Lanzó una carcajada.
—Te has reído a carcajadas, Yaya —señaló Magrat, sombría.
—¡No es verdad! —Yaya buscó la palabra adecuada—. Ha sido una risita.
—Seguro que Aliss la Negra se reía a carcajadas.
—Ten cuidado o acabarás igual que ella —intervino Tata, desde su silla junto a la chimenea—. Al final se volvió algo chalada, ya sabes. Le dio por envenenar manzanas y esas cosas.
—Sólo porque me haya reído… un poco fuerte… —bufó Yaya. Notaba que se estaba poniendo a la defensiva—. Además, las carcajadas no tienen nada de malo. Con moderación, claro.
—Creo que nos hemos perdido —dijo Tomjon.
Hwel alzó la vista hacia los páramos purpúreos que los rodeaban. Se extendían hasta las imponentes torres de las montañas. Incluso en aquella época, la cúspide del verano, en los picos más altos quedaban algunos jirones de nieve. Es un paisaje de belleza descriptible.
Las abejas estaban ajetreadas, o al menos fingían estar ajetreadas entre los matorrales que bordeaban la carretera. Las sombras de las nubes se dibujaban sobre los prados alpinos. Todo estaba inmerso en uno de esos silencios avasalladores, vacíos, provocados por un entorno donde no hay gente ni maldita la falta que hace.
Donde no hay tampoco carteles indicadores.
—Nos perdimos hace quince kilómetros —replicó Hwel—. La situación en que nos encontramos ahora debe de tener otro nombre.
—Dijiste que las montañas estaban llenas de minas de enanos —dijo Tomjon—. Dijiste que un enano nunca se perdía en las montañas.
—Bajo tierra, dije bajo tierra. Todo es cuestión de estratos y formaciones rocosas. En la superficie, no. El paisaje nos impide ver bien.
—Podríamos cavarte un agujero —sugirió Tomjon.
Pero era un día agradable, y el sendero serpenteaba entre robles y pinos, las afueras del bosque, con lo que permitieron que las muías avanzaran a su paso. Hwel tenía la sensación de que el camino debía llevar a alguna parte.
Esta ficción geográfica había sido la perdición de mucha gente. Los caminos no tienen por qué llevar a algún lugar obligatoriamente. Lo único que es obligatorio es que empiecen en algún lugar.
—Nos hemos perdido, ¿verdad? —insistió Tomjon.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿dónde estamos?
—En las montañas. Resultan evidentes en cualquier atlas.
—Tendríamos que parar y preguntar a alguien.
Tomjon miró a su alrededor. En algún lugar se oía el canto de un mirlo solitario, o tal vez fuera un ruiseñor… Hwel no era experto en asuntos rurales, al menos en aquellos que tenían lugar por encima del suelo. No había otro ser humano en kilómetros a la redonda.
—¿Se te ocurre alguien en concreto? —preguntó, sarcástico.
—A aquella mujer del sombrero raro —señaló Tomjon—. Hace un rato que la estoy mirando. Cuando cree que la he visto, se esconde entre los arbustos.
Hwel se volvió hacia las matas de tomillo.
—Hola, abuela —saludó.
Del arbusto brotó una cabeza indignada.
—¿Abuela de quién? —preguntó al bufón.
Hwel titubeó.
—Era una manera de hablar, señora…, señorita…
—Señorita —le espetó Yaya—. Y no soy más que una pobre anciana que recoge leña —añadió, desafiante. Se aclaró la garganta—. Ejem —siguió—. Me has asustado, joven. Mi pobre corazón.
Los carromatos quedaron en silencio. Tomjon fue quien lo rompió.
—¿Cómo dices?
—¿Qué?
—¿Qué le pasa a tu pobre corazón?
—¿Cómo que qué le pasa a mi pobre corazón? —gruñó Yaya, que no estaba acostumbrada a comportarse como una anciana, y tenía un repertorio muy limitado sobre el tema.
Pero la tradición ordena que los jóvenes herederos en busca de su destino reciban ayuda de ancianas misteriosas que recogen leña, y ella respetaba ese tipo de cosas.
—Nada, que lo has mencionado —intervino Hwel.
—Bueno, no tiene importancia. Ejem. Supongo que buscáis el camino a Lancre —dijo Yaya, apresurándose a ir al grano.
—Pues sí —asintió Tomjon—. Llevamos buscándolo todo el día.
—Habéis pasado de largo. Retroceded cosa de tres kilómetros y seguid por el desvío de la derecha, donde veáis un grupo de pinos.
Wimsloe dio un codazo a Tomjon.
—Cuando t-te encuentras con una anciana m-misteriosa en el camino —le informó—, tienes que ofrecerte a compartir la c-comi-da con ella. O ayudarla a cruzar el r-río.
—¿Tú crees?
—T-trae muy m-mala suerte no hacerlo.
Tomjon dedicó a Yaya una sonrisa educada.
—¿Quieres compartir nuestra comida, abue…, ancia…, señora?
Yaya dudó un instante.
—¿Qué tenéis?
—Cerdo salado.
Ella sacudió la cabeza.
—No, pero gracias —dijo con un esfuerzo de amabilidad—. Me da gases.
Se dio media vuelta y desapareció entre los arbustos.
—¡Si quieres, podemos ayudarte a cruzar el río! —le gritó Tomjon.
—¿Qué río? —preguntó Hwel—. Estamos en un páramo, no hay un río en kilómetros a la redonda.
—Hay que t-tenerlas de p-parte de uno —dijo Wimsloe—. Así t-te ayudan.
—Quizá deberíamos haberle dicho que esperase mientras buscábamos uno —gruñó Hwel.
Encontraron el desvío. Llevaba a un bosque con un laberinto de senderos indescifrable, uno de esos bosques en los que la nuca te dice que los árboles se vuelven para mirarte en cuanto pasas de largo, uno de esos bosques en los que el cielo está muy arriba, muy lejos. Pese a lo caluroso del día, una penumbra húmeda e impenetrable envolvía los troncos de los árboles, que crecían junto a los senderos como si tuvieran intención de borrarlos.
Pronto volvieron a perderse, y descubrieron que estar perdido en un lugar donde no sabes dónde estás es mucho peor que estar perdido al aire libre.
—Podría habernos dado instrucciones más concretas —se quejó Hwel.
—Como por ejemplo, «preguntad a la siguiente chiflada» —dijo Tomjon—. Mira allí.
El enano se irguió en la silla.
—Hola, abue…, ancia… —aventuró.
Magrat se arrebujó en el chal.
—Sólo estoy recogiendo leña —les espetó.
Mostró una ramita a modo de prueba. Varias horas de espera, con los árboles como única compañía para charlar, la habían puesto de un humor aún peor.
Wimsloe dio un codazo a Tomjon, quien asintió y trató de sonreír de la manera más amable.
—¿Quieres compartir nuestra comida, ancia…, abue…, señorita? —preguntó—. Me temo que sólo podemos ofrecerte cerdo salado.
—La carne es un veneno para el sistema digestivo —le informó Magrat—. Si vieras el interior de tu colon, te quedarías horrorizado.
—Estoy seguro —murmuró Hwel.
—¿Sabéis que un varón adulto lleva constantemente en los intestinos dos kilos de carne roja sin digerir? —insistió la joven, cuyas conferencias informativas sobre temas de nutrición tenían fama de lograr que familias enteras se encerrasen en el sótano hasta que se marchaba—. En cambio, la piña piñonera y las semillas de girasol…
—¿No hay por aquí algún río para que podamos ayudarte a cruzarlo? —preguntó Tomjon a la desesperada.
—No digas tonterías —gruñó Magrat—. Sólo soy una humilde mujer que recoge leña, ejem, y de paso oriento a los viajeros perdidos, les indico el camino hacia Lancre.
—Ah —asintió Hwel—. Sabía que llegaríamos a eso.
—Tenéis que seguir adelante cosa de un kilómetro y luego, cuando veáis una roca grande con una hendidura, girad a la derecha. No tiene pérdida.
—Bien —gruñó el enano—. No te entretendremos más. Seguro que aún tienes que recoger mucha leña.
Silbó a las mulas para que volvieran a ponerse en marcha, malhumorado.
Cuando, una hora más tarde, el sendero desembocó en un prado sembrado de rocas grandes como casas, Hwel soltó las riendas con sumo cuidado y se cruzó de brazos. Tomjon le miró.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Esperar —anunció el enano con firmeza.
—Pero pronto se hará de noche.
—No estaremos aquí mucho tiempo.
Al final, Tata Ogg se rindió y salió de detrás de su roca.
—Cerdo salado, ¿entiendes? —le espetó Hwel—. O lo tomas, o lo dejas. A ver, ¿por dónde se va a Lancre?
—Seguid adelante, por la izquierda del desfiladero, llegaréis a un camino que termina en un puente, no tiene pérdida —respondió Tata alegremente.
Hwel cogió las riendas.
—Te has olvidado de los ejems.
—Rayos. Lo siento. Ejem.
—Supongo que eres una anciana inofensiva que recoge madera —siguió Hwel.
—En el grano, chico —asintió Tata alegremente—. Justo ahora iba a empezar.
Tomjon dio un codazo al enano.
—Te has olvidado de lo del río.
Hwel lo miró.
—Ah, sí —murmuró—. Si quieres, puedes esperar aquí mientras buscamos un río.
—Para ayudarte a cruzarlo —le indicó Tomjon.
Tata le dedicó una sonrisa radiante.
—Hay un puente estupendo —dijo—. Pero no diré que no si os ofrecéis a llevarme.
Para irritación de Hwel, Tata Ogg se subió las faltas y trepó al pescante del carromato, donde se metió entre Tomjon y el enano y se retorció como una ostra hasta ocupar la mitad del asiento.
—Has mencionado no sé qué de cerdo salado —sugirió—. ¿Tenéis mostaza, por casualidad?
—No —replicó Hwel, malhumorado.
—No soporto el cerdo salado sin condimentos —le explicó Tata—. Pero tendrá que bastar.
Sin decir palabra, Wimsloe le tendió la cesta donde estaba la cena para toda la compañía. Tata levantó la tapadera y valoró el contenido con gesto crítico.
—Este queso está un poco pasado —señaló—. Hay que comerlo pronto. ¿Qué hay en esta botella?
—Cerveza —dijo Tomjon un segundo antes de que Hwel tuviera la presencia de ánimo necesaria para decir «agua».
—Es floja —suspiró Tata después de echar un buen trago.
Rebuscó en los bolsillos de su delantal y sacó la bolsa de tabaco.
—¿Alguien tiene fuego? —preguntó.
Un par de actores le tendieron cerillas. Tata asintió y guardó la bolsa.
—Bien —dijo—. Ahora, ¿alguien tiene tabaco?
Media hora más tarde, los carromatos cruzaron el puente de Lancre, pasaron junto a las granjas de las afueras y atravesaron los bosques que constituían la mayor parte del reino.
—¿Esto es todo? —preguntó Tomjon.
—Bueno, todo no —dijo Tata, que había esperado algo más de entusiasmo—. Hay mucho más al otro lado de las montañas. Pero ésta es la zona llana.
—¿A esto lo llamáis llano?
—Bastante llano —concedió Tata—. Pero el aire es puro. El palacio está ahí arriba, desde allí se divisa todo el territorio.
—Te refieres a todos los bosques.
—Te gustará —lo animó Tata.
—Es un poco pequeño.
Tata meditó un instante. Se había pasado casi toda la vida dentro de las fronteras de Lancre. Siempre le había parecido de su talla.
—Es coqueto —dijo—. Y bien comunicado.
—¿Bien comunicado con qué?
Tata se rindió.
—Con todo lo que esté cerca…
Hwel no dijo nada. El aire era puro, subía y bajaba por las laderas de las montañas como una marea, teñido por los aromas de los bosques alpinos. Atravesaron la puerta de la muralla y entraron en lo que allí denominaban ciudad. El urbanita en que se había convertido decidió que, en las llanuras, lo calificarían de zona desierta.
—Hay una posada —dijo Tomjon, dubitativo.
Hwel siguió la dirección de su mirada.
—Sí —dijo al final—. Creo que sí.
—¿Cuándo representaremos la obra?
—No tengo ni idea. Supongo que debemos subir al castillo para decir que hemos llegado. —Hwel se rascó la barbilla—. El bufón dijo que el rey o alguien querrían ver el libreto.
Tomjon contempló la ciudad de Lancre. Le parecía un lugar tranquilo. No era uno de esos sitios donde echan a los actores al anochecer. Allí necesitaban de toda la población disponible.
—Ésta es la capital del reino —les informó Tata Ogg—. Ya habréis observado el hermoso diseño de las calles.
—¿Calles? —se asombró Tomjon.
—Calle —se corrigió Tata—. Y las casas están en muy buenas condiciones, recién restauradas.
—¿Recién?
—Hace apenas veinte años —hubo de reconocer Tata—. Y la vista es preciosa, mira…
—Señora, hemos venido a divertir a la ciudad, no a comprarla —señaló Hwel.
Tata Ogg miró a Tomjon de soslayo.
—Sólo quería que vieras lo bonito que es esto —dijo.
—Tu orgullo ciudadano te honra —replicó el enano—. Y ahora, por favor, baja del carro. Supongo que tendrás que recoger mucha leña. Ejem.
—Gracias por el aperitivo —dijo Tata al tiempo que se apeaba.
—Por la comida —la corrigió Hwel.
Tomjon le dio un codazo.
—Deberías ser más educado —le indicó—. Nunca se sabe. —Se volvió hacia Tata—. Gracias por todo, abue…, vaya, se ha marchado.
—Han venido a hacer un teatro —informó Tata. Yaya Ceravieja siguió desgranando guisantes al sol, cosa que molestaba profundamente a Tata.
—¿Y? ¿No vas a decir nada? He averiguado cosas —dijo—. He recogido información. No me he quedado sentada preparando sopa…
—Estofado.
—Supongo que es una diferencia vital —gruñó Tata.
—¿Qué clase de teatro?