Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Hwel sonrió a su jarra de cerveza.

—Lárgales un trozo del soliloquio de Gretalina, chico —dijo.

—Bien.

Tomjon se levantó, se dio un golpe en la cabeza, volvió a sentarse y se arrodilló en el suelo. Se llevó las manos a lo que, de no ser por unos cuantos cromosomas, habría sido su busto.

—Mentís los que lo llamáis verano… —empezó.

Los enanos reunidos escucharon en silencio durante varios minutos. Uno de ellos dejó caer el hacha, y los demás le sisearon ruidosamente para que guardara silencio.

—… y la nieve se funde. Adiós —terminó Tomjon—. Bebe del frasquito, se desploma entre bastidores, baja por la escalera, se quita el vestido y se pone el tabardo del Segundo Guardia Cómico, luego entra por la izquierda. ¿Qué hay…?

—Creo que ya basta —dijo Hwel con tranquilidad.

Varios enanos lloraban con los cascos puestos. Muchos se sonaban la nariz.

Ráfaga de Trueno se secó los ojos con un pañuelo blindado.

—Es la cosa más triste que he oído en mi vida —dijo. Miró a Tomjon—. ¡Un momento! —exclamó, empezando a comprender—. Es un hombre. Yo me enamoré de la chica del escenario. —Dio un codazo a Hwel—. No será medio elfo, ¿verdad?

—Completamente humano —replicó Hwel—. Conozco a su padre.

Miró fijamente una vez más al bufón, que los observaba boquiabierto, y luego clavó la vista en Tomjon.

Naaa, pensó. Coincidencias.

—Eso se llama actuar —dijo—. Un buen actor puede ser lo que elija, ¿verdad?

Sentía la mirada del bufón taladrándole la nuca.

—Sí, pero vestirse de mujer es un poco… —titubeó Ráfaga de Trueno.

Tomjon se quitó los zapatos y se arrodilló sobre ellos, poniendo su rostro a la altura del enano. Lo miró con ojos calculadores unos segundos, y luego ajustó sus rasgos.

Y hubo dos Ráfagas de Trueno. Cierto que uno de ellos estaba de rodillas y parecía haberse afeitado.

—Oro, oro —dijo Tomjon con la voz del enano.

Aquello resultó ser un gag hilarante para el resto de los enanos, que tenían un sentido del humor un tanto sencillo. Todos se reunieron en torno a ellos, y alguien tocó amablemente a Hwel en el hombro.

—¿Vosotros dos estáis en un teatro? —preguntó el bufón, ahora casi sobrio.

—Así es.

—Entonces, he venido a buscaros.

Era, como habría señalado Hwel en sus apuntes para los actores, Más Tarde el Mismo Día. El ruido de los martillazos en el teatro Dysko le entraba por un oído y le salía por otro, pero taladrándolo todo a su paso.

Recordaba haber tomado unas copas, de eso estaba seguro. Y los enanos pagaron muchas rondas más cuando Tomjon los imitó. Luego cambiaron a un bar que Ráfaga de Trueno conocía, y luego pasaron por una taberna klatchiana, y después todo se perdía en una neblina…

No se le daba bien echarse tragos entre pecho y espalda. Le caían demasiado en la boca.

Y a juzgar por cómo le sabía, alguna criatura de la noche con incontinencia había tenido muy buena puntería.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Vitoller.

Hwel se lamió los labios para quitarse el mal gusto.

—Supongo que sí —señaló Tomjon—. Tal como lo contó, parecía muy interesante. Un rey malvado que gobierna con la ayuda de unas brujas perversas. Bosques espectrales. La lucha a muerte del legítimo heredero. El brillo de una daga. Gritos, alarmas. El malvado rey muere. El bien triunfa. Suenan las campanas.

—Lo de la lluvia de pétalos de rosa se puede arreglar —indicó Vitoller—. Conozco a un tipo que nos los puede conseguir casi a precio de coste.

Ambos miraron a Hwel, que tamborileaba los dedos sobre su taburete. Los tres se concentraron en la bolsa de plata que el bufón había entregado a Hwel. Allí había dinero suficiente como para terminar el Dysko. Y el bufón decía que habría más. Algo relativo al mecenazgo.

—Entonces, ¿lo harás? —quiso saber Vitoller.

—No es mala idea —reconoció Hwel—. Pero…, la verdad, no sé…

—No quiero presionarte.

Los tres pares de ojos volvieron a clavarse en la bolsa del dinero.

—Parece un asunto escabroso —concedió Tomjon—. Es decir, el bufón es buen tipo. Pero lo que cuenta… es extraño. Su boca dice una cosa, y sus ojos otra. Yo tengo la sensación de que deberíamos fiarnos de sus ojos.

—Por otra parte —se apresuró a intervenir Vitoller—, ¿qué mal puede hacer? Lo importante es la paga.

Hwel alzó la cabeza.

—¿Qué? —dijo, algo mareado.

—Nada importante, nada importante.

Se hizo el silencio de nuevo, roto sólo por el tamborileo de los dedos de Hwel. La bolsa de plata parecía más grande. De hecho, parecía llenar la habitación.

—Lo más importante es… —empezó a Vitoller, con voz innecesariamente alta.

—Tal como yo lo veo… —empezó a la vez Hwel.

Ambos se interrumpieron.

—Tú primero. Perdona.

—No tenía importancia. Sigue.

—Iba a decir que, aún sin este trabajo, podemos permitirnos construir el Dysko.

—Sólo el exterior y el escenario —dijo Vitoller—. Pero no las otras cosas. Ni el mecanismo de la trampilla, ni la máquina para hacer bajar a los dioses del cielo. Ni la plataforma giratoria, ni los ventiladores para simular el viento.

—Antes nos las arreglábamos sin todas esas cosas —replicó Hwel—. ¿Recuerdas los viejos tiempos? Sólo teníamos unos cuantos tablones y unas telas pintadas. Pero le echábamos agallas. Si queríamos viento, teníamos que hacerlo nosotros. —Tamborileó los dedos—. Aunque claro —añadió—, así podríamos tener una máquina para hacer olas. Una pequeñita. Tengo un argumento con un barco que naufraga cerca de una isla, llena de…

Vitoller sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—¡Pero si viene mucho público a vernos! —exclamó Tomjon.

—Sí, hijo, sí. Pero pagan en monedas de cobre. Los fabricantes de esas máquinas quieren plata. Si queríamos ser hombres…, si queríamos ser gente rica —se corrigió apresuradamente—, tendríamos que haber nacido carpinteros —dijo, intranquilo—. Le debo a Chrystophrase el Troll más de lo conveniente.

Los otros dos se miraron.

—¿El que arranca los miembros a la gente? —preguntó Tomjon.

—¿Cuánto le debes? —quiso saber Hwel.

—No pasa nada —los tranquilizó Vitoller—. Voy pagando los intereses. Más o menos.

—Sí, pero ¿qué quiere?

—Un brazo y una pierna.

El enano y el muchacho se miraron, horrorizados.

—¿Cómo puedes haber sido tan…?

—¡Lo hice por vosotros dos! Tomjon se merece un escenario mejor, no debe perder la salud durmiendo en carromatos, sin conocer nunca un hogar. Y tú, amigo mío, tienes que asentarte, debes tener todas las cosas que quieres, trampillas, máquinas para hacer olas, todo eso. Vosotros me convencisteis, y me pareció bien. Estar siempre en los caminos no es vida, es terrible tener que hacer dos funciones al día ante un puñado de granjeros, y luego pasar el sombrero, ¿qué clase de futuro tendríais? Pensé que necesitábamos un lugar fijo, con asientos cómodos para la gente importante, con un público que no tire patatas al escenario. Cueste lo que cueste, pensé. Sólo quería que vosotros dos…

—¡Vale, vale! —exclamó Hwel—. ¡Escribiré esa obra!

—Y yo actuaré —dijo Tomjon.

—No quiero obligaros, claro —señaló Vitoller—. Sois vosotros quienes elegís.

Hwel frunció el ceño. Debía admitir que la idea tenía puntos interesantes. Las tres brujas estaban muy bien. Con dos no habría suficiente, y cuatro serían demasiadas. Se entrometerían en el destino de los hombres, y todo eso. Montones de humo, luces verdes. A tres brujas se les podía sacar mucho jugo. Era sorprendente que a nadie se le hubiera ocurrido antes.

—Bien, ¿podemos decirle a ese bufón que aceptamos? —preguntó Vitoller, con la mano sobre la bolsa de plata.

Y además, una buena tormenta siempre era impactante. También estaba el papel del fantasma, que Vitoller había cortado en Como gustéis, alegando que no podían permitirse gastar tanta muselina. Y quizá pudiera meter también a la Muerte. El joven Dafe hace muy bien la Muerte, con maquillaje blanco y suelas altas…

—¿De dónde dijo que venía? —preguntó.

—De las Montañas del Carnero —dijo Vitoller—. De un pequeño reino que nadie conoce, tiene un nombre como de enfermedad.

—Tardaremos meses en llegar allí.

—Aún así, me gustaría ir —aseguró Tomjon—. Allí fue donde nací.

Vitoller clavó la vista en el techo. Hwel clavó la vista en el suelo. Cualquier cosa era mejor que mirarse el uno al otro.

—Eso me habéis contado —siguió el muchacho—. Que nací mientras estabais de gira por las montañas.

—Sí, pero no recuerdo exactamente donde —aseguró el director—. A mí todas esas pequeñas ciudades rurales me parecen iguales. Nos pasábamos más tiempo subiendo colinas y cruzando puentes en los carros que en el escenario.

—Podría llevarme a algunos de los más jóvenes, sería durante el verano —insistió Tomjon—. Representaríamos obras viejas. Y estaríamos de vuelta antes del Día del Pastel de Gracias. Tú te quedarás aquí para encargarte del teatro, regresaremos para la inauguración. —Sonrió a su padre—. Será bueno para ellos —añadió astutamente—. Siempre dices que algunos de los jóvenes no saben lo que es la vida de un actor.

—Hwel aún tiene que escribir la obra —señaló Vitoller.

El enano se quedó en silencio. Tenía la mirada perdida. Tras un rato, rebuscó en un cajón y sacó una hoja de papel, un tintero y un manojo de plumas.

Lo observaron mientras, sin prestarles atención, abría el tintero, mojaba una pluma, la sostenía un instante como un halcón a la espera de su presa, y luego empezaba a escribir.

Vitoller hizo una señal a Tomjon.

Caminando tan silenciosamente como les fue posible, salieron de la habitación.

A mediodía le subieron una bandeja con comida y un paquete de hojas de papel.

La bandeja seguía intacta a la hora del té. El papel había desaparecido.

Unas horas más tarde, un miembro de la compañía informó de que había oído un grito de «¡No puede ser así! ¡No tiene garra!», y el ruido de algo lanzado contra una pared.

A la hora de la cena, Vitoller oyó gritos pidiendo más velas y plumas nuevas.

Tomjon trató de acostarse temprano, pero la creatividad que tenía lugar en la habitación contigua le impidió dormir. Escuchó murmullos sobre balcones, y sobre si el mundo necesitaba realmente máquinas para simular olas. El resto fue silencio, rasgado sólo por el insistente arañar de la pluma sobre el papel.

Al final, Tomjon se durmió. Y soñó.

—Venga. ¿Lo tenemos todo esta vez?

—Sí, Yaya.

—Enciende el fuego, Magrat.

—Sí, Yaya.

—Bien. A ver…

—Lo tengo todo escrito, Yaya.

—Sé leer, niña, gracias. Veamos: «Alrededor del caldero, con las entrañas del sacrificio…». ¿Qué es esto?

—Mi Jason mató un cerdo ayer, Esme.

—Aquí se puede aprovechar mucho más, Gytha. Se le pueden sacar por lo menos dos raciones.

—¡Por favor, Yaya!

—Hay mucha gente que se muere de hambre en Klatch, seguro que ellos no harían tantos ascos… Bueno, bueno. «Trigo entero y lentejas también, que hiervan en el caldero.» ¿Qué pasa con el sapo?

—¡Por favor, Yaya, no haces más que poner pegas! Ya sabes que la Abuela era contraria a toda crueldad innecesaria. La proteína vegetal es perfectamente aceptable como sustituto.

—Supongo que entonces tampoco habrá escorpiones, ni ojos de serpiente.

—No, Yaya.

—¿Y la uña de tigre?

—Aquí tienes.

—¿Qué diantres es esto?

—Una uña de tigre. Mi Wane se la compró a un comerciante de fuera.

—¿Seguro?

—Seguro, Esme.

—Pues a mí me parece una vulgar uña de cabra. Oh, bueno. «Hierve, hierve, caldero…» ¿POR QUÉ no hierve el caldero, Magrat?

Tomjon se despertó temblando. La habitación estaba a oscuras. Fuera, unas cuantas estrellas perforaban las nieblas sobre la ciudad, y de cuando en cuando se oían las pisadas de los atracadores, dedicados a su honrado negocio.

La habitación contigua estaba en silencio, pero por la rendija de la puerta se veía la luz de una vela.

Volvió a la cama.

Al otro lado del espeso río, el bufón también se había despertado. Se alojaba en el Gremio de Bufones, no porque le gustara, sino porque el duque no le había dado dinero para gastos, y le estaba resultando muy difícil conciliar el sueño. Las gélidas paredes le traían demasiados recuerdos. Además, si prestaba atención, oía los sollozos ahogados procedentes de los dormitorios de los estudiantes, que veían con horror la vida que les esperaba.

Dio un puñetazo a la almohada, dura como la roca, y se sumergió en un sueño intranquilo. Acaso para soñar.

—Bate el ungüento, dice. Pero no dice qué consistencia debe tener.

—La Abuela Whemper recomendaba probarlo con el dorso de una cuchara metálica, como si fuera caramelo.

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