Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Tras varias miradas penetrantes hacia la orquesta de tres hombres para intentar averiguar cuál de los instrumentos era el teatro, la anciana bruja se decidió a prestar atención al escenario, y Magrat empezaba a darse cuenta de que Yaya aún no había aprehendido algunos aspectos fundamentales de la dramaturgia.

En aquel momento, estaba rabiosa, agitándose en su taburete.

—¡Lo ha matado! —siseó—. ¿Por qué no hacen algo? ¡Lo ha matado! ¡Y aquí mismo, delante de todo el mundo!

Magrat sujetó desesperadamente a su colega por el brazo. Yaya intentaba ponerse de pie.

—No pasa nada —susurró—. ¡No está muerto!

—¿Intentas decir que miento, niña? —rugió Yaya—. ¡Lo he visto todo!

—Mira, Yaya, no es de verdad, ¿entiendes?

Yaya Ceravieja cedió un poco, pero aún seguía gruñendo entre dientes. Empezaba a tener la sensación de que querían dejarla en ridículo.

En el escenario, un hombre ataviado con una sábana estaba embarcado en un inspirado monólogo. Yaya escuchó atentamente unos minutos, y luego dio un codazo a Magrat entre las costillas.

—¿Qué le pasa a ése ahora? —preguntó, imperiosa.

—Está diciendo cuánto siente que el otro hombre haya muerto —respondió Magrat—. ¿Has visto cuántas coronas? —añadió rápidamente, tratando de cambiar de tema.

Pero Yaya no tenía intención de dejarse distraer.

—Entonces, ¿por qué le ha matado?

—Bueno, es un poco complicado… —respondió Magrat débilmente.

—¡Una vergüenza, eso es lo que es! —estalló Yaya—. ¡Y el pobre muerto, ahí tirado!

Magrat dirigió una mirada suplicante a Tata Ogg, que masticaba una manzana mientras estudiaba el escenario con mirada de investigador científico.

—Creo —dijo lentamente—, creo que están fingiendo. Mira, aún respira.

El resto del público, que a aquellas alturas ya había decidido que la conversación era parte de la obra, contempló como un sólo hombre el cadáver. Éste se sonrojó.

—Y además, mira que botas —insistió Tata con tono crítico—. Un rey de verdad jamás llevaría botas como ésas.

El cadáver trató de ocultar los pies tras un arbusto de cartón.

Yaya tuvo la sensación de que, de alguna manera profunda, había conseguido una pequeña victoria sobre los representantes de falsedades y artificios. Cogió una manzana de la bolsa y contempló el escenario con renovado interés. Los nervios de Magrat empezaron a calmarse, y se dispuso a disfrutar de la obra. Pero resultó que la tregua era sólo temporal. Su voluntaria eliminación de la incredulidad se vio interrumpida de nuevo.

—¿Qué pasa ahora?

Magrat suspiró.

—Bueno —se atrevió a explicar—, él cree que es el príncipe, pero en realidad es la otra hija del rey, disfrazada de hombre.

Yaya sometió al actor a una larga mirada analítica.

—Es un hombre —dijo—. Con una peluca de paja. Y poniendo voz chillona.

Magrat se estremeció. Sabía muy poco sobre las convenciones del teatro. Había estado temiendo aquello. Yaya Ceravieja tenía sus Puntos de Vista.

—Sí, sí —suspiró—. Pero esto es el Teatro. Los papeles de las mujeres los representan hombres.

—¿Por qué?

—No se permite que las mujeres suban al escenario —dijo Magrat en un hilo de voz.

Cerró los ojos.

Pero no hubo ninguna explosión en el asiento que tenía a su izquierda. Se arriesgó a lanzar una mirada rápida.

Yaya seguía masticando en silencio el mismo bocado de manzana, una y otra vez, sin que sus ojos se apartaran ni un instante del escenario.

—No la armes, Esme —dijo Tata, que también conocía los Puntos de Vista de Yaya—. Este trozo es bueno. Me parece que le empiezo a coger el tranquillo.

Alguien dio una palmadita a Yaya en el hombro.

—Señora, ¿tendría la bondad de quitarse el sombrero?

Yaya se volvió muy despacio en su taburete, como impulsada por algún motor oculto, y sometió al hombre a una mirada azul diamante de cien kilovatios de potencia. El espectador retrocedió, sintiendo la repentina necesidad de que la tierra se abriera bajo sus pies.

—No —dijo Yaya.

El hombre consideró sus opciones.

—Muy bien —respondió.

Yaya se dio media vuelta e hizo un gesto a los actores, que se habían interrumpido para observarla.

—No sé qué miráis —gruñó—. Venga, seguid.

Tata Ogg le pasó otra bolsa.

—Tómate un bizcocho —sugirió.

El silencio volvió a invadir el teatro provisional, roto sólo por las voces titubeantes de los actores, que seguían mirando de soslayo la figura imponente de Yaya, y el sonido de una dentadura sana al masticar un bizcocho algo duro.

Entonces, Yaya exclamó con una voz retumbante que hizo que a un actor se le cayera la espada de madera:

—¡Ahí hay un hombre que les susurra algo!

—Es el apuntador —le explicó Magrat—. Les cuenta lo que tienen que decir.

—¿No lo saben?

—Creo que se les está olvidando —replicó la joven con amargura—. ¿Por qué será?

Yaya dio un codazo a Tata Ogg.

—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué están los reyes y todo el mundo ahí arriba?

—Es un banquete, ¿sabes? —respondió con autoridad Tata Ogg—. En honor del rey muerto, el de las botas, aunque estaba disimulando porque, si te fijas bien, ahora se hace pasar por soldado. Todo el mundo hace discursos diciendo lo bueno que era y cuánto les gustaría saber quién lo mató.

—¿Sí? —dijo Yaya, sombría.

Paseó la vista por los actores, buscando al asesino.

Estaba tomando una decisión.

Entonces, se levantó.

El chal negro ondeaba a su alrededor como las alas de un ángel vengador, que acudía para liberar al mundo de toda su estupidez, falsedad y artificio. Parecía mucho más corpulenta de lo normal. Señaló al culpable con gesto furioso.

—¡Fue él! —gritó, triunfal—. ¡Todos lo hemos visto! ¡Lo mató con una daga!

El público se marchó satisfecho. Al fin y al cabo, la obra había sido buena, decidieron, aunque resultaba un poco difícil seguir todos los detalles. Pero se habían reído mucho cuando todos los reyes salieron corriendo y la mujer de negro saltó al escenario gritando. Sólo por eso ya valía la pena haber pagado el dinero de la entrada.

Las tres brujas se quedaron solas, sentadas en el borde del escenario.

—¿A qué habrán venido aquí todos esos reyes y nobles? —preguntó Yaya, sin el menor rubor—. Yo creía que estaban muy ocupados. Gobernando, y cosas así.

—No —suspiró Magrat—. Me parece que aún no lo has comprendido del todo bien.

—Bueno, pues pienso llegar al fondo de todo esto —estalló Yaya.

Se volvió hacia el escenario y apartó el telón.

—¡Tú! —gritó—. ¡Estás muerto!

El infortunado ex cadáver, que se estaba comiendo un bocadillo de jamón para calmarse los nervios, se cayó de espaldas de su taburete.

Yaya dio una patada a un arbusto. Su pie lo atravesó.

—¿Lo ves? —dijo al mundo en general, con una voz extrañamente satisfecha—. ¡Todo es mentira! ¡No hay más que pintura, madera y papeles!

—¿Puedo ayudaros en algo, hermosas señoras?

Era una voz profunda y maravillosa, cada sílaba se deslizaba con precisión hacia su lugar. Era una voz dorada y castaña. Si el creador del multiverso tenía voz, debía de ser como aquélla. Su único inconveniente era que no se podía usar para algunas cosas, como por ejemplo para pedir carbón. El carbón pedido con aquella voz se transformaba en diamantes.

Al parecer, pertenecía a un hombre definitivamente gordo, que padecía un grave caso de bigote inadecuado. Las venillas rosas trazaban en sus mejillas el mapa de una ciudad de dimensiones considerables. Su nariz se habría podido camuflar en un bote de fresones en conserva. Llevaba una casaca ajada y unos leotardos llenos de agujeros, pero lo hacía con un aplomo que casi te convencía que de sus ropajes de seda y armiño estaban en la lavandería en ese momento. En una mano llevaba una toalla, con la que obviamente se acababa de quitar el maquillaje que aún engrasaba sus rasgos.

—Yo te conozco —dijo Yaya—. Eres el asesino. —Miró de soslayo a Yaya, y admitió de mala gana—: Al menos, lo parecía.

—Encantado. Siempre es un placer conocer a una auténtica experta. Olwyn Vitoller, a vuestro servicio. Soy el representante de esta panda de vagabundos —dijo el hombre al tiempo que se quitaba el apolillado sombrero.

Hizo una aparatosa reverencia. No era tanto una cortesía como un ejercicio de topología avanzada.

El sombrero giró y describió una serie de arcos complejos, para acabar en el extremo de un brazo que ahora señalaba hacia el cielo. Entretanto, una de sus piernas se había desplazado hacia atrás. El resto de su cuerpo se inclinó educadamente hasta que la cabeza quedó a la altura de las rodillas de Yaya.

—Sí, bueno —dijo ésta.

De repente, notaba la ropa mucho más pesada, mucho más cálida.

—A mí me pareció muy bonito, lo hizo muy bien —dijo Tata Ogg—. ¡Cómo les gritaba, qué cosas tan graciosas les decía! Parecía un rey de verdad.

—Esperamos no haber estropeado la obra —intervino Magrat.

—Mi querida señorita —la interrumpió Vitoller—. ¿Cómo podría explicarle lo gratificante que es para un simple cómico intuir que su público ha visto más allá de la simple capa de pintura, que ha intuido el espíritu que yace bajo ella?

—Espero que pueda —dijo—. Espero que pueda decir algo, lo que sea, señor Vitoller.

Él volvió a ponerse el sombrero. Sus ojos se encontraron, con la mirada larga y calculada de un profesional sopesando la valía de otro. Vitoller se rindió el primero, y trató de fingir que no había sido una competición.

—Bien, ¿a qué debo la visita de tres damas tan encantadoras?

La verdad era que había ganado. A Yaya se le abrió la boca involuntariamente. Ella no se habría descrito más que con un «bien conservada para su edad». Por su parte, Tata tenía las encías desnudas de un bebé, y su rostro parecía una pasa. De Magrat, lo mejor que se podía decir era que se trataba de una mujer decentemente vulgar, plana como una tabla de planchar con dos guisantes bajo el forro, aunque tuviera la cabeza demasiado llena de fantasías. Yaya advirtió que allí había una especie de magia, una magia poderosa a la que no estaba acostumbrada.

Era la voz de Vitoller. Sólo con pronunciar una palabra, transformaba el objeto al que se refería.

Mira a estas dos, se dijo, envanecidas como un par de adolescentes. Yaya consiguió contenerse para no darse una palmada en el duro trasero, y carraspeó, pensativa.

—Queremos hablar con usted, señor Vitoller. —Señaló a los actores, que estaban desmontando el escenario procurando mantenerse bien lejos de ella—. En algún lugar privado —añadió en un susurro de conspiración.

—Délo por hecho, mi querida señora —replicó él—. Actualmente, me alojo en el establecimiento público de la zona.

Las brujas miraron a su alrededor. Al final, Magrat se atrevió a preguntar:

—¿En el pub?

La Sala Principal del Castillo Lancre era fría, llena de corrientes, y la vesícula del nuevo chambelán ya no era la de otros tiempos. Se irguió y se estremeció bajo la mirada de Lady Felmet.

—Oh, sí —dijo—. Claro que tenemos. Muchas.

—¿Y la gente no hace nada? —le interrogó la duquesa.

El chambelán parpadeó.

—¿Perdón?

—¿La gente las tolera?

—Oh, por supuesto —respondió el hombre alegremente—. Se dice que trae buena suerte tener a una bruja en el pueblo. Claro que sí.

—¿Por qué?

El chambelán titubeó. La última vez que había acudido a una bruja fue a causa de ciertos problemas rectales que convertían el excusado en una cámara de torturas cotidiana, y el tarro de ungüento que le entregó la mujer convertía el mundo en un lugar mucho más agradable.

—Ellas allanan las pequeñas asperezas de la vida —respondió.

—En el lugar donde yo nací, no toleramos a las brujas —insistió la duquesa, tozuda—. Y aquí tampoco las toleraremos. Tú nos proporcionarás sus direcciones.

—¿Sus direcciones, señora?

—El lugar donde viven. Supongo que los recaudadores de impuestos las tendrán.

—Ah… —titubeó el chambelán.

El duque se inclinó hacia delante en el trono.

—Supongo que pagarán impuestos —dijo.

—Pues… no exactamente, mi señor.

Hubo un silencio.

—Sigue, hombre —le animó el duque.

—Bueno, más que «no exactamente», debería haber dicho «no en absoluto». Nunca nos pareció, es decir, el viejo rey nunca pensó…, en fin, que no pagan impuestos.

El duque apoyó una mano en el brazo de su esposa.

—Ya —dijo fríamente—. Muy bien, puedes marcharte.

El chambelán le dedicó una breve reverencia de alivio, y retrocedió hacia la puerta caminando como un cangrejo.

—¡Desde luego! —se indignó la duquesa.

—Ciertamente.

—Así gobierna un reino tu familia, ¿eh? Tenías el deber moral de asesinar a tu primo. Obviamente, era en beneficio de la especie. Los débiles no merecen sobrevivir.

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