Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Pero hiciste lo que consideraste correcto —señaló Yaya.

—No me hice soldado para esto. No quiero ir por ahí matando a la gente.

—Bien pensado. Yo en tu lugar me habría hecho marinero —asintió ella, pensativa—. Sí señor, una profesión en el mar. Yo que tú empezaría lo antes posible. Ahora mismo, de hecho. Venga, corre. Corre hacia el mar, donde no hay huellas. Tendrás una vida larga y llena de éxitos, te lo prometo. —Se quedó pensativa un instante—. Al menos, más larga de lo que sería si te quedas por aquí —añadió.

El joven se levantó, le dirigió una mirada de agradecimiento y admiración, y se perdió corriendo en la niebla.

—Y ahora, espero que alguien nos diga qué está pasando —dijo Yaya, dirigiéndose al tercer hombre.

A donde había estado el tercer hombre.

Se oyó el retumbar lejano de unos cascos de caballo sobre la tierra húmeda. Luego, el silencio.

Tata Ogg se inclinó hacia delante.

—Puedo atraparlo —dijo—. ¿Qué te parece?

Yaya sacudió la cabeza. Se sentó en una roca y miró al niño que tenía entre los brazos. El chiquillo no aparentaba más de dos años, y estaba desnudo bajo la manta. Lo meció vagamente y clavó los ojos en el vacío.

Tata Ogg examinó los dos cadáveres.

—Quizá fueran ladrones —susurró Magrat, temblorosa.

Tata sacudió la cabeza.

—Es extraño —señaló—, los dos llevan la misma insignia. Dos osos sobre un campo negro y gualda. ¿Alguien sabe qué significa?

—Es el emblema del rey Verence —respondió Magrat.

—¿Quién es ése? —se interesó Yaya Ceravieja.

—El que gobierna este país.

—Ah. Ese rey —asintió Yaya, como si su interés en el asunto fuera igual o menor que cero.

—Soldados peleando entre ellos. Eso no es lógico —dijo Tata Ogg—. Echa un vistazo al coche, Magrat.

La joven bruja dio un buen rodeo para esquivar los cadáveres, y volvió con una saca. La abrió. Un objeto cayó al suelo.

La tormenta se había desplazado al otro lado de la montaña, y la luna proyectaba una luz tenue sobre los páramos húmedos. Iluminaba también lo que sin lugar a dudas era una corona extremadamente importante.

—Es una corona —señaló Magrat—. Tiene picos y todo eso.

—Oh, cielos —suspiró Yaya.

El niño gorgoteó en sueños. A Yaya Ceravieja no le gustaba mirar hacia el futuro, pero ahora notaba que el futuro la estaba mirando a ella.

Y no le gustaba lo más mínimo su expresión.

El rey Verence estaba mirando hacia el pasado, y se había formado una idea muy similar.

—¿Puedes verme? —preguntó.

—Oh, sí. Y con bastante claridad, por cierto —respondió el recién llegado.

Verence frunció el ceño. Parecía que para ser un fantasma hacía falta un esfuerzo mental muy superior al requerido para estar vivo. Se las había apañado muy bien durante cuarenta años sin tener que pensar más de una o dos veces al día, y ahora se veía obligado a hacerlo constantemente.

—Ah —dijo al final—. Tú también eres un fantasma.

—Muy listo.

—Lo he notado porque llevas la cabeza bajo el brazo —señaló Verence, satisfecho consigo mismo—. Eso me dio la pista.

—¿Te molesta? Si te da reparo, me la pongo —ofreció amablemente el viejo espíritu. Le tendió la mano libre—. Encantado de conocerte. Soy Ornal, rey de Lancre.

—Verence. Lo mismo. —Examinó de cerca el rostro del viejo rey—. No recuerdo haber visto tu retrato en la galería —añadió.

—Ah, esas cosas no se hacían en mis tiempos —señaló Ornal con gesto vago.

—Vaya, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

Ornal bajó la mano para rascarse la nariz.

—Unos mil años —dijo con una voz en la que se advertía el orgullo—. Entre hombre y fantasma.

—¡Mil años!

—Para ser exactos, yo construí este castillo. Aunque lo reformaron cuando mi sobrino me cortó la cabeza mientras dormía. Ni te imaginas cuánto me molestó aquello.

—Pero… mil años… —repitió Verence débilmente.

Ornal le cogió del brazo.

—No está tan mal —le confió mientras guiaba al acongojado rey por el patio—. En muchos aspectos, es mejor que estar vivo.

—¡Vaya idea! —estalló Verence—. ¡A mí me gustaba estar vivo!

El viejo rey le sonrió, tranquilizador.

—Pronto te acostumbrarás —le aseguró.

—¡Es que no quiero acostumbrarme!

—Tienes un campo morfogénico muy fuerte —dijo Ornal—. Se nota, se nota. Yo me doy cuenta de estas cosas. Sí señor, es muy fuerte.

—¿Qué es eso?

—Nunca se me dio muy bien explicarme —suspiró Ornal—. Siempre me pareció más sencillo golpear a la gente con algo. Pero me temo que eso depende de lo vivo que esté uno. Cuando estás vivo, claro. Es algo que se llama… —hizo una pausa—. Vitalidad animal. Sí, eso es. Vitalidad animal. Cuanta más tienes, más parecido a ti mismo sigues siendo cuando te conviertes en fantasma. Seguro que, cuando estabas vivo, estabas vivo al cien por cien.

Muy a su pesar, Verence se sintió halagado.

—Siempre traté de mantenerme ocupado —dijo.

Habían atravesado el muro de la Sala Principal, que ahora estaba vacía. La visión de las mesas provocó una reacción automática en el rey.

—¿Cómo nos montamos lo del desayuno? —preguntó.

La cabeza de Ornal pareció sorprendida.

—De ninguna manera —replicó—. Somos fantasmas.

—¡Pero es que tengo hambre!

—No, no tienes hambre. Es tu imaginación.

De las cocinas les llegó el tintineo de los platos. Los cocineros ya se habían levantado y, a falta de otras instrucciones, estaban preparando el menú habitual para los desayunos del castillo. Los aromas familiares llenaban toda la estancia.

Verence olfateó.

—Salchichas —dijo, soñador—. Beicon. Huevos. Pescado ahumado. —Miró a Ornal—. Y budín de pasas —susurró.

—No tienes estómago —señaló el anciano fantasma—. Todo está en tu mente, es la fuerza de la costumbre. Lo que pasa es que crees que tienes hambre.

—Creo que estoy muerto de hambre.

—Sí, pero el caso es que no puedes tocar nada —le explicó amablemente Ornal—. Nada en absoluto.

Verence se dejó caer sentado en un banco, con suavidad, para no atravesarlo. Hundió la cabeza entre las manos. Le habían dicho que la muerte era mala, pero no que fuera tan mala.

Quería vengarse. Quería salir de aquel castillo, que de pronto se le antojaba espantoso, para encontrar a su hijo. Pero lo que más le aterraba era darse cuenta de que lo que más deseaba en aquel momento era un plato de riñones al jerez.

Un amanecer húmedo inundó el paisaje, trepó por las almenas del Castillo Lancre, luchó con valor y por fin consiguió llegar al patio.

El duque Felmet contempló con gesto sombrío el bosque empapado por la lluvia. Era todo un bosque, bien grande. Él no tenía nada contra los árboles, pero ver tantos juntos le resultaba deprimente. Siempre le daban ganas de contarlos.

—Claro, mi amor —dijo.

La gente que conocía al duque empezaba a pensar de repente en un lagarto, seguramente uno de esos que viven en islas volcánicas, se mueven una vez al día, tienen un tercer ojo vestigial y parpadean una vez al mes. Se consideraba un hombre civilizado, más preparado para el ambiente seco y el sol brillante de un clima bien organizado.

Por otra parte, pensó, no estaría tan mal ser un árbol. Los árboles no tenían oídos, de eso estaba casi seguro. Y parecían arreglárselas muy bien sin la institución del matrimonio. El roble macho se limitaba a dispersar su polen al viento y al asunto de las piñas, a no ser que tuvieran manzanas, no, estaba convencido de que los robles tenían piñas…

—Por supuesto, preciosa —dijo.

Sí, los árboles lo tenían todo hecho. El duque Felmet contempló la densa vegetación. Los muy egoístas.

—Desde luego, querida mía —dijo.

—¿Cómo? —replicó la duquesa.

El duque titubeó, trató desesperadamente de recordar el monólogo de los cinco últimos minutos. Había dicho algo así como que él era medio hombre…, ¿débil y sin voluntad? Y también estaba seguro de que había habido alguna queja sobre lo frío que era el castillo. Sí, probablemente. Malditos árboles, podrían trabajar al menos una vez.

—Haré que corten unos cuantos y los traigan, adorada —dijo Felmet.

Lady Felmet se quedó sin habla un momento. Por cierto, esto era un acontecimiento digno de ser recordado. Se trataba de una mujer corpulenta e imponente. Los que la veían por primera vez se llevaban el recuerdo indeleble de un galeón con todas las velas desplegadas. El efecto se acentuaba por el hecho de que el terciopelo rojo le iba al pelo. Pero no para disimular su complexión, sino para acentuarla.

El duque pensaba a menudo en la suerte que había tenido al casarse con ella. De no ser por el motor ambicioso de su esposa, no sería más que otro noble rural, sin más ocupaciones que cazar, beber y ejercer su droit de seigneur[2]. En vez de eso, ahora estaba a un paso del trono, y pronto sería monarca de todo lo que divisaba.

Siempre y cuando todo lo que divisara fueran árboles.

Suspiró.

—¿Qué cortarás? —preguntó Lady Felmet con voz gélida.

—Oh, los árboles.

—¿Qué tienen que ver los árboles con esto?

—Bueno… es que hay muchos —señaló el duque con pasión.

—¡No cambies de tema!

—Lo siento, nenita.

—Te decía que cómo has podido ser tan idiota como para permitir que escaparan. Te dije que ese criado era demasiado leal. No se puede confiar en gente así.

—No, amor mío.

—Supongo que habrás enviado a alguien en su busca, ¿no?

—A Benzen, querida. Y a dos guardias más.

—Oh.

La duquesa hizo una pausa. Benzen, como capitán de la milicia personal del duque, era un asesino tan eficaz como una mangosta psicópata. Ella misma lo habría elegido. Le molestaba verse privada temporalmente de una oportunidad para sacar fallos a su marido, pero se recuperó admirablemente.

—No habrías tenido que enviarlo si me hubieras hecho caso. Pero nunca lo haces.

—¿El qué, vida mía?

El duque bostezó. Había sido una noche muy larga. La tormenta llegó a adquirir proporciones innecesariamente teatrales, y luego había estado todo el molesto asunto de los cuchillos.

Ya hemos mencionado que el duque Felmet se encontraba a un paso del trono. El paso en cuestión estaba ubicado en la cima de las escaleras que llevaban a la Sala Principal, por las cuales había tropezado el rey Verence para aterrizar, contra todas las leyes de la probabilidad, sobre su propia daga.

Pero, de cualquier manera, su médico había firmado un certificado de defunción por causas naturales. Benzen le había explicado que caer por una escalinata con una daga clavada en la espalda era una enfermedad causada por las palabras poco medidas.

De hecho, algunos miembros de la guardia del rey, un poco duros de oído, habían sido víctimas de la misma enfermedad. Se trataba de una pequeña epidemia.

El duque se estremeció. Algunos detalles de la noche anterior le resultaban a la vez nebulosos y horribles.

Trató de infundirse ánimos, de convencerse de que lo más desagradable ya había pasado, de que ahora tenía un reino. No era lo que se dice un gran reino, estaba compuesto de árboles en su mayoría, pero era un reino, y tenía su corona.

Si la encontraba, claro.

El castillo Lancre se alzaba sobre un saliente de roca. Lo había edificado un arquitecto que había oído hablar de Gormenghast, pero no tenía presupuesto. Había puesto su mejor voluntad con pequeñas torretas prefabricadas, vigas de rebajas y almenas, ventanucos, gárgolas torreones, patios, celdas y mazmorras de rebajas. Casi todo lo que necesita un castillo, excepto quizás unos cimientos decentes y ese mortero que no se va con la lluvia.

El castillo descendía en un picado vertiginoso hacia las blancas aguas agitadas del río Lancre, que corría trescientos metros más abajo. De cuando en cuando algunos fragmentos se precipitaban hacia la corriente.

Pero, pese a ser bastante pequeño, en aquel castillo había mil sitios donde esconder una corona.

La duquesa se marchó en busca de otra víctima a la que atormentar, dejando a Lord Felmet contemplando el paisaje con gesto sombrío. Empezaba a llover.

Fue entonces cuando alguien llamó vigorosamente a la puerta del castillo. Esto molestó mucho al portero, que en aquel momento jugaba a las cartas con el cocinero y el bufón de la corte, al calor de la cocina.

Lanzó un gruñido y se levantó.

—¿Y yo qué sé, idiota?

—Llaman afuera —dijo.

—¿Dónde? —preguntó el bufón.

—Fuera de la puerta, idiota.

El bufón le dirigió una mirada preocupada.

—El Zen enseña la relatividad de ese tipo de conceptos.

Cuando el portero se alejó gruñendo en dirección a la entrada, el cocinero echó otro leño al fuego y miró al bufón por encima de sus cartas.

—¿Qué es un Zen? —preguntó.

Las campanillas del bufón tintinearon mientras examinaba sus naipes.

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