La Muerte miró al bufón, asombrada. Luego rebuscó entre los pliegues de su túnica, y extrajo un reloj de arena. Estaba adornado con cascabeles. Lo sacudió suavemente, con lo que tintineó.
—No he ordenado que se hiciera semejante cosa —dijo el duque con tranquilidad.
Su voz parecía venir de muy lejos, de allí donde estaba ahora su mente. La compañía lo miró sin decir nada. No era posible odiar a alguien así, sólo sentir mucha vergüenza por encontrarse a su lado. Hasta el bufón sentía vergüenza, y eso que estaba muerto.
La Muerte examinó el reloj de arena, y se lo llevó a la oreja por si se había parado.
—Todos mentís —siguió el duque con su voz tranquila—. Mentir es de niños malos.
Apuñaló a los actores más cercanos con gesto soñador, suavemente, y luego mostró la daga a todo el mundo.
—¿Veis? ¡No hay sangre! ¡No fui yo! —Miró a la duquesa, que se lanzaba sobre él como un gigantesco tsunami rojo sobre un pueblecito de pescadores—. Fue ella. Ella lo hizo.
La apuñaló un par de veces como quien no quiere la cosa, luego se clavó la daga en su propio corazón, y la dejó caer.
Tras unos segundos de reflexión, dijo con voz mucho más próxima a la normalidad:
—Ahora ya no me podéis coger. —Se volvió hacia la Muerte—. ¿Habrá un cometa? —preguntó—. Tiene que aparecer un cometa cuando muere un príncipe. Iré a echar un vistazo.
Salió del escenario. El público aplaudió.
—Hay que reconocer que tenía sangre real —dijo al final Tata Ogg—. Está muy claro, la realeza es mucho más excéntrica que la gente como nosotras.
La Muerte se llevó el reloj de arena al cráneo, con el asombro reflejado en el rostro.
Yaya Ceravieja recogió la daga caída y tocó la hoja con un dedo. La hoja se deslizó hacia el interior de la empuñadura, sin apenas un chirrido.
Se la tendió a Tata.
—Aquí tienes tu espada mágica —dijo.
Magrat la miró, luego miró al bufón.
—¿Estás muerto o no?
—Debo de estarlo —replicó él con voz algo ahogada—. Creo que estoy en el paraíso.
—No, oye, lo digo en serio.
—No lo sé. Pero quiero respirar.
—Entonces es que estás vivo.
—Todo el mundo está vivo —señaló Yaya—. Es una daga de mentira. Supongo que no se puede confiar en los actores para que usen armas de verdad.
—Claro, si ni siquiera saben mantener limpio un caldero —bufó Tata.
—Eso de que todo el mundo está vivo lo decido yo —intervino la duquesa—. Soy la que manda aquí, así que yo decido. Es obvio que mi marido ha perdido la razón. —Se volvió hacia los soldados—. Y ordeno…
—¡Ahora! —siseó el rey Verence al oído de Yaya—. ¡Ahora!
Yaya Ceravieja se irguió en toda su estatura.
—¡Silencio, mujer! —ordenó—. ¡El verdadero rey de Lancre está ante ti!
Dio una palmada a Tomjon en el hombro.
—¿Quién? ¿Éste?
—¿Quién? ¿Yo?
—Eso es ridículo —replicó la duquesa—. No es más que un cómico.
—Tiene razón, señora —asintió Tomjon, al borde del pánico—. Mi padre dirige un teatro, no un reino.
—Es el verdadero rey. Podemos demostrarlo —insistió Yaya.
—Ah, no, ni hablar —dijo la duquesa—. No lo consentiremos. Nada de herederos misteriosos que regresan a este reino. ¡Guardias! ¡Cogedla!
Yaya Ceravieja alzó una mano. Los soldados se removieron, incómodos.
—Es una bruja, ¿no? —dijo al final uno de ellos, inseguro.
—Desde luego —asintió la duquesa.
Los guardias no se tranquilizaron en absoluto.
—Acabamos de ver que convierten a la gente en salamandras —señaló uno.
—Y luego hacen que se hundan sus barcos.
—Eso, y muchos mutis por el foro.
—Sí.
—Deberíamos discutir este asunto. Las brujas no entran en el contrato.
—Podrían hacernos cualquier cosa. Hasta una poción de ésas.
—No digáis tonterías —bufó la duquesa—. Las brujas no hacen nada de eso. No son más que cuentos para asustar a la gente.
El guardia sacudió la cabeza.
—Pues a mí me pareció muy convincente.
—Claro que sí, para eso era… —empezó la duquesa.
Suspiró, y arrancó la lanza de las manos del guardia.
—Os enseñaré cuál es el poder de estas brujas —dijo, y la arrojó contra la cabeza de Yaya.
Yaya movió la mano a la velocidad de una serpiente, y atrapó la lanza justo detrás de su cabeza.
—Vaya —dijo—. A esto hemos llegado, ¿eh?
—A mí no me asustáis, hermanas de escoba. Vuestra brujería no es más que un montón de artificios e ilusiones, para deslumbrar a las mentes débiles. A mí no me da miedo. Haz lo que quieras.
Yaya la estudió unos segundos.
—¿Lo que quiera? —preguntó al final.
Magrat y Tata Ogg se apartaron discretamente de su camino. La duquesa se echó a reír.
—Eres lista, eso te lo concedo. Y rápida. Vamos, vieja, saca tus sapos y tus demonios, los…
Se interrumpió, abriendo y cerrando la boca, pero sin que saliera palabra alguna. Sus labios se contrajeron en un rictus de terror, sus ojos se clavaron en algún punto más allá de Yaya, más allá del mundo. Se llevó un puño a la boca y dejó escapar un gemido. Permaneció paralizada, como un conejito al ver las luces de un coche, sabiendo a ciencia cierta que son las últimas luces que verá.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Magrat, la primera que se atrevió a hablar.
Yaya sonrió.
—Cabezología —dijo. Sonrió de nuevo—. Para esto no hace falta magia de Aliss la Negra.
—Sí, pero ¿qué le has hecho?
—Nadie llega a ser como ella sin alzar muros dentro de la mente —explicó—. Yo me he limitado a derribarlos. Cada grito. Cada súplica. Cada aguijón de culpabilidad. Cada ráfaga de conciencia. Todo a la vez. Es un truquito. —Miró a Magrat, condescendiente—. Algún día te lo enseñaré.
Magrat meditó un instante.
—Es horrible —dijo al final.
—Tonterías. —La sonrisa de Yaya era espantosa—. Todo el mundo quiere conocerse a sí mismo. Ahora ella lo ha conseguido.
—A veces hay que ser un poco cruel —intervino Tata, aprobadora.
—Creo que es lo peor que le puede pasar a nadie —insistió Magrat, mientras la duquesa se tambaleaba.
—Por todo lo que más quieras, niña, utiliza la imaginación —bufó Yaya—. Hay cosas mucho peores Agujas debajo de las uñas, por ejemplo. O las cosas que hacen con las tenazas.
—O cuchillos al rojo vivo por el escote —añadió Tata Ogg—. Empezando por el mango, para que te cortes los dedos si intentas quitártelos.
—Esto es, sencillamente, lo peor que yo puedo hacer —asintió Yaya Ceravieja—. Y además, es lo correcto. Una bruja no tiene por qué andarse con florituras. La mayor parte de la magia está en la cabeza. Eso es la cabezología. Y ahora, si me…
Un sonido semejante a una fuga de gas se escapó entre los labios de la duquesa. Echó la cabeza atrás de repente. Abrió los ojos, parpadeó y miró a Yaya. El odio más puro retorcía sus rasgos.
—¡Guardias! —exclamó—. ¡He dicho que las detengáis!
Yaya se quedó boquiabierta.
—¿Qué? P-pero si te he mostrado tu auténtico ser…
—¿Y crees que eso me puede molestar? —Mientras los soldados obedecían desganados y agarraban a Yaya por los brazos, la duquesa acercó su rostro al de la anciana, con las espesas cejas formando una V de odio triunfal—. ¿Pensabas que me derrumbaría! ¡Pues he visto lo que soy con toda claridad, vieja, y estoy orgullosa! ¿Entiendes? Volvería a hacerlo todo, pero con más fuego, y que durase más! Disfruté cada segundo, ¡lo hice porque quería hacerlo!
Se dio un golpe en la amplia superficie de su pecho.
—¡Todos sois idiotas! —gritó—. ¡Débiles! De verdad creéis que la gente es en el fondo buena y honrada, ¿verdad?
La multitud reunida en el escenario retrocedió, huyendo de su exultante alegría.
—Pues yo he visto lo que hay bajo esa capa —siguió la duquesa—. Sé qué es lo que hace que la gente se mueva y actúe. Es el miedo. El miedo más puro, más profundo. No hay ni uno de vosotros que no me tenga miedo. Os puedo hacer gritar de terror, y voy a…
En aquel momento, Tata Ogg la golpeó en la nuca con el caldero.
—Hay que ver, la gente cada día está más desequilibrada —dijo con naturalidad, mientras la duquesa se derrumbaba.
Se hizo un silencio largo, embarazoso.
Yaya Ceravieja carraspeó. Luego dedicó a los soldados que la sujetaban una sonrisa animada, amistosa, y señaló a la duquesa caída.
—Lleváosla y encerradla en alguna celda —ordenó.
Los hombres se pusieron firmes, y levantaron a la duquesa por los brazos con bastantes dificultades.
—Con cuidado, con cuidado —recomendó Yaya.
Se frotó las manos y se volvió hacia Tomjon, que la miraba con la boca abierta.
—Puedes creerme, chico —siseó—. No tienes elección. Eres el rey de Lancre.
—¡Pero si no sé ser rey!
—Te hemos visto. Lo haces muy bien, incluso lo de gritar.
—¡Eso era cuando actuaba!
—Pues actúa. Ser rey es…, es… —Yaya titubeó, y chasqueó los dedos en dirección a Magrat—. ¿Cómo se llaman esas cosas, que hay cien en todo?
Magrat la miró, asombrada.
—¿Te refieres a los tantos por ciento?
—Eso mismo —asintió Yaya—. En mi opinión, casi todos los tantos por ciento de ser un rey consisten en actuar. A ti se te dará muy bien.
Tomjon dirigió una mirada suplicante hacia las bambalinas, hacia donde debería estar Hwel. El enano estaba allí, sí, pero no prestaba mucha atención. Tenía ante él una copia de la obra, y reescribía a toda velocidad.
Te garantizo que no estás muerto, tienes mi palabra.
El duque lanzó una risita. Había sacado una sábana de cualquiera sabía dónde, se había envuelto con ella, y ahora corría por los pasillos más desiertos del castillo. De vez en cuando gritaba «uuuuu» con voz hueca.
Aquello preocupaba mucho a la muerte. Estaba acostumbrada a que todos insistieran en que no estaban muertos, porque la muerte siempre llega por sorpresa, y hay a quien le cuesta superarlo. Pero que alguien asegurara que estaba muerto cuando su corazón latía sin el menor problema era una experiencia novedosa y desconcertante.
—Daré sustos a la gente —dijo el duque, soñador—. Haré crujir mis huesos toda la noche. Me colgaré de los techos y predeciré las muertes en la casa.
Eso lo hacen las banshees.
—Pues yo también lo haré si me da la gana —insistió el duque, con los restos de su antigua determinación—. Y atravesaré las paredes flotando, daré golpes en las mesas, pondré a todo el que no me guste perdido de ectoplasma. Ja. Ja.
No podrás. A los vivos no se les permite convertirse en fantasmas. Lo siento.
El duque intentó sin éxito flotar a través de una pared, se rindió y abrió la puerta que daba a una ruinosa sección de las almenas. La tormenta se había apaciguado un poco, y un atisbo de luna se divisaba entre las nubes, como un billete de ida hacia la eternidad.
La Muerte atravesó la muralla y lo siguió.
—Si no estoy muerto —dijo de improviso el duque—, ¿qué haces tú aquí?
Se subió al muro de seguridad e hizo ondear la sábana.
Esperar.
—¡Pues más te vale esperar sentada, cara de hueso! —exclamó el duque, triunfal—. Volaré sobre el mundo de noche, me buscaré unas cadenas que chirríen bien, haré…
Dio un paso hacia atrás, perdió el equilibrio, cayó pesadamente contra el muro, y resbaló. Por un momento, los restos de su mano derecha trataron de buscar asidero, luego desapareció.
Por supuesto, la Muerte se encuentra potencialmente en cualquier lugar, y por tanto se puede decir que estaba tanto en las almenas, sacudiendo algunas imaginarias partículas de metal brillante de su guadaña, como metida hasta la cintura en las aguas hirvientes que corrían por el fondo del desfiladero de Lancre, contemplándolo todo con su mirada calcárea y fijándose por fin en un punto donde el torrente discurría a escasos centímetros traicioneros, sobre un lecho de piedras angulosas.
Tras unos momentos, el duque se sentó, transparente entre las olas fosforescentes.
—Hechizaré los pasillos —dijo—, y susurraré bajo las puertas en las noches tranquilas. —Su voz se hizo más tenue, casi se perdió en el incesante rugir del río—. Haré que las sillas de mimbre crujan de la manera más alarmante, ya veréis.
La Muerte le sonrió.
Ahora sí.
Empezaba a llover.
La lluvia en las Montañas del Carnero tenía una cualidad curiosa, penetrante, que hace que la lluvia normal parezca casi árida. Se derramaba en torrentes sobre los tejados del castillo, parecía filtrarse a través de las tejas y llenar la sala principal con una humedad cálida e incómoda.
La sala estaba atestada con la mitad de la población de Lancre. En el exterior, el batir de la lluvia llegaba incluso a ahogar el rugido lejano del río. Empapaba el escenario. Los colores se corrían y se mezclaban en los decorados pintados, y uno de los telones se soltó de sus rieles y fue a caer tristemente en un charco.