Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Lástima que no hayamos traído ninguna, Magrat.

—Creo que deberíamos empezar ya, Esme. Amanecerá dentro de nada.

—Bueno, pero luego no me echéis la culpa si no funciona. A ver… «Un pelo de gorila y…» ¿Quién tiene el pelo de gorila? Ah, gracias, Gytha, aunque más bien parece un pelo de gato, pero no importa. «Un pelo de gorila y raíz de mandrágora», y si esto es auténtica mandrágora, que me aspen, «zumo de zanahoria y una lengua de bota», ya veo, el toque humorístico…

—¡Haz el favor de darte prisa!

—Vale, vale. «Vuele el búho, brille el gusano…, ¡hierva el caldero por mi mano!»

—Esto no sabe nada mal, Esme.

—¡No tienes que bebértelo, decana estúpida!

Tomjon se incorporó como un resorte. Eran ellas otra vez, las mismas caras, las mismas voces cascadas distorsionadas por el tiempo y el espacio.

Incluso después de mirar por la ventana, de ver que la luz del día se derramaba sobre la ciudad, seguía oyendo las voces a lo lejos, como un trueno que se perdiera en la distancia.

—¡Pues a mí lo de la lengua de bota me parece muy raro!

—Y además no se ha disuelto. ¿Espesamos el brebaje con un poco de harina?

—Da igual aunque esté líquido. Sólo pueden pasar dos cosas, que venga o que no venga…

Se levantó y se lavó la cara en la jofaina.

El silencio entraba a oleadas procedente de la habitación de Hwel. Tomjon se vistió y abrió la puerta.

Parecía como si hubiera nevado allí dentro, grandes copos pesados que ocupaban hasta el último rincón. Hwel estaba sentado en su taburete alto, con la cabeza apoyada sobre un montón de papeles, roncando.

Tomjon recorrió la habitación de puntillas, y cogió un papel arrugado. Lo alisó y leyó:

Rey: Ahora pondré la corona sobre este arbusto, y vosotros me diréis si alguien intenta cogerla, ¿de acuerdo?

Mosqueteros: ¡Sí!

Rey: Ahora tengo que buscar mi caballo…

(El primer asesino sale de detrás de una roca.)

Público: ¡Detrás de ti!

(El primer asesino desaparece.)

Rey: Estáis intentando engañar al rey, malos, malos…

Había muchos tachones y una mancha de tinta. Tomjon tiró el papel a un lado y eligió otra bola al azar.

Rey: ¿Es una daga un cuchillo lo que veo detrás delante en frente ante mí, con la punta el puño señalando hacia mi corazón» mano?

Asesino 1: Os juro que no lo es. ¡Os lo juro!

Asesino 2: Decís bien, señor. ¡Así es!

A juzgar por el estado del papel, aquel trozo había recibido un golpe especialmente fuerte contra la pared. Hwel había explicado una vez a Tomjon su teoría sobre las inspiraciones, y al parecer aquella noche había habido toda una lluvia de ellas.

Fascinado por aquella visión del proceso creativo, Tomjon eligió otro intento descartado.

Reina: ¡Cielos, oigo ruido afuera! Quizá sea mi esposo que regresa. ¡Rápido, entra en el armario, yo te diré cuándo puedes salir!

Asesino: ¡Pero si tu doncella aún no me ha traído las pantuflas!

Doncella (abriendo la puerta): El arzobispo, majestad.

Sacerdote (bajo la cama): ¡Cielos!

Tomjon se deslizó cautelosamente hacia la mesa y, con mucho cuidado, sacó las hojas de papel de debajo de la cabeza del enano dormido, y se la apoyó suavemente en un cojín.

La hoja superior decía.

Verence Felmet Víspera do los Dioses menoresNoche de Cuchillos Dagas Reyes, por Hwel, de la Compañía Vitoller. Una Comedia Tragedia en Ocho Cinco Sois Tres Nueve Actos.

Personajes:

Felmet, un rey bueno.

Verence, un rey malo

Peraciega, una bruja mala

Hogg, otra bruja mala

Magerat, una sirena…

Tomjon pasó a la página siguiente.

Escena: Un Salón Barco en el Mar Callejón en Pseudópolis Páramo Perdido. Entran las Tres Brujas…

El chico leyó durante un rato, y luego pasó a la última página.

Amigos, permitidnos bailar y cantar, y desear larga vida al rey (Salen todos, cantan, bailan, etcétera. Llueven pétalos de rosas. Suenan las campanas. Los dioses descienden de los cielos, los demonios se alzan del infierno, el escenario gira, etcétera.) Fin.

Hwel roncaba.

En sus sueños, los dioses subían y bajaban los barcos se movían por océanos de lona, las imágenes cambiaban y se sucedían con precisión. Los hombres volaban con ayuda de alambres, sin ayuda de alambres, grandes barcos de ilusión luchaban unos contra otros en cielos imaginarios, los mares se abrían, había mil y un efectos especiales. Trataba de abarcar todo aquello con los brazos, aun sabiendo que nada existía ni existiría jamás, y que lo único que tenía eran unos metros cuadrados de tablas, algo de lona y pintura para atrapar las imágenes que invadían su mente.

Sólo en los sueños somos libres. El resto del tiempo dependemos del presupuesto.

—Es una buena obra —dijo Vitoller—, si exceptuamos lo del fantasma.

—El fantasma se queda —afirmó Hwel.

—Pero la gente siempre se ríe, y le tira cosas. Además, ya sabes lo que cuesta quitar el polvo de tiza de la ropa después.

—El fantasma se queda. Es un personaje imprescindible.

—También era un personaje imprescindible en la última obra.

—Lo era.

—Y en Como gustéis, y en El Mago de Ankh, y en todas las demás.

—Me gustan los fantasmas.

Se apartaron a un lado y observaron a los expertos enanos que montaban la máquina de olas. Consistía en media docena de pértigas cubiertas por una compleja serie de espirales de lona pintadas en tonos de azul, verde y blanco, que cubrían toda la superficie del escenario. Un juego de correas y cintas continuas unían el entramado a un molino de viento. Cuando todas las espirales giraban a la vez, la gente con el estómago delicado tenía que apartar la vista.

—Batallas marinas —soñó Hwel—. Naufragios. Tritones. ¡Piratas!

—Problemas de espacio —gimió Vitoller, apoyándose en el bastón—. Gastos de mantenimiento. Tiempo de montaje.

—Parece bastante… complicado —tuvo que admitir Hwel—. ¿Quién lo ha diseñado?

—Un viejo de la Calle de los Artesanos. Leonardo de Quirm. En realidad es pintor, hace estas cosas por diversión. Me enteré de que llevaba meses trabajando en esto, y le pedí que lo acelerase un poco en cuanto tuvimos el dinero.

Observaron el movimiento de las falsas olas.

—¿Estás decidido a ir? —preguntó al final Vitoller.

—Sí. Tomjon aún es joven. Necesita tener un adulto cerca.

—Te echaré de menos, muchacho, no me importa reconocerlo. Has sido como un hijo para mí. ¿Qué edad tienes, exactamente? Nunca he llegado a saberlo.

—Ciento dos años.

Vitoller asintió, sombrío. Él tenía sesenta, y la artritis empezaba a ser realmente molesta.

—Entonces has sido como un padre para mí —dijo.

—Al final, es lo mismo. La mitad de la altura y el doble de la edad. Si lo miras desde ese punto de vista, por término medio los enanos vivimos el mismo tiempo que los hombres.

El director suspiró.

—En fin, no sé qué haré sin Tomjon y sin ti, te lo prometo.

—Sólo será durante el verano, y se quedan muchos de los chicos. La verdad es que sólo nos llevamos a los aprendices. Tú mismo dijiste que les hacía falta experiencia.

Vitoller parecía deprimido y, en el frío ambiente del teatro en construcción, mucho más pequeño que de costumbre, como un globo dos semanas después de la fiesta. Dio unos golpecitos distraídos a unas virutas de madera con el bastón.

—Nos hacemos viejos, Hwel. Al menos —se corrigió—, yo me hago viejo, y tú te haces más viejo. Ya hemos oído las campanadas de medianoche.

—Cierto. No quieres que el chico vaya, ¿verdad?

—Al principio, sí que era partidario, ya lo sabes. Luego lo pensé bien, es por eso del destino. Justo cuando las cosas parecen ir bien, interviene el maldito destino. Ya sabes que de allí es de donde viene, de aquellas montañas. Ahora, el destino le llama. No volverá.

—Sólo será durante el verano…

Vitoller alzó una mano.

—No me interrumpas, había cogido la vena dramática.

—Perdona.

El bastón golpeó más virutas, lanzándolas al aire.

—Ya sabes que no es carne de mi carne.

—Pero es tu hijo —replicó Hwel—. Eso de la herencia es una soberana tontería.

—Eres muy amable.

—Lo digo en serio. Mírame a mí. Se supone que no debería escribir obras de teatro. Demonios, se supone que los enanos ni siquiera saben leer. Yo en tu lugar no me preocuparía demasiado por el destino. Yo estaba destinado a ser minero. El destino nunca acierta.

—Pero tú mismo has dicho que se parece a ese bufón. La verdad es que yo no lo noto.

—Tiene que ser bajo determinada luz.

—Puede que el destino tenga algo que ver con eso.

Hwel se encogió de hombros. El destino era una cosa la mar de rara. No se podía confiar en él. A veces ni siquiera se lo podía ver. Justo cuando pensabas que lo tenías acorralado, resultaba ser otra cosa…, coincidencia, tal vez, o providencia. Le cerrabas la puerta, y te lo encontrabas dentro de la habitación.

Él usaba a menudo el destino. Como herramienta en sus obras, era aún mejor que un fantasma. No había nada como un poco de destino para dar marcha a cualquier argumento. Pero era un error creer que se podía interpretar. Y en cuanto a querer controlarlo…

Yaya Ceravieja contempló irritada la bola de cristal de Tata Ogg. No era demasiado buena, en realidad se trataba de una pecera de cristal verde que uno de sus hijos le había traído como recuerdo de un viaje. Lo distorsionaba todo, incluida la verdad, o eso sospechaba Yaya.

—Ya se ha puesto en marcha —dijo por fin—. En un carromato.

—Hubiera sido mejor que viniera en una carroza blanca —señaló Tata Ogg.

—¿Trae una espada mágica? —preguntó Magrat, inclinándose para ver mejor.

Yaya Ceravieja se echó atrás en la silla.

—Sois un par de desastres —dijo—. Qué cosas, carrozas mágicas, espadas blancas…, parecéis un par de crías.

—La espada mágica es muy importante —aseguró Magrat—. Tiene que tener una. Deberíamos fabricársela —añadió, animada—. Tengo un hechizo que sirve para eso. Necesitamos que un rayo caiga sobre una barra de acero.

—No apruebo esas tonterías —bufó Yaya—. Hay que esperar días hasta que cae el condenado rayo, y cuando cae casi te arranca el brazo.

—Y una marca de nacimiento en forma de fresa —siguió Tata Ogg, haciendo caso omiso de la interrupción.

Las otras dos la miraron, expectantes.

—Una marca de nacimiento en forma de fresa —repitió—. Es una de las cosas que debes tener si eres un príncipe que quiere reclamar su reino. Es para que todo el mundo lo sepa. Aunque claro, no sé muy bien por qué.

—No soporto las fresas —señaló Yaya vagamente, examinando de nuevo el cristal.

En sus agrietadas profundidades verdes, que todavía olían a pescado, un diminuto Tomjon besó a sus padres, estrechó las manos o abrazó al resto de la compañía, y subió al primer carromato.

Ha funcionado, se dijo. Si no, no vendría, ¿verdad? Los demás deben de ser su banda de compañeros inseparables. Tiene sentido común, no debe recorrer sólo tantos kilómetros por tierras difíciles, le podría pasar cualquier cosa.

Seguro que traen las armaduras y las espadas en los carros.

Sintió una sombra de duda, y la enterró al instante. Sé razonable, pensó, no hay otro motivo que lo impulse a volver. Hicimos el hechizo correctamente. A excepción de los ingredientes. Y de la mayor parte de las frases. Además, no era el momento adecuado. Y Gytha se llevó lo que sobró para el gato, eso no estuvo bien.

Pero viene. Eso es evidente.

—Échale un trapo por encima cuando acabes, Esme —pidió Tata—. Siempre me preocupa que alguien me vigile mientras me estoy bañando.

—Ya está en marcha —anunció Yaya, con la voz cargada de satisfacción.

Puso el trozo de terciopelo negro sobre la bola.

—El camino es largo —dijo Tata—. Hay muchos lugares peligrosos. Puede que se encuentren con bandidos.

—Los vigilaremos —asintió Yaya.

—Eso no está bien. Si va a ser rey, tendrá que saber defenderse —protestó Magrat.

—Es mejor que no desperdicie sus energías —aseguró Tata.

—Pero, cuando llegue, dejaremos que luche a su manera, ¿verdad?

Yaya se frotó las manos.

—Por supuesto —dijo—. Siempre y cuando vaya a ganar, claro.

Se habían reunido en casa de Tata Ogg. Magrat dio una excusa para quedarse un momento después de que se marchara Yaya, cuando ya amanecía. Dijo que ayudaría a Tata a recogerlo todo.

—¿Qué pasó con lo de no entrometernos? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes muy bien, Tata.

—Esto no es exactamente entrometerse. Es ayudar a que las cosas se desarrollen como debe ser.

—¡No lo dirás en serio!

Tata se sentó y cogió un cojín.

—Mira, lo de no entrometerse está muy bien cuando todo es normal —dijo—. No entrometerse es fácil cuando no es necesario. Además, yo tengo que pensar en mi familia. Mi Jason se ha metido ya en un par de peleas porque la gente va diciendo cosas sobre nosotras. A mi Shawn lo echaron del ejército. En mi opinión, cuando el nuevo rey esté en su sitio, nos deberá unos cuantos favores. Es lo justo.

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