Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Pero si la semana pasada decíais…

Magrat se interrumpió, asombrada ante aquella demostración de pragmatismo.

—Una semana es mucho tiempo para la magia —dijo Tata—. Quince años, para empezar. Además, Esme está decidida, y yo no pienso detenerla.

—Así que, según vosotras —replicó Magrat con voz fría—, es que eso de la «no intromisión» es como hacer voto de no nadar. Jamás lo romperás, a no ser que te encuentres en el agua.

—Es mejor que ahogarse —señaló Tata.

De la repisa de la chimenea cogió una pipa de arcilla que era como un pequeño pozo de alquitrán. La encendió con una astilla del fuego, mientras Mandón la miraba cauteloso desde su cojín.

Como quien no quiere la cosa, Magrat levantó la tela que cubría la bola, y la miró.

—Creo que nunca acabaré de comprender la brujería —dijo—. Justo cuando pienso que le he cogido el tranquillo, va y cambia.

—No somos más que personas. —Tata lanzó una nube de humo azul hacia la chimenea—. Como todo el mundo.

—¿Me prestas la bola? —preguntó la joven de repente.

—Cómo no —respondió Tata. Sonrió a espaldas de Magrat—. ¿Te peleaste con tu amigo?

—No sé de qué me hablas.

—Hace semanas que no lo veo.

—Oh, el duque lo envió a… —Magrat se detuvo un instante—. Lo envió a no sé qué. No es que me importe, claro.

—Ya, por supuesto. Llévate la bola, no la necesito.

Magrat se alegró de volver a su casa. No había nadie por los páramos de noche, pero en los dos últimos meses las cosas habían empeorado. Además de los rumores generalizados sobre las brujas, las pocas personas de Lancre que tenían tratos con el mundo exterior empezaban a comprende que a) habían pasado más cosas de las que creían, o b) el tiempo andaba loco. No era fácil demostrarlo,[19] pero los escasos comerciantes que llegaban por los caminos de la montaña después del invierno parecían ser bastante más viejos de lo que les correspondía. Los acontecimientos inexplicables eran cosa cotidiana en las Montañas del Carnero a causa del su elevado potencial mágico, pero la desaparición de varios años era pasarse de la rosca.

El bufón dormitaba bajo la lona de una barcaza que ascendía por el Ankh a una velocidad constante de tres kilómetros por hora. No era un medio de transporte muy emocionante, pero al final llegabas a tu destino.

Parecía sano y salvo, pero se agitaba y removía en sueños.

Magrat se preguntó qué se sentiría al pasarse toda la vida haciendo algo que no querías hacer. Era como estar muerto, razonó, sólo que peor, porque estás vivo para sufrirlo.

Pensaba que el bufón era débil, falto de agallas, que necesitaba un poco más de valor. Y anhelaba que volviera para no verlo nunca más.

Fue un verano largo y abrasador.

Se tomaron las cosas con calma. Había mucho camino entre Ankh-Morpork y las Montañas del Carnero. Hasta Hwel hubo de admitir que resultaba divertido, y eso que no era una palabra muy común en el vocabulario de los enanos.

Como gustéis funcionó bien, como siempre. Los aprendices se superaron: olvidaban sus papeles y llenaban los huecos con chistes. En Sto Lat, todo el tercer acto de Gretalina y Melias se representó sobre el telón de fondo del segundo acto de Las guerras mágicas, pero nadie pareció darse cuenta de que la mejor escena de amor de la historia se representaba sobre una marea que arrasaba un continente entero. Seguramente fue porque Tomjon hacía el papel de Gretalina.

Al día siguiente, en algún pueblo sin nombre en el centro de un interminable mar de cebollas, dejó que Tomjon representara el papel del viejo Miskin en Como gustéis. Vitoller solía bordarlo. No lo podía hacer nadie de menos de cuarenta años, a menos que el viejo Miskin tuviera que engordar con una almohada y pintarse las arrugas.

Hwel no se consideraba viejo. Su padre había seguido trabajando en la mina como el que más a los doscientos años.

Ahora, se sentía viejo. Veía a Tomjon renquear por el escenario, y durante un instante supo lo que era ser un anciano obeso y alcoholizado, luchando en viejas guerras que a nadie le importaban ya, aferrándose al precipicio de la edad madura más tardía por miedo a convertirse en una antigualla, pero sólo con una mano, porque con la otra saludaba ya a la Muerte. Por supuesto, lo había imaginado cuando escribió el papel. Pero, ahora, lo sabía.

En cambio, no conseguía infundir la misma magia a la nueva obra. La probaron unas cuantas veces para ver cómo iba. El público la seguía con atención, y luego se iban a casa. Ni siquiera se molestaban en lanzar fruta podrida. No les parecía una mala obra. Sencillamente, no les parecía nada.

Y tenía todos los ingredientes, ¿verdad? La tradición estaba llena de pueblos que se libraban de sus malos gobernantes. Las brujas siempre gustaban. La aparición de la Muerte era especialmente buena, tenía unos diálogos estupendos. Todo junto… parecía anularse, convertirse en una caótica manera de llenar el escenario durante un par de horas.

Por la noche, cuando el resto de la compañía dormía, Hwel se sentaba en uno de los carromatos y lo rescribía todo con energía febril. Reorganizó las escenas, cortó diálogos, añadió diálogos, incluyó un payaso, metió otra pelea, mejoró los efectos especiales… Nada pareció surtir efecto. La obra era como un cuadro maravilloso e intrincado, un festín de impresiones desde cerca, un mero borrón desde lejos.

Cuando las inspiraciones llegaban a toda velocidad, probó incluso a cambiar el estilo. Por la mañana, los más madrugadores se habían acostumbrado a encontrarse con los experimentos fallidos adornando el césped en torno a las carretas, como setas muy cultas.

Tomjon conservaba uno de los más extraños.

bruja 1: Llega tarde. (Pausa)

bruja 2: Dijo que vendría. (Pausa)

bruja 3: Eso dijo, pero no viene. Éste es mi último tritón. Lo guardaba para él. Pero no ha venido. (Pausa)

—Creo que no deberías esforzarte tanto —le dijo luego Tomjon—. Has hecho lo que te pidieron. Nadie exige que sea genial.

—Pero podría serlo, lo sabes. Es que no doy con ello.

—¿Estás completamente seguro de lo del fantasma?

El tono del muchacho dejaba bien claro que él no lo estaba.

—El fantasma es perfecto —estalló Hwel—. La escena del fantasma es la mejor que he escrito.

—Ya, pero quizá no sea ésta la obra adecuada para ella, es lo único que digo.

—El fantasma se queda. Vamos, muchacho.

Dos días más tarde, cuando las Montañas del Carnero eran ya un muro azul y blanco en el horizonte Eje, la compañía fue asaltada. No hubo mucho drama; acababan de cruzar un riachuelo con los carromatos y estaban descansando a la sombra de unos árboles, cuando de pronto llovieron ladrones como frutos maduros.

Hwel contempló la hilera formada por media docena de filos oxidados. Sus propietarios no parecían muy seguros de lo que tenían que hacer.

—Tenemos un recibo, esperad que lo busque… —empezó.

Tomjon le dio un codazo.

—No parecen ladrones del Gremio —susurró—. Creo que éstos son profesionales liberales.

Sería bonito decir que el jefe de los ladrones era un bestia de barba negra, con un pañuelo rojo en la cabeza, un pendiente de oro y una barbilla con la que se podían fregar cacharros. En realidad, era toda una tentación. Y reflejaba la realidad. Hwel opinaba que la pata de palo era un poco excesiva, pero, obviamente, el hombre había estudiado mucho su papel.

—Bien, bien —dijo el jefe de los bandidos—. ¿Qué tenemos aquí, llevarán dinero encima?

—Somos actores —respondió Tomjon.

—Eso responde a las dos preguntas —asintió Hwel.

—Nada de réplicas ingeniosas —advirtió el bandido—. He estado en la ciudad, ¿eh? Y las cazo al vuelo. —Se volvió a sus hombres y arqueó una ceja para indicar que su siguiente frase iba a ser divertida—. Si no andáis con cuidado, yo también puedo dar respuestas cortantes.

Se hizo un silencio mortal detrás de él, hasta que hizo un gesto impaciente con la navaja.

—Suficiente —dijo al coro de risas inseguras—. Nos llevaremos las monedas que tengáis, los objetos vendibles, la comida y la ropa.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Tomjon.

La compañía retrocedió un paso. Hwel sonrió, mirándose los pies.

—Vas a suplicar piedad, ¿eh? —dijo el bandido.

—Más o menos.

Hwel se metió las manos en los bolsillos y alzó la vista hacia el cielo, silbando entre dientes y tratando de no esbozar una sonrisa. Sabía que los demás actores también miraban a Tomjon con expectación.

Les va a largar el discurso de la piedad de La Leyenda del Troll, pensó…

—Lo que me gustaría señalar —dijo Tomjon, y su voz cambió sutilmente, se hizo más profunda, su mano derecha se alzó automáticamente—, es que «la valía de un hombre no se mide por sus hazañas con las armas, ni por la fiereza de sus rapiñas…».

Será como cuando aquel hombre intentó atracarnos en Sto Lat, pensó Hwel. Si acaban entregándonos las espadas, ¿qué demonios hacemos con ellas? Y es muy embarazoso cuando se echan a llorar…

En aquel momento, el mundo que lo rodeaba adquirió un tinte verdoso, y le pareció distinguir otras voces, justo por encima del umbral de audición.

—¡Hay hombres con espadas, Yaya!

—… ganados con las brillantes hojas que maravillan al mundo… —dijo Tomjon, y las voces al borde de la imaginación dijeron «un rey no va por ahí pidiendo piedad. Pásame esa jarra de leche, Magrat».

—…el corazón de la compasión, el beso…

—Fue un regalo de mi tía.

—… esta joya de joyas, esta corona de coronas.

Se hizo el silencio. Dos de los bandidos lloraban ocultando el rostro entre las manos.

El jefe de los ladrones lo miró.

—¿Ya está?

Por primera vez en su vida, Tomjon se quedó desconcertado.

—Bueno…, sí —dijo—. Eh… ¿quieres que lo repita?

—Ha sido un buen discurso —reconoció el bandido—, pero no sé qué tiene que ver conmigo. Yo soy un hombre práctico. Entregadme todo lo que tengáis de valor.

Su espada descendió hasta quedar a la altura de la garganta de Tomjon.

—Y los demás, no os quedéis ahí quietos como idiotas —añadió—. Obedeced o el chico se la carga.

Wimsloe, el aprendiz, alzó cautelosamente una mano.

—¿Qué pasa? —preguntó el bandido.

—¿S-seguro que h-ha oído bien, señor?

—¡No pienso repetirlo! ¡Lo que quiero oír ahora es el tintineo de las monedas, si no vosotros oiréis un último grito!

En realidad, lo que todos oyeron fue un silbido procedente del cielo, y el golpe de una jarra de leche, congelada por el frío de las alturas, que golpeó al jefe de los bandidos en el casco.

Los ladrones restantes observaron los resultados y, en consecuencia, echaron a correr.

Los actores se quedaron mirando al bandido tirado en el suelo. Hwel dio una patada a un trozo de leche helada.

—Vaya, vaya —dijo débilmente.

—¡No les hizo efecto! —susurró Tomjon.

—Un crítico nato —lo consoló el enano.

Era una jarra azul y blanca. Es gracioso cómo los pequeños detalles destacan en momentos así. Se había roto varias veces en el pasado, eso saltaba a la vista, porque algunos trozos habían sido cuidadosamente pegados. Alguien había apreciado sinceramente aquella jarra.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, buscando a la desesperada algún fragmento de lógica—. Es un tornado raro. Obviamente.

—Pero las jarras de leche no caen del cielo —dijo Tomjon, demostrando la asombrosa capacidad del ser humano para negar lo evidente.

—La verdad, no sé. He oído hablar de lluvias de peces, de ranas y de piedras —señaló Hwel—. No veo por qué no puede llover loza. Es uno de esos fenómenos extraños. Suceden constantemente en esta zona, no tiene nada de raro.

Volvieron a los carromatos y avanzaron en un silencio desacostumbrado. El joven Wimsloe recogió todos los trocitos de jarra que encontró, los guardó cuidadosamente en la caja de accesorios, y se pasó el resto del día observando el cielo, a la espera de un azucarero.

Los carromatos viajaron por las polvorientas laderas de las Montañas del Carnero, como simples motas en el nebuloso cristal de la bola.

—¿Están bien? —preguntó Magrat.

—No hacen más que desviarse —dijo Yaya—. Quizá se les dé muy bien lo de actuar, pero en cuestiones de viajar les queda mucho que aprender.

—Era una jarra estupenda —suspiró Magrat—. Ya no las fabrican así. Si me hubieras dicho para qué la querías, tengo una plancha de hierro en la estantería.

—Hay cosas más importantes que las jarras de leche.

—Tenía un dibujo de una margarita en la tapa.

Yaya hizo caso omiso de la afirmación.

—Creo —dijo—, que va siendo hora de que veamos a este nuevo rey. De cerca.

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