Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Pues yo creí que lo estaba haciendo bastante bien —dijo Tomjon.

—Demasiado bien.

El chico se frotó las manos.

—Estupendo. ¿Adónde vamos ahora?

—¿Ahora?

—¡La noche es joven!

—No, la noche ha muerto. Es el día el que es joven —aclaró apresuradamente el enano.

—Pues yo no me voy a casa todavía. ¿No hay algún lugar con gente más amable? La verdad es que no hemos bebido nada.

Hwel suspiró.

—Una taberna de trolls —dijo Tomjon—. Me han hablado bien de ellas. Hay algunas en las Sombras.[17] Quiero ver una taberna de trolls.

—Son sólo para trolls, chico. Beben lava fundida, ponen música rock y de aperitivo sirven guijarros con queso.

—¿Y los bares para enanos?

—No te gustarían —respondió Hwel de todo corazón—. Además, te darías con la cabeza contra el techo.

—Ya, están hechas a medida.

—Mira, ¿cuánto tiempo seguido crees que podrías cantar sobre el oro?

—«Es amarillo, y tintinea, y sirve para comprar cosas» —probó Tomjon mientras atravesaban la atestada Plaza de las Lunas Rotas—. Unos cuatro segundos, más o menos.

—Exacto. Tras cinco horas, se vuelve un poco repetitivo.

Hwel dio una patada a una piedra, malhumorado. Había investigado en unos cuantos bares de enanos la última vez que se detuvieron en una ciudad, y no le gustaron. Por algún motivo extraño, sus compañeros expatriados, que en su hogar no hacían nada más reprobable que practicar la minería y cazar criaturitas peludas, en la ciudad se sentían impulsados a vestir calzoncillos de hierro, pasear con hachas colgadas del cinturón y adoptar nombres como Timkin Sacatripas. Y, en cuestión de echarse tragos entre pecho y espalda, nadie ganaba a un enano de ciudad. A veces ni siquiera usaban la boca.

—Además —añadió—, te echarían por ser demasiado creativo. La letra de las canciones es «Oro, oro, oro, oro, oro, oro».

—¿Y el estribillo?

—Oro, oro, oro, oro, oro —dijo Hwel.

—Te has dejado un «oro».

—Es porque no estoy cortado para ser un enano.

—Yo diría que te cortaron demasiado, adorno para el césped —sonrió Tomjon.

Hwel tomó aliento.

—Lo siento —se apresuró a añadir el muchacho—. Es que como mi padre…

—A tu padre lo conozco desde hace mucho —dijo Hwel—, en lo bueno y en lo malo, aunque ha habido bastante más malo que bueno. Desde antes de que tú nacie… —Titubeó—. Eran tiempos difíciles —murmuró—. Lo que quiero decir es que… algunas cosas uno tiene que ganárselas.

—Sí. Lo siento.

—Es que, verás… —Hwel se detuvo ante la entrada de un callejón oscuro—. ¿No has oído nada? —preguntó.

Escudriñaron la negrura del callejón, demostrando otra vez que acababan de llegar a la ciudad. Los morporkianos no miran en los callejones oscuros, oigan los ruidos que oigan. Si ven cuatro figuras peleando, su primer instinto no es correr en ayuda de nadie, o al menos no correr en ayuda de nadie que parezca ir perdiendo. No gritan, «¡Ayuda!» y, sobre todo, no ponen cara de asombro cuando los asaltantes, en vez de huir con gesto culpable, les muestran una tarjeta.

—¿Qué es esto? —preguntó Tomjon.

—¡Es un payaso! —exclamó Hwel—. ¡Han atracado a un payaso!

—Licencia de Robo —dijo Tomjon, sosteniendo la tarjeta cerca de la luz.

—Exacto —dijo uno de los tres hombres, el jefe—. Pero ahora no podemos atenderos, ya nos íbamos a casa.

—Cierto —asintió uno de los ayudantes—. Es por eso de la cuota.

—¡Pero si le estabais dando patadas!

—Qué va, sólo unas pocas. Eran patadas flojitas.

—Sí el muy cretino se enfrentó a Ron, ¿verdad?

—Sí. Hay gente que no sabe comportarse.

—Malditos despiadados… —empezó Hwel, pero Tomjon le puso una mano en la cabeza, en gesto de advertencia.

El chico dio la vuelta a la tarjeta. El reverso decía:

J. H. «Pie de Paja» Boggis y Sobrinos

Ladrones Profesionales

La Firma Original

(Fundada en 1789)

Se realizan todo tipo de robos.

Se desvalijan casas. Servicio las 24 horas.

Ningún encargo es demasiado pequeño.

PREGUNTE POR NUESTRAS TARIFAS FAMILIARES.

—Parece en orden —dijo, de mala gana. Hwel se detuvo mientras ayudaba a levantarse a la maltratada víctima.

—¿En orden? —gritó—. ¿Robar a alguien?

—Le daremos un recibo, claro —dijo Boggis—. Menos mal que se ha encontrado con nosotros. Algunos de los recién llegados al negocio no tienen ni idea.[18]

—Intrusismo —asintió Tomjon.

Boggis abrió la bolsa del bufón, que se había colgado del cinturón. Entonces, palideció.

—Oh, demonios —gimió.

Los sobrinos se agruparon en torno a él.

—La hemos hecho buena.

—Y es la segunda vez este año, tío.

Boggis miró a la víctima.

—¿Cómo iba a saberlo? No había manera, ¿o sí? Miradlo bien. ¿Cuánto habríais supuesto que llevaba encima? Un par de monedas, ¿a que sí? Si no, no nos habríamos encargado, pero nos caía de camino a casa. Esto es lo que pasa por hacerle favores a la gente.

—¿Cuánto tiene? —preguntó Tomjon.

—Aquí debe de haber cien monedas de plata —gimió Boggis, señalando la bolsa—. Eso cae fuera de mis tarifas, no tengo autorización. No puedo encargarme de tanto dinero. Para robar estas cantidades hay que estar en el Gremio de Abogados, o algo así.

—En ese caso, devuélveselo —sugirió Tomjon.

—¡Pero si ya le he hecho el recibo!

—El Gremio es muy estricto con las cuentas —explicó uno de los sobrinos.

Hwel cogió a Tomjon por la mano.

—¿Nos disculpas un momento? —pidió al nervioso jefe de los ladrones. Arrastró a Tomjon al otro lado del callejón—. A ver —dijo—. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Ellos? ¿Yo? ¿Tú?

Tomjon se lo explicó.

—¿Así que es legal?

—Hasta cierto punto. Fascinante, ¿eh? Un tipo me lo contó en el bar.

—¿Pero han robado demasiado!

—Eso parece. Tengo entendido que el Gremio es muy estricto con las cuotas.

La víctima, agarrada a sus brazos, dejó escapar un gemido. Tintineaba.

—Cuida de él —dijo Tomjon—. Arreglaré esto.

Volvió con los ladrones, que parecían muy preocupados.

—Mi cliente opina que podría resolverse la situación si le devolvéis el dinero —explicó.

—S-sí —asintió Boggis, como si la idea fuera una nueva teoría sobre el origen del universo—, pero está lo del recibo, ya lo hemos rellenado, está el lugar, la hora, todo…

—Mi cliente piensa que podríais robarle…, pongamos cinco monedas de cobre —lo tranquilizó el muchacho.

—¡Ni en sus mejores sueños! —gritó el bufón, que empezaba a espabilarse.

—Eso son las dos monedas de cobre previstas, y tres piezas por los gastos, por las molestias…

—Por los destrozos en la ropa… —señaló Boggis.

—Exacto.

—Es justo, es justo. —Boggis miró a Tomjon por encima del bufón, que ahora estaba completamente despierto y muy furioso—. Es justo —repitió—. Buena solución. Estoy muy agradecido. ¿Necesita algún servicio, señor? —añadió—. Sólo tiene que decirlo. Tenemos unas mutilaciones de oferta esta temporada. Prácticamente indoloras, apenas notará nada.

—Son cortes limpios —dijo el sobrino mayor—. Además, usted elige el miembro.

—No me hace falta, muchas gracias.

—Oh, bueno, a su gusto.

—Así que sólo nos queda —siguió Tomjon cuando los ladrones se disponían a marcharse—, la cuestión de la factura por asesoramiento.

El suave brillo de la luz del amanecer bañó Ankh-Morpork. Tomjon y Hwel, sentados junto a la mesa de sus habitaciones, contaban el dinero.

—Tres monedas de plata y dieciocho de cobre —dijo el muchacho.

—Ha sido increíble —dijo el bufón—. Se ofrecieron a ir a casa a buscar más dinero después de que les largaras aquel discurso sobre los derechos del hombre.

Se puso más ungüento en la cabeza.

—Y el más joven se echó a llorar —añadió—. Increíble.

—Se les pasará —dijo Hwel.

—Eres un enano, ¿verdad?

A Hwel no le pareció posible negarlo.

—Y a ti se te nota que eres un bufón.

—Lo dices por los cascabeles, ¿verdad? —replicó el bufón débilmente, al tiempo que se frotaba las costillas.

Tomjon sonrió y dio una patada a Hwel por debajo de la mesa.

—Os estoy muy agradecido —dijo el bufón. Se levantó y guiñó un ojo—. Me encantaría demostrároslo —añadió—. ¿Habrá alguna taberna abierta por aquí?

Tomjon se dirigió con él hacia la ventana, y señaló el tramo de calle que se divisaba.

—¿Ves todos esos carteles de tabernas? —preguntó.

—Sí. Cielos, hay cientos de ellas.

—Exacto. ¿Ves la del final, la que tiene el letrero azul y blanco?

—Me parece que sí.

—Pues, que yo sepa, es la única que cierra de vez en cuando.

—En ese caso, permitidme que os invite a una copa —dijo el bufón—. Estoy seguro de que al hombrecillo le apetecerá echarse un trago entre pecho y espalda.

Hwel se agarró al borde de la mesa y abrió la boca para lanzar un rugido.

Se detuvo en seco.

Contempló las dos figuras. Siguió con la boca abierta. La cerró de golpe con un chasquido.

—¿Pasa algo? —preguntó Tomjon.

Hwel apartó la vista. Había sido una noche muy larga.

—Un truco de la luz —murmuró—. Y me vendría bien una copa, sí —añadió—. Un buen trago entre pecho y espalda. ¿Para qué luchar contra ello?, pensó. —Incluso toleraré las canciones.

—¿Qué dice ahogga la canción?

—Cgeo que ogo. Oro.

—Ah.

Hwel miró inseguro su jarra. La ebriedad tenía una cosa buena, y era que cortaba el flujo de inspiraciones.

—Y te has dejado un «oro» —dijo.

—¿Dónde? —preguntó Tomjon.

Se había puesto el gorro del bufón.

Hwel meditó un instante.

—Creo —dijo, haciendo un esfuerzo—, que fue entre «oro» y «oro». Y Creo —dijo mirando su jarra. Estaba vacía, un espectáculo aterrador—, creo —intentó de nuevo—, que necesito otra copa.

—Esta vez pago yo —dijo el bufón—. Jajaja. Una copa para el enano.

Trató de levantarse, y se golpeó la cabeza.

En la penumbra del bar, doce manos agarraron doce hachas con más firmeza. La parte de Hwel que permanecía sobria, y que estaba horrorizada de ver al resto tan borracho, lo obligó a levantar la mano hacia los ceños que los miraban desde la oscuridad.

—No pasa nada —dijo a la taberna en general—. No lo dice en serio, es un comosellame, un idiota, un bufón. Un bufón muy gracioso, viene de nosedónde.

—Lancre —aclaró el bufón, al tiempo que se sentaba pesadamente.

—Eso es. Está muy lejos del sitio ése que tiene nombre raro. No sabe comportarse. No conoce a muchos enanos.

—Jajaja —rió el bufón—. En mi país hay un bajo número de ellos.

Alguien dio una palmadita a Hwel en el hombro. Éste se volvió y vio un rostro arrugado y peludo bajo un casco de hierro. El enano en cuestión sopesaba su hacha de hierro con gesto amenazador.

—Deberías decirle a tu amigo que fuera menos gracioso —sugirió—. ¡Si no, irá a divertir a los demonios en el infierno!

Hwel lo miró a través de una neblina alcohólica.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Grabpot Ráfaga de Trueno —respondió el enano, dándose un golpe en el pecho cubierto por una cota de mallas—. Y te digo que…

Hwel lo miró más de cerca.

—Oye, yo te conozco —dijo—. Tienes una tienda de cosméticos en la Calle Ejerrápido. Te compré un montón de maquillajes para teatro la semana pasada…

Una expresión de pánico cruzó por el rostro de Ráfaga de Trueno. Se inclinó hacia delante, aterrado.

—Calla, calla —susurró.

—Es verdad, se llama Perfumes y Coloretes Élficos —siguió Hwel alegremente.

—Buen material —intervino Tomjon, que trataba de no caerse del pequeño banco—. Sobre todo el número 19, Verde Cadáver, mi padre dice que es el mejor que ha visto. De primera.

El enano sopesó el hacha, incómodo.

—Bueno, eh… —dijo—. Oh. Ya. Sí. Gracias. Sólo con los mejores ingredientes, ya sabes.

—¿Los recolectas con eso? —insistió Hwel inocentemente, señalando el hacha—. ¿O es tu noche libre?

Las cejas de Ráfaga de Trueno se movían como una convención de cucarachas.

—Oye, ¿vosotros no sois los del teatro?

—Así es —asintió Tomjon—. Actores ambulantes. —Se corrigió—. Ahora actores asentados. Jajá. Actores instalados.

El enano soltó el hacha y se sentó en el banco, con el rostro repentinamente suavizado por el entusiasmo.

—Yo fui la semana pasada —dijo—. Fue muy bueno. Había una chica y un tipo, pero ella estaba casada con el viejo, y luego estaba el otro, y todos decían que había muerto, y entonces ella se tomó un veneno, pero resultó que el hombre era el otro tipo disfrazado, y no se lo podía decir a ella porque… —Ráfaga de Trueno se detuvo y se sonó la nariz—. Al final moría todo el mundo —terminó—. Muy trágico. Me pasé todo el camino de vuelta a casa llorando, y no me importa decirlo. Ella estaba tan pálida…

—Número diecinueve matizado con polvos —señaló Tomjon alegremente—, y un poco de sombra de ojos marrón.

—¿Eh?

—Y unos refuerzos en el corpiño —añadió.

—¿De qué habla? —preguntó el enano a la compañía en baja forma, a falta de una definición mejor.

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