Hizo un brindis en dirección a algo invisible.
—Una memoria estupenda, eso es lo que debe tener —dijo—. Siempre se acordará de todo.
Y Yaya Ceravieja, que caminaba a solas por el bosque nocturno, se arrebujó en su chal y meditó. Había sido un día largo, un día duro. Lo del teatro había sido aún peor. Todo el mundo fingiendo ser quien no era, cosas falsas, paisajes que no se podían pisar… A Yaya le gustaba saber dónde estaba, y no aprobaba aquel tipo de cosas. No le agradaba que el mundo cambiara constantemente.
Antes no cambiaba tanto. Era desconcertante.
Caminó rápidamente por la oscuridad, con el paso seguro de quien tiene al menos la certeza de que en el bosque había algo terrible en aquella noche húmeda y ventosa: ella.
—Que siempre sea quien cree ser —dijo—. Es lo máximo que cualquiera puede esperar en la vida.
Al igual que la mayor parte de la gente, las brujas no viven concentradas en el momento. La diferencia estriba en que ellas lo comprenden, aunque sea de una manera nebulosa, y aprovechan la circunstancia. Valoran el pasado porque una parte de ellas aún vive en él, y pueden ver las sombras que proyecta el futuro.
Yaya captaba la forma del futuro, y veía que estaba llena de cuchillos afilados.
Empezó a las cinco de la madrugada siguiente. Cuatro hombres cabalgaron por los bosques cercanos a la casita de Yaya, ataron los caballos lejos para no ser oídos, y se deslizaron cautelosamente entre la neblina.
El sargento que estaba al mando no parecía nada contento con su misión. Había nacido en las Montañas del Carnero, y no tenía la menor idea de cómo se hace para arrestar a una bruja. En cambio, imaginaba que a la bruja no le haría ninguna gracia. Y no le hacía gracia hacer algo que no hiciera gracia a una bruja.
Sus hombres también eran de la zona. Le seguían de cerca, muy de cerca, preparados para escudarse tras él en cuanto vieran algo más inesperado que un árbol.
Entre la niebla, la casita de Yaya tenía forma de seta. Las indómitas hierbas de su jardín parecían moverse, incluso aunque no había viento. Allí había plantas desconocidas en las montañas, sus raíces y semillas provenían del otro lado del Mundodisco, y el sargento habría podido jurar que una o dos flores se volvieron hacia él. Se estremeció.
—¿Y ahora, qué, sargento?
—Nos…, nos dispersamos —respondió—. Eso. Nos dispersamos.
Cruzaron la valla cautelosamente. El sargento se agazapó tras un tronco que le vino al pelo.
—Bien —dijo—. Muy bien. Habéis captado la idea. Ahora nos dispersaremos otra vez, pero por separado.
Los hombres refunfuñaron un poco, pero desaparecieron en la niebla. El sargento les dio unos minutos para ocupar sus posiciones.
—Bien —dijo—. Ahora…
Se interrumpió.
Se preguntó si se atrevía a gritar, y se respondió que no.
Se irguió. Se quitó el casco para demostrar su respeto y avanzó hacia la puerta trasera. Llamó con toda suavidad.
Tras una espera de varios segundos, volvió a ponerse el casco y se alejó.
—No hay nadie. Maldita sea.
La puerta se abrió. Se abrió muy despacio, con el máximo posible de crujidos. La simple negligencia no habría causado una oxidación tal en las bisagras, alguien tenía que haberlas trabajado durante muchas semanas con agua caliente. El sargento se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, tratando de mover los menos músculos posibles.
Sintió todo tipo de cosas contradictorias al ver que no había nadie en la entrada. Él tenía entendido que las puertas no se abren solas.
Carraspeó, nervioso.
—Fea tos —susurró Yaya Ceravieja junto a su oído—. Has hecho bien en venir.
El sargento alzó la vista hacia ella con una expresión de gratitud enloquecida.
—Arrrrhg —dijo.
—¿Que ella hizo qué? —se asombró el duque.
El sargento tenía la vista clavada en un punto a diez centímetros a la derecha de la silla del duque.
—Me dio una taza de té, señor.
—¿Y tus hombres?
—También preparó té para ellos.
El duque se levantó de la silla y puso el brazo en torno a la oxidada cota de mallas del sargento, a la altura de los hombros. Estaba de mal humor. Se había pasado media noche lavándose las manos. Seguía teniendo la sensación de que alguien le susurraba algo al oído. Su tazón de cereales de desayuno estaba demasiado salado, y además lo habían asado y le habían puesto una manzana. Desde luego, el duque estaba muy molesto. Era educado, de ese tipo de hombres que son más amables cuanto más cerca de estallar están, hasta llegar el punto en que las palabras «Muchas gracias» tienen el filo cortante de una guillotina.
—Sargento… —dijo mientras acompañaba al soldado.
—¿Señor?
—Me parece que no te expliqué bien las órdenes, sargento —señaló el duque con tono siseante.
—¿Señor?
—En fin, es posible que mis instrucciones fueran confusas. Quise ordenarte «Tráeme a esa bruja, encadenada si hace falta», pero quizá lo que dije en realidad fue «Ve a tomar una taza de té con ella». ¿Se trata de eso?
El sargento frunció el ceño. El sarcasmo no había entrado hasta entonces en su vida. Según su experiencia, cuando alguien se enfadaba con él, había gritos y algún que otro golpe.
—No, señor —respondió.
—En ese caso, no alcanzo a comprender por qué no hiciste lo que ordené.
—¿Señor?
—Supongo que pronunció algunas palabras mágicas, ¿verdad? He oído hablar de las brujas —dijo el duque, que se había pasado la otra mitad de la noche leyendo, hasta que las manos vendadas le temblaron demasiado, algunas de las obras[3] más expresivas sobre el tema—. Imagino que te ofreció visiones de delicias extraterrenas. ¿Te mostró…? —Se estremeció—. ¿Te mostró oscuras fascinaciones y éxtasis prohibidos en los que los mortales no deben ni pensar, y secretos demoníacos que te llevaron a lo más profundo de los deseos humanos?
El duque se sentó y se dio aire con el pañuelo.
—¿Te encuentras bien, señor? —se alarmó el sargento.
—¿Qué? Oh, perfectamente, perfectamente.
—Te has puesto todo rojo.
—¡No cambies de tema! —le espetó el duque, recuperando un poco la compostura—. Admítelo. Te ofreció placeres hedonistas y licenciosos, conocidos sólo para los que dominan las artes carnales, ¿verdad?
El sargento se puso firme y miró hacia el frente.
—No, señor —respondió con el tono del que dice la verdad, sean cuales sean las consecuencias—. Me ofreció un bizcocho.
—¿Un bizcocho?
—Sí, señor. De pasas.
Felmet se quedó completamente quieto mientras trataba de recuperar la paz interior. Todo lo que consiguió decir fue:
—¿Y tus hombres?
—Ellos también comieron bizcocho, señor. Todos excepto el joven Roger, que no puede comer fruta, señor, por su problema.
El duque, tambaleante, se sentó en una silla junto a la ventana, y se cubrió los ojos con una mano. Yo nací para gobernar en las llanuras, pensó, donde todo es tan plano y tan sencillo, no hace este tiempo y la gente parece más cuerda. Ahora me contará qué comió Roger.
—Roger comió una pasta, señor.
El duque se volvió y contempló los árboles. Estaba furioso. Estaba muy furioso. Pero veinte años de matrimonio con Lady Felmet le habían enseñado, no sólo a controlar sus emociones, sino a controlar incluso sus instintos, y ni un tic muscular delataba lo que pasaba por su mente. Además, en los más oscuros rincones de su mente, había una emoción a la que hasta entonces había dedicado muy poco tiempo. La curiosidad acababa de dar señales de vida.
El duque se las había arreglado muy bien durante cincuenta años sin encontrarle uso a la curiosidad. No era una característica muy apreciada entre los aristócratas. La certeza siempre le había parecido mucho mejor. Pero se le ocurrió que, por una vez, la curiosidad podía ser útil.
El sargento estaba de pie ante él, con el aire estólido de quien aguarda una orden, y seguramente seguirá esperando hasta que la deriva continental lo arranque de su lugar. Llevaba muchos años cumpliendo las escasas órdenes de los reyes de Lancre, y se le notaba. Su cuerpo estaba en posición de firmes. Pese a todos los esfuerzos que hacía, su estómago, no.
El duque miró al bufón, que estaba sentado en su taburete junto al trono. La figura jorobada alzó la vista con cierta vergüenza, e hizo tintinear desganadamente sus cascabeles.
El duque tomó una decisión. Se dijo que, para avanzar, había que buscar los puntos débiles. Trató de no pensar en que entre esos puntos débiles estaban los riñones de un rey en la cima de una escalinata oscura, y se concentró en los asuntos que tenía al alcance de la mano.
… mano. Se había frotado y frotado, pero sin lograr nada. Al final, fue a las mazmorras y pidió prestado al torturador uno de sus cepillos de alambres. También con eso se frotó y se frotó, y también sin lograr nada. Nada bueno, al menos, porque cuanto más frotaba, más sangre había. Tenía miedo de estar volviéndose loco.
Luchó contra la idea. Puntos débiles. Eso era. El bufón entero parecía un punto débil.
—Puedes retirarte, sargento.
—Señor —saludó el soldado.
Se alejó, caminando con rigidez.
—Bufón.
—Decidme, oh gran señoooor —contestó el bufón, nervioso, dando un rápido rasgueo a su detestada mandolina.
El duque se sentó en el trono.
—Ya tengo el soniquete de mi esposa en los oídos, no necesito el tuyo. Quiero que me aconsejes.
—A tus órdenes, tío.
—No soy tu tío, si lo fuera me acordaría, estoy seguro —replicó Lord Felmet, inclinándose hasta que la proa de su nariz quedó a escasos centímetros del rostro aterrado del bufón—. Y si vuelves a tocar esa maldita mandolina, verás mi lado malo.
El bufón movió los labios sin pronunciar palabra.
—¿Os molesta también el tintineo de los cascabeles? —preguntó al final.
El duque sabía cuándo mostrarse generoso.
—Con eso puedo vivir. Y tú también. Pero no tientes a la suerte. —Le dedicó una sonrisa amistosa—. ¿Cuánto hace que eres bufón, chico?
El bufón iba a rasguear la mandolina, pero una mirada del duque le hizo contenerse.
—To… toda mi vida, señor. Desde niño. Como lo fue mi padre antes que yo. Y mi tío. Actuaban a dúo. Y mi abuelo antes que ellos. Y su…
—¿Todos en tu familia han sido bufones?
—Sí, señor, por tradición.
El duque sonrió de nuevo. El bufón estaba demasiado ocupado intentando mantenerse en su papel como para preguntarse qué significaría aquello.
—Eres de estas tierras, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Así que conocerás las creencias y supersticiones de aquí.
—Creo que sí. Señor.
—Bien. ¿Dónde duermes, bufón mío?
—En los establos, señor.
—De ahora en adelante, puedes dormir en el pasillo, junto a la puerta de mi habitación —concedió el duque generosamente.
—Cielos.
—Y ahora —siguió el duque, con una voz que caía sobre el bufón como la miel sobre una tostada—, háblame de las brujas…
Aquella noche, el bufón durmió sobre las regias baldosas de un pasillo lleno de corrientes, en vez de en la cálida paja de los establos.
—Esto es estúpido —se dijo—. Pero ¿será suficientemente estúpido?
Durmió muy mal, con una especie de sueño en el que una figura difusa trataba de atraer su atención, y apenas fue consciente de las voces de Lord y Lady Felmet al otro lado de la puerta.
—Al menos no hay tantas corrientes —decía la duquesa, de mala gana.
El duque se sentó en el sillón y dedicó una sonrisa a su esposa.
—¿Dónde están las brujas? —exigió saber ella.
—Parece que el chambelán tenía razón, amada mía. Esas brujas tienen hechizada a la gente de esta zona. El sargento de la guardia volvió con las manos vacías.
Manos…, trató de rechazar el inoportuno pensamiento.
—¡Pues manda que lo ejecuten! —le espetó su mujer—. ¡Así servirá de ejemplo a los demás!
—Querida mía, generalmente esa manera de actuar suele llevar a ordenar que el último soldado se corte su propia garganta para servirse de ejemplo a sí mismo. Por cierto —añadió con suavidad—, parece que hay menos criados en el castillo. Ya sabes que no suelo entrometerme…
—Pues no lo hagas —bufó ella—. Eso lo controlo yo. No puedo permitir la negligencia.
—Estoy seguro de que sabes lo que haces, pero…
—¿Qué pasa con esas brujas? ¿Piensas quedarte sin hacer nada y dejar problemas para el futuro? ¿Permitirás que esas brujas te desafíen? ¿Y la corona?
El duque se encogió de hombros.
—Sin duda acabó en el río —dijo.
—¿Y el niño? ¿Fue entregado a las brujas? ¿Hacen sacrificios humanos?
—Tengo entendido que no —respondió el duque.
La duquesa pareció algo decepcionada.
—Al parecer, esas brujas hechizan a la gente —siguió el duque.