenea.
—De hecho —añadió la duquesa, que reconocía aquella sonrisa malévola—, te gusta la idea del peligro, ¿verdad? Recuerdo cuando nos casamos, todo aquello de la cuerda de nudos…
Chasqueó los dedos ante la mirada perdida del duque. Él pegó un respingo.
—¡En absoluto! —gritó.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Esperar.
—¿Esperar?
—Esperar y meditar. La paciencia es una virtud.
El duque se irguió. Sonrió con la sonrisa de quien puede pasarse un millón de años sentado sobre una roca. Tenía un tic nervioso en un ojo.
La sangre brotaba de nuevo bajo los vendajes de sus manos.
Una vez más, la luna llena cabalgaba entre las nubes.
Yaya Ceravieja ordeñó a las cabras y les puso comida, encendió el fuego en el hogar, echó un trapo sobre el espejo y sacó su escoba mágica de detrás de la puerta. Salió de casa, cerró la puerta trasera y colgó la llave de un clavito en el excusado.
Aquello era más que suficiente. En toda la historia de la brujería en las Montañas del Carnero, sólo en una ocasión un ladrón había entrado en la casa de una bruja. La bruja afectada descargó sobre él el más terrible de los castigos.[4]
Yaya se sentó en su escoba y murmuró unas palabras, pero sin mucha convicción. Tras un par de intentos, se bajó, arregló un poco las cerdas y probó de nuevo. El extremo del palo brilló un momento, pero enseguida se apagó.
—Rayos —murmuró Yaya entre dientes.
Miró a su alrededor, por si había alguien vigilándola. Sólo vio un tejón al acecho, que a su vez oyó el sonido de los pies corriendo, sacó la cabeza de entre los arbustos y vio a Yaya lanzada como una exhalación sendero abajo, arrastrando la escoba tras ella. Por fin, la magia prendió, y Yaya consiguió saltar a bordo torpemente antes de que se elevara hacia el cielo con la elegancia de un pato manco de un ala.
En las alturas resonó una maldición dedicada a todos los cacharros mágicos.
La mayor parte de las brujas preferían vivir en casitas aisladas, con las tradicionales chimeneas semiderruidas y hierbajos en los jardines. Yaya Ceravieja aprobaba esta actitud. Era inútil ser bruja a menos que la gente lo supiera.
En cambio a Tata Ogg le importaba bien poco lo que supiera la gente, y aún menos lo que pensara; vivía en una casita cómoda y pulcra en el centro mismo de Lancre, en el centro de su imperio privado. Varias hijas y nueras acudían allí a limpiar y cocinar, organizadas en turnos rotatorios. Toda superficie plana se encontraba atestada de adornos y recuerdos traídos por los miembros viajeros de la familia. Los hijos y nietos se encargaban de tener llena la leñera, de estucar los techos y de limpiar la chimenea. La alacena de las bebidas estaba siempre llena, al igual que la bolsita de tabaco junto a su mecedora. Sobre la chimenea pendía un gran cartel que decía «Madre». En la historia del mundo, ningún tirano había logrado un control tan absoluto como ella.
Tata Ogg también tenía un gato, un macho enorme llamado Mandón, que repartía su tiempo entre dos tareas: dormir y procrear en la tribu felina más extensa e incestuosa que ha existido jamás. Abrió su ojo, semejante a una ventana amarillenta que diera al infierno, cuando oyó la escoba de Yaya aterrizar torpemente en el césped del jardín trasero. Con instinto felino, identificó inmediatamente a Yaya como uno de esos seres que detestan a los gatos, y se metió bajo una silla.
Magrat ya estaba sentada junto a la chimenea.
Una de las pocas reglas inmutables de la magia es que los que la practican no pueden cambiar de apariencia durante mucho tiempo. El cuerpo humano tiene desarrollada una especie de inercia mórfica y, gradualmente, recupera su forma original. Pero Magrat lo intentaba. Todas las mañanas, su cabellera era larga, espesa y rubia, pero por la tarde siempre había vuelto a ser el estropajo enmarañado de siempre. Trataba de paliar el efecto entrelazándose flores en el pelo. El resultado no era precisamente el que esperaba. Daba la impresión de que se le había caído una maceta en la cabeza.
—Buenas noches —dijo Yaya.
—Bienhallada bajo la luz de la luna —respondió Magrat educadamente—. Feliz este encuentro. Una estrella brilla…
—Suficiente —la interrumpió Tata Ogg.
Magrat parpadeó.
Yaya se sentó y empezó a quitarse las horquillas que le sujetaban el sombrero puntiagudo al moño. Por fin, se fijó en Magrat.
—¡Magrat!
La joven bruja pegó un respingo, y se llevó las manos al virtuoso escote del vestido.
—¿S-sí? —tartamudeó.
—¿Qué tienes en el regazo?
—Es mi familiar, mi espíritu protector —replicó a la defensiva.
—¿Qué le pasó al sapo que tenías?
—Se escapó —murmuró Magrat—. Bueno, no era gran cosa.
Yaya suspiró. Magrat había estado buscando un familiar de confianza durante mucho tiempo, y pese al amor y la atención que les dedicaba, todos parecían tener alguna lacra terrible, como tendencia a morder, dejarse atropellar o, en casos extremos, metamorfosearse.
—Con éste ya van quince este año —señaló Yaya—. Sin contar al caballo. ¿Qué es esta vez?
—Una piedra —rió Tata Ogg.
—No estaría mal, al menos le duraría —dijo Yaya.
A la roca le brotó una cabeza y la miró con cierta ironía.
—Es una tortuga —la corrigió Magrat—. La compré en el mercado de Risco del Cordero. Es increíblemente vieja y conoce muchos secretos, me lo dijo el vendedor.
—Ya sé a qué vendedor te refieres —asintió Yaya—. Es el que vende gargantillas de oro que se oxidan a los dos días.
—Bueno, sea como sea, la voy a llamar Veloz —insistió Magrat con la voz cargada de desafío—. Estoy en mi derecho.
—Sí, sí, claro —asintió Yaya—. Bien, ¿qué tal estáis, hermanas? Has pasado dos meses desde nuestra última reunión.
—Tendríamos que vernos cada luna nueva —señaló Magrat, testaruda—. Siempre.
—Se casaba la pequeña de mi Grame —replicó Tata Ogg—. No me lo podía perder.
—Y yo me pasé la noche cuidando a una cabra enferma —se disculpó a su vez Yaya Ceravieja.
—Bueno, bueno —asintió Magrat, aunque algo dubitativa. Rebuscó en su bolso—. En fin, si vamos a empezar ya, será mejor que encendamos las velas.
Las brujas mayores intercambiaron una mirada de resignación.
—Pero si tenemos una lámpara preciosa que me envió mi Tracie —dijo Tata Ogg con inocencia—. Además, iba a atizar el fuego de la chimenea.
—Yo veo perfectamente, Magrat —señaló Yaya—. Veo que ya has estado otra vez leyendo esos libros raros, esos bromuros.
—Grimorios…
—Y tampoco pintarás en el suelo esta vez —le advirtió Tata Ogg—. Mi Dreen tardó días en limpiar aquellas comosellamen…
—Runas —suspiró Magrat. Tenía una mirada implorante en los ojos—. Una velita sólo, por favor…
—De acuerdo —asintió Tata, cediendo un poco—. Si tanto te apetece…, pero sólo una. Y una vela blanca, como está mandado. Nada de cosas raras.
Magrat suspiró de nuevo. Probablemente no sería buena idea sacar el resto del contenido de su bolso.
—Deberíamos ser más —dijo con tristeza—. No está bien un aquelarre de tres…
—No sabía que siguiéramos siendo un aquelarre. Nadie me ha dicho que aún fuéramos un aquelarre —bufó Yaya Ceravieja—. De todos modos, no hay más brujas en estas montañas, excepto la vieja Gammer Dismass, que no sale mucho últimamente.
—Pues en mi pueblo hay montones de niñas —dijo Magrat—. Ya sabéis, a lo mejor se apuntaban.
—Nunca lo hacemos así, lo sabes muy bien —replicó Yaya, desaprobadora—. La gente no busca la brujería, es la brujería la que busca a la gente.
—Sí, sí —dijo Magrat—. Lo siento.
—Bien —respondió Yaya, algo tranquilizada.
Nunca había dominado el arte de la disculpa, pero sabía valorarlo en otras personas.
—¿Qué se sabe de ese nuevo duque? —preguntó Tata para aligerar el ambiente.
Yaya se acomodó en la silla.
—Hizo quemar algunas casas en Culo de Mal Asiento —dijo—. Por eso de los impuestos.
—Es terrible —dijo Magrat.
—El viejo rey Verence también solía hacerlo —asintió Tata—. Tenía un genio tremendo.
—Pero él casi siempre dejaba que la gente saliera antes —señaló Yaya.
—Cierto, cierto —dijo Tata, que era promonárquica convencida—. Tenía esos detalles. Incluso daba dinero a la gente para que reconstruyeran la casa. Cuando se acordaba, claro.
—Y cada Noche de la Vigilia de los Puercos, una pata de venado. Sin falta —suspiró Yaya.
—Desde luego, era muy respetuoso con las brujas —añadió Tata Ogg—. Cuando salía a cazar gente, si se encontraba conmigo en el bosque, siempre se quitaba el casco y me saludaba, «Espero que se encuentre bien, señora Ogg», me decía, y al día siguiente me enviaba a su mayordomo con un par de botellas de algo. Un rey como debe ser.
—Pero lo de cazar gente tampoco está muy bien —dijo Magrat.
—Bueno, no —concedió Yaya Ceravieja—. Pero sólo lo hacía si habían hecho algo muy malo. Y él decía que lo disfrutaban. Además, si le habían hecho pasar un buen rato, los dejaba vivir.
—Y luego estaba esa cosa peluda suya —dijo Tata Ogg.
Hubo un cambio perceptible en el ambiente. Se hizo más cálido, más oscuro, llenó los rincones con las sombras de una muda conspiración.
—Ah —asintió Yaya Ceravieja, perdida en sus pensamientos—. Su droit de seigneur.
—Necesitaba mucho ejercicio —añadió Tata Ogg, con la vista fija en el suelo.
—Pero al día siguiente enviaba a su mayordomo con una bolsa de plata y un montón de cosas para la boda. Más de una pareja tuvo un buen matrimonio gracias a eso.
—Cierto —afirmó Tata—. Y algún que otro individuo soltero, también.
—Era un rey de los pies a la cabeza.
—¿De qué habláis? —preguntó Magrat, desconcertada—. ¿Hacía obras de caridad?
Las dos brujas salieron de las profundas corrientes donde habían estado nadando. Yaya Ceravieja se encogió de hombros.
—La verdad —siguió Magrat, severa—, para tener tan buena opinión del viejo rey, no parecéis muy preocupadas por el hecho de que lo asesinaran. Es decir, fue un accidente muy sospechoso…
—Son cosas que les pasan a los reyes —dijo Yaya—. Vienen y van, buenos y malos. Su padre envenenó al rey que teníamos antes.
—Sí, al viejo Thargum —asintió Tata—. Recuerdo que tenía una barba roja muy llamativa. También era muy atento, ¿sabéis?
—Pero ahora nadie debe decir que Felmet mató al rey —aportó Magrat.
—¿Qué? —se sorprendió Yaya.
—El otro día hizo ejecutar a unos hombres en Lancre por decirlo —siguió Magrat—. Los acusó de ir difundiendo mentiras maliciosas. Aseguró que cualquiera que opinase lo contrario visitaría el interior de sus mazmorras, aunque por poco tiempo. Según él, Verence murió de muerte natural.
—En realidad, el asesinato es una muerte natural cuando se trata de un rey —comentó Yaya—. No sé por qué se lo toma tan mal. Cuando asesinaron al viejo rey Thargum, clavaron su cabeza en una pica, encendieron una hoguera enorme, y todos los del palacio se emborracharon durante una semana.
—Me acuerdo, me acuerdo —asintió Tata—. Pasearon la cabeza por todos los pueblos para demostrar que estaba muerto. Me pareció muy convincente. Sobre todo para él. Sonreía. Creo que es la manera en que le habría gustado morir.
—Pues me parece que a éste será mejor tenerlo vigilado —suspiró Yaya—. Quizá sea listo. Eso no es bueno para un rey. Y creo que no es nada respetuoso.
—La semana pasada vino a verme un hombre, para preguntarme si quería pagar impuestos —intervino Magrat—. Le dije que no.
—A mí también vino a verme —dijo Tata Ogg—. Pero mi Jason y mi Wane, que le abrieron la puerta, le dijeron que no estábamos interesados.
—¿Un tipo bajito, calvo, con capa negra? —preguntó Tata, pensativa.
—Sí —respondieron las otras dos al unísono.
—Lo encontré merodeando entre mis tomateras. Pero, cuando fui a ver qué quería, salió huyendo.
—La verdad es que yo le di dos moneditas de cobre —reconoció Magrat—. Es que me dijo que, si no conseguía que las brujas pagaran impuestos, iban a torturarlo…
Lord Felmet examinó detenidamente las dos monedas que tenía en el regazo.
Luego clavó la vista en el recaudador de impuestos.