Dentro, Yaya Ceravieja terminó de hablar.
—Se te ha olvidado lo de la corona —susurró Tata Ogg.
—Ah —asintió Yaya—. Sí, la corona. La lleva en la cabeza, como podéis ver. La escondimos entre las coronas cuando los actores se marcharon, porque nadie pensaría en buscarla ahí. Es obvio que le sienta perfectamente.
Fue un auténtico tributo a los poderes de persuasión de Yaya que todo el mundo viera lo perfectamente que le quedaba a Tomjon. De hecho, el único que no lo vio fue el propio Tomjon, consciente de que la corona no le servía de collar gracias a sus orejas.
—Imaginad lo que sintió al ponérsela por primera vez —siguió ella—. Supongo que fue un cosquilleo taumatúrgico.
—En realidad, lo que noté… —empezó Tomjon.
Pero nadie le escuchaba. Se encogió de hombros y se inclinó sobre Hwel, que todavía escribía con prisa febril.
—¿Eso de taumatúrgico significa «incómodo»?
El enano alzó la vista hacia él, con la mirada perdida.
—¿Qué?
—Te he preguntado si taumatúrgico significa incómodo.
—¿Eh? Oh. No. No, creo que no.
—Entonces, ¿qué significa?
—Ni idea. Creo que «ovalado». —La mirada de Hwel se posó de nuevo sobre lo que había escrito, como si estuviera hipnotizado—. ¿Recuerdas lo que dijo después de todos aquellos «mañanas»? No lo cogí muy bien…
—No hacía falta que le dijeras a todo el mundo que soy adoptado —le reprochó Tomjon.
—Pero es la verdad —replicó el enano vagamente—. Lo mejor que se puede hacer en estos casos es ser sincero. Dime, ¿llegó a apuñalarla, o sólo la acusó?
—¡No quiero ser rey! —susurró Tomjon con voz ronca—. ¡Todo el mundo dice que he salido a mi padre.
—Es curioso esto de los padres —suspiró el enano—. Si yo saliera al mío, estaría a cien metros bajo tierra, excavando rocas, en vez de…
Su voz se apagó, y contempló la punta de la pluma como si le fascinara de manera irresistible.
—¿En vez de qué?
—¿Eh?
—¿Es que ni siquiera me escuchas?
—Sabía que algo andaba mal cuando la escribí, sabía que era al revés…, ¿qué? Oh, sí. Hazte rey. Es un buen trabajo. Al menos, mucha gente lo desea. Me alegro mucho por ti. Una vez seas rey, podrás hacer lo que quieras.
Tomjon examinó los rostros de los nobles de Lancre, en torno a la mesa. Todos tenían una mirada astuta, calculadora, como el público de una subasta. Lo estaban sopesando. De una manera fría, aterradora, supo que una vez fuera rey, podría hacer lo que quisiera, siempre que no quisiera otra cosa que ser rey.
—Podrás construirte tu propio teatro —señaló Hwel, cuyos ojos se iluminaron un instante—. Con tantas trampillas como quieras, con trajes magníficos. Podrás actuar en una obra nueva cada noche. Tu teatro hará que el Dysko parezca un cobertizo.
—¿Y quién vendrá a verme? —preguntó Tomjon.
—Todo el mundo.
—¿Cómo, cada noche?
—Puedes ordenárselo —replicó Hwel sin alzar la vista.
Supe que iba a decir eso desde el principio, pensó Tomjon. Seguro que no lo piensa en serio. Él ya tiene su obra. Ahora mismo, no está en este mundo.
Se quitó la corona y le dio vueltas entre las manos. No había mucho metal en ella, pero parecía pesada. Se preguntó lo pesada que llegaría a ser para alguien obligado a usarla constantemente.
En la cabecera de la mesa había una silla vacía donde se encontraba el fantasma de su verdadero padre, o al menos eso le habían asegurado. Sería bonito poder decir que, cuando se lo presentaron, sintió algo más que una sensación gélida y un cosquilleo en las orejas.
—Supongo que así podría ayudar a papá a pagar el Dysko —dijo.
—Sería muy amable por tu parte, desde luego —asintió Hwel.
Siguió dando vueltas a la corona entre sus manos, y escuchó desganado las conversaciones.
—¿Quince años? —se escandalizó el alcalde de Lancre.
—Fue necesario —replicó Yaya Ceravieja.
—Ya me parecía a mí que el panadero llegaba un poco pronto la semana pasada.
—No, no —dijo la bruja, impaciente—. La cosa no funciona así, nadie ha perdido nada.
—Según mis cuentas —intervino el hombre que trabajaba como enterrador y contable de Lancre al mismo tiempo—, todos hemos perdido quince años.
—En absoluto, los hemos ganado —replicó el alcalde—. Es obvio. El tiempo es una especie de camino con muchas curvas, y nosotros hemos acortado campo a través…
Tomjon dejó que las aguas de la discusión volvieran a cerrarse sobre él.
Todo el mundo quería que fuera el rey. Nadie se había parado a pensar sobre lo que podía querer él. Su opinión no contaba para nada.
Sí, eso era. Nadie quería que él fuera el rey. Sencillamente, resultaba lo más conveniente.
El oro no puede albergar recuerdos, al menos que se sepa, pero Tomjon sintió que la fina banda de metal que tenía entre las manos era desagradablemente profunda…, había estado sobre demasiadas cabezas problematizadas. Si se la acercaba al oído, escucharía los gritos.
Se dio cuenta de que alguien le miraba, escudriñando su rostro. Alzó la vista. Era la tercera bruja, la joven…, bueno, la más joven, la de rostro beatífico y peinado estilo erizo. Estaba sentada junto al bufón, como si tuviera acciones en él.
No, no miraba su rostro, miraba sus rasgos…, miraba cada detalle como calibrándolo, valorándolo. El joven le dirigió una sonrisita valiente, que ella pasó por alto. Como todos los demás, pensó Tomjon.
Sólo el bufón se fijó en él, y le devolvió la sonrisa con una mueca apologética y un pequeño gesto de complicidad que decía: «¿Qué hacen aquí dos personas sensatas como nosotros?». La joven seguía mirando alternativamente al bufón y a Tomjon. Luego se volvió hacia la más anciana de las brujas, la única persona en toda la sala húmeda y calurosa que había conseguido una jarra de cerveza, y le susurró algo al oído.
Las dos se embarcaron en una animada conversación en susurros. A Tomjon le parecía la típica manera femenina de hablar. Solía tener lugar en los portales, las participantes mantenían los brazos cruzados y, si alguien era tan maleducado como para pasar ante ellas, se callaban bruscamente y permanecían en silencio hasta asegurarse de que nadie las oía.
Se dio cuenta de que Yaya Ceravieja había dejado de hablar, y toda la sala le miraba con expectación.
—¿Qué? —se sobresaltó.
—Lo mejor sería hacer la coronación mañana —dijo Yaya—. No es bueno que el reino esté sin rey. No le gusta.
Se levantó, echó hacia atrás la silla, y cogió a Tomjon por la mano. Él la siguió sin protestar, incluso cuando lo guió para subir las escaleras hacia el trono. Una vez arriba, le puso las manos en los hombros y lo empujó con firmeza hacia los cojines rojos.
Se oyó el crujido de bancos y sillas. Miró a su alrededor, aterrado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—No te preocupes —replicó Yaya con firmeza—. Todos quieren venir a jurarte lealtad. Sólo tienes que asentir con majestad y preguntarles cuál es su trabajo y si les gusta. Ah, y será mejor que les devuelvas la corona.
Tomjon se la quitó a toda velocidad.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Quieren entregártela.
—¡Pero si ya la tengo! —exclamó Tomjon, desesperado.
Yaya suspiró con paciencia.
—Sólo en el sentido comosellame, real —dijo—. Esto es más ceremonial.
—¿Quieres decir más irreal?
—Exacto —asintió Yaya—. Pero mucho más importante.
Tomjon se aferró a los brazos del trono.
—Haz que venga Hwel —pidió.
—No, no debes hacer eso. Es cosa de las prioridades, ¿sabes? Primero debes ver a…
—He dicho que venga el enano. ¿No me has oído, mujer?
Esta vez, Tomjon consiguió proyectar la voz con el tono y la potencia adecuada, pero Yaya esquivó muy bien.
—Me parece que no sabes con quién hablas, jovencito —dijo.
Tomjon se incorporó en el trono. Había representado el papel de muchos reyes, y la mayor parte de ellos no eran de esos que estrechaban manos majestuosamente y preguntaban a la gente cuál era su trabajo y si les gustaba. Eran más bien de esos monarcas que tienen que lanzar a sus hombres a la batalla a las cinco de la madrugada de un día gélido, y encima convencerlos de que eso es mejor que estar en la cama. Reunió a todos esos reyes, y obsequió a Yaya Ceravieja con una mirada de orgullo y arrogancia regios.
—Sabemos que estamos hablando con una súbdita —rugió—. ¡Ahora, haz lo que decimos!
El rostro de Yaya se quedó inmóvil unos segundos, mientras trataba de decidir qué haría a continuación. Luego, sonrió para sus adentros, dijo un «como desees» en tono conversacional, y cogió por el cuello a Hwel, que seguía escribiendo. El enano hizo una reverencia rígida ante Tomjon.
—Nada de eso —replicó el joven—. ¿Qué hago ahora?
—Ni idea, ¿quieres que te prepare un buen discurso de coronación?
—¡Ya te he dicho que no quiero ser rey!
—Entonces, el discurso de coronación se presenta problemático —señaló el enano—. ¿Lo has pensado bien? Ser rey es un gran papel.
—¡Pero es el único que representas!
—Mm. En ese caso, sólo tienes que decirles «no».
—¿Así de fácil? ¿Crees que funcionará?
—Vale la pena intentarlo.
Unos cuantos dignatarios de Lancre se acercaban portando la corona sobre un cojincito. Sus rostros lucían expresiones de respeto, no exentas de cierta satisfacción. Llevaban la corona como si fuera el regalo para un Niño Bueno.
El alcalde de Lancre carraspeó.
—Tardaremos cierto tiempo en organizar una coronación como es debido —empezó—, pero nos gustaría…
—No — le interrumpió Tomjon.
El alcalde titubeó.
—¿Perdón?
—No la acepto.
El alcalde titubeó de nuevo. Movió los labios, sus ojos brillaron con luz extraña. Tenía la sensación de que se había perdido algo, y decidió que lo mejor sería empezar todo de nuevo.
—Tardaremos cierto tiempo en organizar… —aventuró.
—No —repitió Tomjon—. No seré rey.
El alcalde abría y cerraba la boca como un pez.
—¿Hwel? —llamó Tomjon a la desesperada—. A ti se te dan bien las palabras.
—El problema que se nos presenta —comenzó el enano—, es que, al parecer, «no» no es una de las opciones que se te presentan cuando te ofrecen una corona. Creo que este pobre toleraría un «quizá».
Tomjon se levantó, cogió la corona y la alzó por encima de su cabeza.
—Escuchadme todos —dijo—. Os agradezco el ofrecimiento, es un gran honor. Pero no puedo aceptar. He llevado más coronas de las que os imagináis, y el único reino que sé gobernar tiene un telón delante. Lo siento.
Un silencio de muerte acogió sus palabras. No parecían las más adecuadas.
—Otro de los problemas —siguió Hwel, hablando con naturalidad—, es que no pareces tener mucha opción. Eres el rey. Es un trabajo que aceptas al nacer.
—¡No se me dará bien!
—Eso no importa. Un rey no es lo que hace, es lo que es.
—¡No puedes dejarme aquí! ¡No hay nada más que bosques!
Tomjon volvió a sentir la sofocante sensación de frío, el zumbido en las orejas. Por un momento, le pareció ver, tenue como una neblina, la figura de un hombre alto y triste que extendía las manos en gesto de súplica.
—Lo siento —susurró—. Lo siento de verdad.
A través de la sombra que se desvanecía, vio que las tres brujas lo miraban fijamente.
—Tú única esperanza sería que hubiera otro heredero —dijo Hwel junto a él—. ¿No recuerdas si tuviste hermanos?
—¡No recuerdo a nadie! Hwel, yo…
Se inició entre las brujas otra discusión feroz. Y luego Magrat echó a andar a zancadas, moviéndose como una marejada, sacudiéndose la mano de Yaya Ceravieja, que intentaba detenerla. Cogió al bufón por el brazo y lo arrastró hacia el trono.
—¡Ehhhhh!
—¡Eh! ¿Hay alguien?
—¡Por favor! ¡Si alguien nos oye, que lo diga!
Arriba, el castillo estaba lleno de jolgorio y regocijo, y nadie podía escuchar las educadas voces frenéticas que resonaban en las mazmorras, más educadas y más frenéticas a cada hora que pasaba.
—Mm…, ¿por favor? Es que Billem tiene un miedo terrible a las ratas, así que, si no les importa…
Permitamos que la cámara de la mente retroceda lentamente por los sombríos pasillos, dejando atrás el musgo húmedo, las cadenas oxidadas, la piedra gris, las sombras…
—¿Nos oye alguien? Por favor, esto ya es excesivo, se ha cometido un error absurdo, mirad, nos podemos quitar las pelucas…
Dejemos que los ecos se pierdan por los rincones cubiertos de telarañas, por los túneles infestados de ratones, hasta que no sean más que un susurro inaudible.
—¡Eh! ¡Por favor, que alguien nos ayude!
Alguien bajará a las mazmorras un día de estos, seguro.
Poco tiempo después, Magrat preguntó a Hwel si creía en los compromisos largos. El enano se detuvo mientras cargaba el carromato.[21]