El duque se estremeció. Su mujer no dejaba de recordárselo. En esencia, no veía nada de malo en matar a la gente, o al menos en ordenar que mataran a la gente y presenciarlo. Pero eso de matar a un pariente lo tenía atascado en la garganta, o (recordó) en el hígado.
—Más o menos —consiguió responder—. Pero claro, parece que hay muchas brujas, quizá sea difícil encontrar a las tres del páramo.
—Eso no importa.
—Por supuesto que no.
—Pon manos a la obra.
—Sí, mi amor.
Manos a la obra. Claro que pondría manos a la obra. Si cerraba los ojos, podía ver el cuerpo derrumbándose escaleras abajo. ¿Se había oído un siseo atragantado, en la oscuridad de la sala? Desde luego, no había estado solo. ¡Manos a la obra! Seguía intentando limpiárselas de sangre. Si lo lograba, se dijo, sería como si nada hubiera sucedido. Se las frotaba una y otra vez. Se las frotaba hasta gritar de dolor.
Yaya no se encontraba a gusto en los locales públicos. Se sentaba rígida tras su combinado de limón, como si fuera un escudo contra las tentaciones del mundo.
Por el contrario, Tata Ogg engullía con entusiasmo su tercera copa. Yaya pensó con amargura que se iba adentrando por el camino que conducía con sus habituales bailes sobre la mesa, enseñando las enaguas y cantando la canción del puercoespín.
La mesa estaba cubierta de monedas de cobre. Vitoller y su esposa, sentados cada uno a un extremo, las contaban. Era como una especie de carrera.
Yaya examinó a la señora Vitoller mientras ella arrebataba monedas a su marido casi de debajo de los dedos. Era una mujer de aspecto inteligente, que parecía tratar al hombre de la misma manera que un perro pastor a su cordero favorito. Yaya sólo conocía por referencias las complejidades de la vida marital, al igual que un astrónomo sólo puede ver la superficie de un mundo remoto y extraño, pero ya había adivinado que la esposa de Vitoller tenía que ser una mujer muy especial, con una infinita paciencia, capacidad de organización y dedos hábiles.
—Señora Vitoller —dijo al final—, ¿puedo tener el atrevimiento de preguntar si su unión ha recibido la bendición de algún fruto?
La pareja se quedó boquiabierta.
—Quiere decir… —empezó Tata Ogg.
—No, ya entiendo —la interrumpió la señora Vitoller con tranquilidad—. No, aunque tuvimos una niña.
Un pequeño nubarrón pendió sobre la mesa. Durante un segundo o dos, Vitoller pareció del tamaño de un simple ser humano, y mucho más viejo. Contempló el montoncito de dinero que tenía ante él.
—Verán, tenemos a este niño… —señaló Yaya, haciendo un gesto en dirección al bebé que Tata Ogg tenía entre sus brazos—. Necesita un hogar.
Los Vitoller se miraron. Luego, el hombre suspiró.
—Ésta no es vida para un niño —dijo—. Siempre en movimiento. Cada día en una ciudad nueva. Sin colegios. Y eso es muy importante en estos tiempos, me han dicho.
Pero no apartaba los ojos del bebé.
—¿Por qué necesita un hogar? —se interesó la señora Vitoller.
—Porque no lo tiene —replicó Yaya—. Al menos, no tiene un hogar donde lo quieran.
Se hizo un largo silencio.
—Y ustedes —dijo la señora Vitoller—, ¿qué son del niño?
—Sus madrinas —intervino rápidamente Tata Ogg.
Yaya se quedó sin habla. A ella jamás se le habría ocurrido.
Vitoller jugueteaba con las monedas que tenía delante. Su esposa le acarició la mano por encima de la mesa, y hubo un momento de comunicación sin palabras. Yaya apartó la vista. Se había convertido en una auténtica experta a la hora de leer en los rostros, pero en algunas ocasiones le gustaría no serlo.
—Es que no nos sobra el dinero… —empezó Vitoller.
—Pero lo estiraremos —replicó su mujer con firmeza.
—Sí, creo que sí. Nos encantará cuidar de él.
Yaya asintió, y rebuscó entre los más profundos pliegues de su capa. Por último, sacó una bolsita de piel que vació sobre la mesa. Había mucha plata, incluso unas moneditas de oro.
—Esto bastará para… —Se atragantó—. Para pañales y esas cosas. Ropa y todo eso. Supongo.
—Unas cien veces, más o menos —respondió Vitoller débilmente—. ¿Por qué no lo mencionó antes?
—Si tenía que comprarlos a ustedes, no valdrían la pena.
—¡Pero no sabe nada de nosotros! —se asombró la señora Vitoller.
—No, ¿verdad? —asintió Yaya con calma—. Por supuesto, querremos saber cómo van las cosas. Ustedes deberán enviarnos cartas y cosas así. Pero será mejor que no vuelvan a mencionar el tema cuando se vayan, ¿comprenden? Es por el bien del niño.
La señora Vitoller miró a las dos ancianas.
—Hay algo que no nos están contando, lo sé —dijo—. Algo importante.
Yaya titubeó, luego asintió.
—¿Y será mejor que no sepamos qué es?
Otro asentimiento.
Yaya se levantó cuando entraron varios actores, rompiendo el embrujo. Los actores tienen la costumbre de llenar todo el espacio que los rodea.
—Tengo que encargarme de algunas cosas —dijo—. Discúlpenme un momento.
—¿Cómo se llama el niño? —preguntó Vitoller.
—Tom —respondió Yaya sin titubear.
—John —dijo Tata al mismo tiempo.
Las dos brujas intercambiaron miradas. Yaya venció.
—Tom John —señaló con firmeza antes de salir.
Se reunió con una jadeante Magrat junto a la puerta.
—Encontré una caja —dijo la joven—, tenían guardadas todas las coronas y esas cosas. Así que la puse dentro, como dijiste, debajo de todas.
—Bien.
—¡Nuestra corona parecía la peor!
—Sólo es para el teatro —replicó Yaya—. ¿Te vio alguien?
—No, todos estaban muy ocupados, pero…
Magrat titubeó, y se sonrojó.
—Habla ya, chica.
—Cuando ya la había guardado, vino un hombre y me pellizcó en el trasero.
—¿De veras? —dijo Yaya—. ¿Y luego?
—Luego…, luego…
—¿Sí?
—Me dijo…, me dijo…
—¿Qué te dijo?
—Me dijo: «Hola, chata, ¿qué haces esta noche?».
Yaya meditó un momento.
—La Abuela Whemper no salía a menudo, ¿verdad? —preguntó al final.
—Tenía la pierna pachucha, ya sabes.
—Pero ¿te enseñó todo lo de la obstetricia, a asistir en los partos?
—Ah, eso sí —asintió Magrat—. Lo he hecho muchas veces.
—Pero… —Yaya titubeó, avanzaba por un territorio que le resultaba poco familiar—. Pero nunca te habló de lo que podríamos considerar… previo.
—¿Cómo dices?
—Ya sabes —insistió Yaya, al borde de la desesperación—. De los hombres, y todo eso.
Magrat parecía a punto de gritar.
—¿Qué pasa con los hombres?
Yaya Ceravieja había hecho muchas cosas desacostumbradas durante su vida, y era extraño que rechazase un desafío. Pero, esta vez, se rindió.
—Me parece —suspiró, impotente—, que sería buena idea que tuvieras una charla tranquila con Tata Ogg un día de estos. Cuanto antes, mejor.
Les llegó una ráfaga de carcajadas por la ventana, tras ellas. Los vasos entrechocaron, y una voz seca entonó una canción:
—… con una jirafa si te subes a un taburete. Pero el puercoespín…
Yaya dejó de escuchar.
—Pero que no sea ahora mismo —añadió.
La compañía teatral se puso en marcha unas horas antes del anochecer. Los cuatro carros traqueteaban por la carretera que llevaba a las llanuras Sto y a las grandes ciudades. Según la ley de Lancre, todos los cómicos, feriantes y otros criminales en potencia tenían que encontrarse antes del anochecer fuera de los muros de la ciudad. La cosa no tenía mayor importancia, porque la ciudad no tenía muros; además, a nadie le importaría si volvían a entrar en cuanto anocheciera. Pero las apariencias eran muy importantes.
Las brujas vigilaban desde la casita de Magrat, utilizando la vieja bola de cristal verde de Tata.
—Ya era hora de que aprendieras a hacer funcionar este cacharro —murmuró Yaya.
Le dio un empujoncito, llenando la imagen de ondulaciones.
—Era muy extraño —suspiró Magrat—. Lo que había en esos carros… ¡Qué cosas tenían! Árboles de papel, todo tipo de disfraces y… —Hizo amplios gestos con las manos—. Y un gran cuadro del extranjero, con todos los templos y esas cosas. Era precioso.
Yaya gruñó.
—Me pareció sorprendente cuando los actores se transformaron en reyes y nobles, ¿a vosotras no? Fue como magia.
—Magrat Ajostiernos, ¿qué estás diciendo? No era más que papel pintado. Se veía a la legua.
Magrat abrió la boca para decir algo, imaginó la discusión que seguiría, y volvió a cerrarla.
—¿Dónde está Tata? —preguntó.
—Ha salido a tumbarse en la hierba. Se encontraba mal.
Desde fuera les llegó el sonido de Tata Ogg encontrándose mal a pleno pulmón.
Magrat suspiró.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Si somos sus madrinas, deberíamos haberle hecho tres regalos. Es lo tradicional.
—¿De qué hablas, niña?
—Se supone que tres brujas buenas tienen que hacer tres regalos al niño. No sé, como belleza, sabiduría y felicidad —insistió Magrat, desafiante—. Eso es lo que se hacía en los viejos tiempos.
—Ah, cuando había casitas de chocolate y todo eso —bufó Yaya—. Y ruecas para hilar, y duendes que te clavaban espinas de rosa en los dedos, y cosas de ésas. No lo soportaría.
Acarició la bola con gesto reflexivo.
—Sí, pero… —titubeó Magrat.
Yaya alzó la vista hacia ella. Así era Magrat, con la cabeza llena de duendes. Hada madrina del primero que se lo pidiera. Pero buena chica en el fondo. Le gustaban los animalitos. Una de esas personas que se preocupan por si los pajaritos se caen de sus nidos.
—De acuerdo, si eso te hace feliz… —murmuró, sorprendiéndose a sí misma. Contempló la imagen de los carros que se alejaban—. ¿Qué le damos? ¿Riqueza, belleza?
—El dinero no lo es todo, y si sale a su padre ya será suficientemente guapo —respondió Magrat, seria de repente—. ¿Qué tal sabiduría?
—Eso lo tendrá que aprender él solo.
—¿Buena vista? ¿Bonita voz para cantar?
Del exterior les llegó la voz cascada pero entusiasta de Tata Ogg, diciéndole al cielo nocturno que El Cayado Del Mago Tiene Un Nudo En La Punta.
—No son cosas importantes —replicó Yaya—. Tienes que pensar con cabezología. Todo eso del dinero y la belleza son tonterías, no tienen importancia.
Se volvió de nuevo hacia la bola e hizo un gesto desganado.
—Será mejor que hagas entrar a Tata, ya que se supone que debemos ser tres.
No sin cierto esfuerzo, Magrat ayudó a entrar a Tata, y tuvieron que explicarle las cosas.
—Tres regalos, ¿eh? —dijo—. No hacía nada semejante desde que era una chiquilla, me recuerda…, ¿qué haces?
Magrat recorría la habitación, encendiendo velas por todas partes.
—Oh, tenemos que crear el ambiente mágico adecuado —le explicó.
Yaya se encogió de hombros, pero no dijo nada, ni ante la provocación extrema. Cada bruja tenía su propio estilo, y al fin y al cabo estaban en casa de Magrat.
—Entonces, ¿qué le vamos a dar? —preguntó Tata.
—Lo estábamos pensando —respondió Yaya.
—Ya sé lo que querrá —anunció la primera.
Hizo una sugerencia que fue acogida con un silencio gélido.
—No entiendo para qué le puede servir eso —dijo Magrat al final—. ¿No será muy incómodo?
—Cuando sea mayor, nos lo agradecerá, toma nota de lo que te digo —insistió Tata—. Mi primer marido siempre decía…
—Este tipo de cosas no suelen ser tan físicas —la interrumpió Yaya, mirándola fijamente—. No empieces a estropearlo todo, Gytha. ¿Por qué siempre tienes que…?
—Bueno, al menos por experiencia…
Ambas voces bajaron de tono hasta desaparecer. Se hizo un largo silencio.
Magrat lo rompió con repentina animación.
—Creo que lo mejor sería que nos fuéramos cada una a nuestra casa y lo hiciéramos por el camino. Ya sabéis. Por separado. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.
—Buena idea —asintió Yaya con firmeza. Se levantó—. Vamos, Tata Ogg —gruñó—. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.
Magrat las oyó discutir mientras caminaban sendero abajo. Se sentó algo triste entre las velas de colores, sosteniendo entre las manos una botellita de incienso extremadamente mágico que había pedido por catálogo a una tienda de suministros taumatúrgicos en la lejana Ankh-Morpork. Había estado esperando una buena ocasión para probarlo. Deseó que la gente fuera un poquito más amable…
Miró la bola de cristal.
Bueno, podía empezar ya.
—Hará amigos con facilidad —susurró.
No era mucho, lo sabía, pero a ella nunca se le había dado muy bien.
Tata Ogg, sentada a solas en su cocina, con un enorme gato acurrucado en el regazo, se sirvió una última copa y, entre las neblinas de su mente, trató de recordar la letra de la canción del puercoespín, que se le había olvidado a la altura del vigésimo séptimo verso. Decía algo sobre cabras, estaba casi segura, pero no sabía qué concretamente. El tiempo hacía estragos en su memoria.