Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El beso duró más de quince años.

Eso no lo soportan ni las ranas.

El bufón se apartó con los ojos brillantes y una expresión de asombro en el rostro.

—¿Sentiste cómo se movía el mundo? —preguntó, arrobado.

Magrat volvió la vista hacia el bosque.

—Creo que lo ha logrado —dijo.

—¿El qué?

La joven titubeó.

—Oh. Nada. Nada importante, de veras.

—¿Probamos otra vez? Me parece que no lo hemos hecho del todo bien.

Magrat asintió.

Esta vez duró sólo quince segundos, pero pareció más largo.

Un temblor sacudió el castillo, haciendo vibrar la bandeja del desayuno del duque Felmet. Éste había descubierto aliviado que las gachas no tenían demasiada sal.

Lo notaron los fantasmas que ahora abarrotaban la casa de Tata Ogg como un equipo de rugby en una cabina telefónica.

Se extendió por todos los gallineros del reino, y un montón de manos apretadas abrieron los dedos. Y treinta y dos gallos, con los rostros amoratados, tomaron aliento y cantaron como locos, pero era demasiado tarde, demasiado tarde…

—Sigo pensando que hiciste algo —dijo Yaya Ceravieja.

—Tómate otra taza de té —sugirió Tata con voz agradable.

—No le habrás puesto nada de alcohol, ¿verdad? El alcohol tuvo la culpa de lo de anoche. Yo jamás me habría lanzado de aquella manera. Es una vergüenza.

—Aliss la Negra no hizo nada tan importante —la animó Tata—. Sí, fueron cien años, claro, pero sólo movió un castillo. Y un castillo lo puede mover cualquiera.

A Yaya se le arqueó una de las comisuras de la boca.

—Y además, dejó que crecieran hierbajos por todas partes —señaló.

—Eso mismo.

—Muy bien hecho —intervino rápidamente el rey Verence—. A todos nos pareció sensacional. Por supuesto, al estar en el plano etéreo, nos encontrábamos en posición de observar con detalle.

—Muy bien, majestad —aprobó Tata Ogg.

Se volvió y observó a la multitud de fantasmas tras el, que no habían recibido permiso para sentarse a (o en parte a través de) la mesa de la cocina.

—¡Eh, todos vosotros, marchaos al trastero! —ordenó Tata—. Excepto los niños, ellos pueden quedarse. Pobrecitos míos —añadió.

—¡Es tan agradable salir del castillo…! —suspiró el rey.

Yaya Ceravieja bostezó.

—Sea como sea —dijo—, ahora tenemos que localizar al chico. Ése es el siguiente paso.

—Lo buscaremos directamente después de comer.

—¿Comer?

—Hay pollo —replicó Tata—. Y tú estás cansada. Además, para hacer una búsqueda como debe ser, se necesita tiempo.

—Estará en Ankh-Morpork —afirmó Tata—. Oye bien lo que te digo. Todo el mundo acaba allí. Empezaremos por Ankh-Morpork. Cuando una persona tiene un destino, no necesitas buscarla. Basta con que la esperes en Ankh-Morpork.

Tata se animó.

—Mi Karen se casó con un tabernero de allí —dijo—. Aún no he visto al bebé. Además, tendremos casa gratis.

—No tenemos que ir. Lo importante es que él venga. Esa ciudad tiene algo… —suspiró Yaya—. Absorbe a la gente.

—¡Está a ochocientos kilómetros! —exclamó Magrat—. ¡Estarás fuera siglos!

—No puedo evitarlo —se quejó el bufón—. El rey me ha dado instrucciones especiales. Confía en mí.

—¡Bah! Para contratar más soldados, supongo.

—No, no nada de eso. No es nada tan malo.

El bufón titubeó. Había mostrado a Felmet el mundo de las palabras. Sin duda aquello era mejor que matar a la gente con la espada, ¿no? ¿No serviría para ganar tiempo? ¿No era lo mejor para la mayoría, dadas las circunstancias?

—¡Pero no tienes que ir! ¡No quieres ir!

—Eso no tiene nada que ver. Le prometí lealtad…

—Sí, sí, hasta la muerte. ¡Y eso que ni siquiera crees en esas promesas! ¡Me contaste cuánto detestabas el Gremio, y todo aquello!

—Bueno, sí, pero eso no quita que deba hacerlo. Di mi palabra.

Magrat estuvo a punto de dar una patada contra el suelo, pero no cayó tan bajo.

—¡Justo cuando empezábamos a conocernos! —gritó—. ¡Eres patético!

El bufón entrecerró los ojos.

—Sólo sería patético si rompiera mis promesas —dijo—. En cambio, quizás esté muy mal aconsejado. Lo siento. Volveré en pocas semanas.

—¿No comprendes que te estoy pidiendo que le desobedezcas?

—Ya te he dicho que lo siento. ¿Puedo volver a verte antes de irme?

—Me estaré lavando el pelo —replicó Magrat, rígida.

—¿Cuándo?

—¡Cuando sea!

Hwel se pellizcó la nariz y contempló débilmente el papel lleno de salpicaduras de cera.

La obra no le estaba saliendo nada bien.

Había eliminado el candelabro que se caía, había encontrado sitio para que un villano se pusiera una máscara para ocultar su rostro desfigurado, y había reescrito uno de los diálogos divertidos para añadir que el héroe había nacido en un bolso. Pero los que le daban problemas eran los payasos, otra vez. Seguían cambiando cada vez que pensaba en ellos. Los prefería por parejas, era lo tradicional, pero ahora parecía haber un tercero, y no se le ocurrían frases divertidas para él.

La pluma arañó la última hoja de papel, tratando de reflejar las voces que habían pasado como un rayo por su mente soñadora, y tan divertidas le parecieron en aquel momento.

Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca. Estaba sudando.

Hwel contempló horrorizado lo que había escrito. En la página, parecía un sinsentido ridículo. Pero…, ante el público embelesado de su mente…

Mojó la pluma en el tintero, y persiguió los ecos aún más allá.

Segundo payaso: Esasto, jefe.

Tercer payaso: (Toca la bocina) Honk, honk.

Hwel se rindió. Sí, era divertido, él sabía que era divertido, había oído las carcajadas en sus sueños. Pero no estaba bien. Aún no. Quizá nunca. Era como la otra idea con los dos payasos, uno gordo, el otro flaco… En bonito lío me has metido, Stanley… Se había reído hasta que le dolió el pecho, y el resto de la compañía lo miró con asombro. Pero, en sus sueños, resultaba desternillante.

Dejó la pluma y se frotó los ojos. Debía de ser casi medianoche, y la costumbre de toda una vida le dijo que ahorrase velas, aunque la verdad es que ahora se podían permitir todas las velas que quisieran, dijera lo que dijera Vitoller.

Las campanadas de las horas resonaron en toda la ciudad, y los serenos proclamaron que sí, que era medianoche, y que parecía que todo iba bien. Muchos de ellos consiguieron acabar la frase antes de que los asaltaran.

Hwel abrió la ventana y contempló Ankh-Morpork.

Era tentador decir que la ciudad doble estaba en su mejor época del año, pero eso no sería del todo correcto. Estaba en su época más típica del año.

El río Ankh, cloaca de medio continente, ya era bastante ancho y espeso cuando llegaba a las afueras de la ciudad. Cuando la abandonaba, más que fluir, exudaba. Debido a los sedimentos depositados durante siglos, el lecho del río era más elevado que algunas zonas bajas de la ciudad, y ahora, cuando la nieve fundida alimentaba su cauce, las áreas pobres de Morpork se inundaban, si es que se puede utilizar tal palabra para hablar de un líquido que podría recogerse con red. Esto sucedía todos los años, y habría provocado serios problemas en los desagües y cloacas, así que era una suerte que no hubiera muchos en la ciudad. Sus habitantes se limitaban a tener una barcaza en el patio trasero y, periódicamente, añadían un ala nueva al edificio.

Se decía que era una ciudad muy saludable. Pocos gérmenes sobrevivían.

Hwel contempló el mar de niebla en que los edificios se amontonaban como una competición de castillos de arena durante la marea alta. Las antorchas y las ventanas iluminadas trazaban alegres dibujos en la superficie iridiscente, pero había una luz concreta, mucho más cercana, que le llamaba especialmente la atención.

En una zona de terreno ligeramente más elevada, junto al río, adquirida por Vitoller por una suma ruinosa, se estaba construyendo un nuevo edificio. Crecía incluso por la noche, como una seta… Hwel alcanzaba a ver las antorchas en los andamios mientras los obreros contratados e incluso algunos actos se negaban a que una simple oscuridad en el cielo interrumpiera su trabajo.

Los edificios nuevos no abundaban en Ankh-Morpork, y aquél era incluso un nuevo tipo de edificio.

El Dysko.

Al principio Vitoller había sido contrario a la idea, pero Tomjon la defendía. Y todos sabían que, cuando el muchacho quería, podía convencer al agua para que fluyera montaña arriba.

—Pero siempre hemos sido actores ambulantes, hijito —dijo Vitoller con la voz desesperada de quien sabe que, al final, perderá—. No puedo asentarme, a mi edad.

—Pues esta manera de vivir no te hace bien —replicó Tomjon con firmeza—. Tanto frío por las noches, tanta humedad por las mañanas… Ya no eres un niño. Deberíamos quedarnos en algún lugar, hacer que la gente acudiera a nosotros. Y acudirá. Ya ves las multitudes que reunimos ahora. Las obras de Hwel son famosas.

—No son mis obras —había replicado Hwel—. Son los actores.

—No me imagino sentado junto a la chimenea, o durmiendo en colchones, y todas esas tonterías —insistió Vitoller.

Pero vio la expresión en el rostro de su esposa, y se rindió.

Y luego, el asunto del teatro en sí. Hacer que el agua fluyera montaña arriba era un juego de niños comparado con la tarea de hacer que Vitoller soltara el dinero, pero la verdad era que les había ido muy bien últimamente. Desde que Tomjon tuvo edad suficiente para ponerse unos leotardos y decir dos palabras sin que le saliera un gallo.

Hwel y Vitoller habían visto juntos cómo se alzaban las primeras vigas de la estructura de madera.

—Esto es antinatural —se quejó Vitoller, apoyado en su bastón—. Capturar el espíritu del teatro, encerrarlo en un edificio…, lo matará.

—No sé, no sé —dudó Hwel.

Tomjon le había expuesto sus planes durante toda una noche antes siquiera de mencionar el asunto a su padre, y ahora la mente del enano vibraba con las posibilidades de montajes, cambios de escenario, vuelos, máquinas que hicieran bajar a los dioses del cielo y trampillas que hicieran subir a los demonios del infierno. Hwel era tan capaz de poner objeciones al nuevo teatro como un mono de ponerlas a una plantación de bananeros.

—Esta maldita cosa ni siquiera tiene nombre —insistía Vitoller—. Deberíamos llamarlo «mina de oro», por lo que me está costando. Me gustaría saber de dónde va a salir tanto dinero.

La verdad era que habían probado muchos nombres, pero Tomjon no estuvo de acuerdo con ninguno.

—Tiene que ser un nombre que lo signifique todo —dijo—, porque todo estará ahí dentro. El mundo entero en el escenario, ¿comprendes?

Y Hwel aportó la idea, sabiendo mientras la decía que era exactamente lo que buscaban:

—El Disco.

Y ahora, el Dysko estaba casi terminado, y él aún no había escrito la nueva obra.

Cerró la ventana y volvió a su escritorio, cogió la pluma y se acercó otra hoja de papel. Se le ocurrió una idea. El mundo entero era un escenario, para los dioses…

Empezó a escribir.

Todo el Disco no es más que un teatro, escribió. Y todos los hombres y las mujeres son actores. Cometió el error de hacer una pausa, y otra inspiración se coló en su mente, desviando su tren de ideas hacia raíles completamente nuevos.

Miró lo que había escrito, y añadió: Excepto los que venden las palomitas.

Tras un momento, lo tachó todo y añadió: El mundo es un teatro, los hombres son los actores.

Aquello sonaba un poco mejor.

Pensó un momento y siguió: A veces entran en escena. A veces hacen mutis.

Estaba perdiendo el hilo de la idea. Tiempo, tiempo, necesitaba una eternidad…

Se oyó un grito ahogado y un golpe en la habitación contigua. Hwel dejó caer la pluma y abrió la puerta con cautela.

El chico estaba sentado en la cama, pálido. Se relajó cuando Hwel entró.

—¿Hwel?

—¿Qué pasa, hijo? ¿Pesadillas?

—¡Dioses, ha sido terrible! ¡Las he visto otra vez! Por un momento me pareció que…

Hwel, que había estado recogiendo distraídamente las ropas que Tomjon había dejado dispersas por toda la habitación, se detuvo un instante. Le interesaban los sueños. De ahí salían las ideas.

—¿Qué te pareció?

—Fue como si…, como si yo estuviera dentro de algo, dentro de un cazo o algo así, y esos tres rostros terribles me miraban fijamente.

—¿Y qué más?

—Luego las tres empezaron a discutir sobre mi nombre; y dijeron: «¿Quién será el rey después?»; y una preguntó: «¿Después de qué?»; y una de las otras dijo: «Después a secas, niña, es lo que se dice en estos casos, a ver si haces un esfuerzo». Y luego todas parecieron acercarse más, y una dijo: «Parece un poco flaco, seguro que es esa comida del extranjero»; y la más joven respondió: «Tata, te he dicho mil veces que no hay ningún país llamado Tespia». Empezaron a discutir, y una de las viejas preguntó: «Él no nos oye, ¿verdad? Parece agitado»; y la otra respondió: «Ya sabes que nunca me he aclarado con el sonido de este trasto, Esme». Se pelearon más, y entonces todo se hizo borroso y…, y me desperté —terminó—. Fue horrible, porque cada vez que se acercaban, era como si estuvieran detrás de una lupa, y yo sólo veía ojos y narices.

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