Allí fuera, tras los sucios muros, la gente contaba chistes no aprobados.
Era una idea que daba que pensar. Bueno, no exactamente, porque en el Gremio no se permitía pensar. Pero, si se permitiera, lo sería.
El bufón habló con amargura del corpulento Hermano Chanzas, con su rostro enrojecido, de las noches aprendiendo las Bromas Alegres, de las largas mañanas en el gélido gimnasio aprendiendo las Dieciocho Caídas y la trayectoria aprobada para una tarta. Y haciendo juegos malabares, ¡juegos malabares! El hermano Bolo, un hombre con el alma más fría que el hielo, les enseñaba malabarismo. El hecho de que el bufón hiciera los juegos malabares mal no era lo que lo llevaba al límite de la furia. Se supone que los bufones deben hacerlos mal, sobre todo si los juegos incluyen elementos tan divertidos como tartas, antorchas encendidas o cuchillos muy afilados. Lo que volvía loco de rabia al hermano Bolo era que el Bufón hacía mal los juegos malabares porque no sabía hacerlos bien.
—¿No querías ser otra cosa? —preguntó Magrat.
—¿El qué? —suspiró el bufón—. Jamás he podido elegir.
En el último año de aprendizaje, los aprendices de bufón podían salir, pero sometidos a una temible serie de restricciones. Haciendo lastimosas reverencias por las calles, había visto por primera vez a los magos, que se movían como dignas carrozas de carnaval. Había visto a los asesinos supervivientes, jóvenes divertidos vestidos de seda negra, afilados como cuchillos bajo ella. Había visto a los sacerdotes, cuyos fantásticos trajes sólo desmerecían un poco por los grandes delantales de goma que utilizaban para los sacrificios. Cada carrera o profesión tenía su traje distintivo, según pudo advertir, y por primera vez se dio cuenta de que el uniforme que llevaba había sido diseñado meticulosamente con el único objetivo de hacer que el que lo llevara pareciera un perfecto imbécil.
Aun así, había perseverado. Se había pasado la vida perseverando.
Perseveró precisamente porque no tenía el menor talento, y porque de lo contrario su abuelo lo habría despellejado vivo. Memorizó los chistes autorizados hasta que le dolió la cabeza, y se levantó aún más temprano cada mañana para hacer juegos malabares hasta que le dolieron los codos. Perfeccionó su dominio del vocabulario cómico hasta que sólo los expertos más avanzados pudieron entenderle. Hizo reverencias y payasadas con sombría determinación, y se graduó el primero de su promoción, y le premiaron con la Vesícula de Honor. La tiró por el retrete en cuanto llegó a casa.
Magrat guardó silencio.
—¿Cuánto hace que eres bruja? —preguntó el bufón.
—¿Eh?
—O sea, ¿fuiste a clases, o algo así?
—Oh. No. La Abuela Whemper bajó un día al pueblo, nos puso en fila a todas las niñas, y me eligió a mí. Una no elige el Arte, ¿sabes? Es el Arte el que te elige.
—Sí, pero ¿cuándo te conviertes en bruja?
—Supongo que cuándo las demás brujas te tratan como si lo fueras —suspiró Magrat—. Si es que alguna vez llegan a hacerlo —añadió—. Pensé que me respetarían después de lo que hice en el pasillo. La verdad es que me salió muy bien.
—Fue una especie de rito de iniciación —comentó el bufón sin poder contenerse.
Magrat le miró sin comprender. Él carraspeó.
—¿Las otras brujas son esas dos ancianas? —añadió, cayendo de nuevo en su melancolía habitual.
—Sí.
—Supongo que tienen una personalidad muy fuerte.
—Mucho —asintió Magrat con toda su alma.
—Quizá conocieron a mi abuelo…
Magrat se miró los pies.
—La verdad es que son buenas personas —dijo—. Sólo que, cuando eres una bruja, no piensas en los demás. Bueno, sí, piensas en los demás, pero no en sus sentimientos, no sé si me comprendes. A menos que lo intentes, claro.
Volvió a mirarse los pies.
—Tú no eres así —dijo el bufón.
—Oye, me gustaría que dejaras de trabajar para el duque —suplicó Magrat, desesperada—. Ya sabes cómo es, tortura a la gente, prende fuego a las casas y todo eso.
—Pero yo soy su bufón. Un bufón tiene que ser leal a su amo. Hasta la muerte. Me temo que es la tradición. Y la tradición es muy importante.
—¡Pero si ni siquiera te gusta ser bufón!
—Lo detesto. Pero eso no tiene nada que ver. Si tengo que ser un bufón, seré el mejor.
—Eso es una payasada.
—Yo prefiero la palabra «bufonada».
El bufón se había estado acercando milímetro a milímetro.
—Si te beso —añadió con cautela—, ¿me convertiré en rana?
Magrat se miró los pies de nuevo. Se escondieron bajo su vestido, avergonzados de ser objeto de tanta atención.
Casi podía ver las sombras de Gytha Ogg y Esme Ceravieja a ambos lados de ella. El espectro de Yaya la miraba. Una bruja domina todas las situaciones, decía.
Sobre todo éstas, añadía la visión de Tata Ogg, al tiempo que le hacía un breve gesto lleno de sonrisas y movimiento de brazos.
—Tendremos que comprobarlo —dijo.
Estaba destinado a ser el beso más impresionante de la historia de los besos.
El tiempo, como había dicho Yaya Ceravieja, es una experiencia subjetiva. Los años que el bufón había pasado en el Gremio fueron una eternidad, mientras que las horas con Magrat pasaron como un par de minutos. Y, sobre Lancre, unos cuantos segundos se dilataron hasta convertirse en horas de terror aullante.
—¡Helada! —gritó Yaya—. ¡Está helada!
Tata Ogg se situó junto a ella, haciendo esfuerzos desesperados por seguir el rumbo de la tambaleante escoba. Llamas octarinas chisporroteaban en las cerdas heladas, erizándolas al azar. Se inclinó hacia delante y agarró la falta de Yaya.
—¡Ya te dije que era una tontería! —gritó—. Primero atraviesas toda esa niebla húmeda, y luego no se te ocurre más que subir hasta el aire helado, ¡vieja boba!
—¡Suéltame la falda, Gytha Ogg!
—Venga, agárrate a mí. ¡Tienes la escoba ardiendo!
Atravesaron la base del banco de nubes y gritaron al unísono cuando el suelo cubierto de arbustos apareció de la nada y se dirigió directo hacia ellas.
Y pasó de largo.
Tata bajó la vista hacia la negra perspectiva, al fondo de la cuál las aguas hirvientes resultaban apenas visibles. Estaban sobre el Desfiladero de Lancre.
De la escoba de Yaya brotaba un humo azulado, pero ella se agarró con decisión y la forzó a girar.
—¿Qué demonios haces? —rugió Tata.
—Puedo seguir el curso del río —gritó Yaya Ceravieja por encima del crepitar de las llamas—. ¡No te preocupes!
—¡Haz el favor de subir a bordo! Se ha terminado, no vas a poder…
Hubo una pequeña explosión detrás de Yaya, y un puñado de cerdas en llamas se precipitó hacia las rugientes profundidades del desfiladero. El palo de la escoba se inclinó peligrosamente, y Tata tuvo que agarrarla por los hombros.
La escoba ardiente se escapó de entre las piernas de Yaya, giró en el aire y ascendió como una flecha, dejando un rastro de chispas y produciendo un sonido semejante al de un dedo húmedo que frotara el borde de una copa.
De esta manera, Tata quedó volando cabeza abajo, sujetando a Yaya como podía. Se miraron.
—¡No puedo subirte! —gritó Tata.
—Bueno, pues es obvio que yo no puedo subir, ¿verdad? ¡Compórtate como una mujer adulta, Gytha!
Tata meditó sobre el significado de la frase. Luego, la soltó.
Tres matrimonios y una adolescencia aventurera habían proporcionado a Tata Ogg unos músculos con los que se podían cascar nueces, y la fuerza de la gravedad la absorbió en cuanto apuntó hacia abajo su escoba. Descendió como una flecha.
Más abajo, distinguió a Yaya Ceravieja, que caía a plomo mientras se sujetaba el sombrero con una mano y con la otra trataba de impedir que la gravedad le levantara las faldas. Tata enderezó la escoba con tal energía que la hizo crujir, agarró a su colega por la cintura, controló el rumbo del vuelo y, sólo entonces, respiró.
Fue Yaya Ceravieja la que rompió el silencio que siguió.
—No vuelvas a hacer eso, Gytha Ogg.
—Te lo prometo.
—Ahora, da la vuelta. Nos dirigimos al Puente de Lancre, ¿recuerdas?
Obediente, Tata hizo girar la escoba, pasando a milímetros de las paredes del cañón.
—Aún faltan kilómetros —señaló.
—Pienso hacerlo. Queda mucha noche.
—Me temo que no suficiente.
—Una bruja no conoce el significado de la palabra «fracaso», Gytha.
Surcaron de nuevo el aire claro. El horizonte era una línea de luz dorada mientras el lento amanecer del Disco empezaba a inundar la tierra, derribando los suburbios de la noche.
—¿Esme? —dijo Tata Ogg tras un rato.
—¿Qué?
—Significa «Falta de éxito».
Volaron en un silencio helado durante varios segundos.
—Hablaba en sentido comosellame. Figurado —dijo Yaya.
—Ah. Bueno. Haberlo dicho.
La línea de luz se hacía más ancha, más brillante. Por primera vez, un atisbo de duda entró en la mente de Yaya, desconcertado al hallarse en un terreno tan poco familiar.
—¿Cuántos gallos habrá en Lancre? —preguntó en voz baja.
—¿Es una de esas preguntas comosellamen?
—No, simple curiosidad.
Tata Ogg se acomodó en la escoba. Había treinta y dos en edad de cantar. Lo sabía porque se había enterado la noche anterior (esta noche), antes de dar instrucciones detalladas a su Jason. Tenía quince hijos adultos e innumerables nietos y tataranietos, que habían tenido toda la velada para colocarse cada uno en su posición. Con eso debería bastar.
—¿Has oído eso? —dijo Yaya—. Allá, por la zona de Rorcual.
Tata contempló el paisaje neblinoso con aire inocente. El sonido viajaba con toda claridad a aquellas horas de la mañana.
—¿El qué?
—Una especie de «arg».
—No.
Yaya se volvió.
—Otra vez, ahora por allí —dijo—. Lo he oído con toda claridad. Sonaba algo así como «kikiriagggh».
—No he oído nada, Esme —replicó Tata, sonriendo hacia el cielo—. El Puente de Lancre está ahí delante.
—¡Otra vez! ¡Lo he oído con toda claridad!
—No tengo ni idea de a qué te refieres, Esme. Mira, queda menos de un kilómetro.
Yaya clavó la vista en la nuca de su colega.
—Aquí está pasando algo —dijo.
—A mí que me registren.
—¡Te tiemblan los hombros!
—Es que he perdido el chal, tengo un poco de frío. Mira, casi hemos llegado.
Yaya miró hacia delante, con la mente convertida en un laberinto de sospechas. Llegaría al fondo de aquello. En cuanto tuviera tiempo.
Los húmedos troncos del principal enlace de Lancre con el mundo exterior se mecieron suavemente bajo ellas. De la granja de pollos que se encontraba a un kilómetro de allí, les llegó un coro de graznidos estrangulados, seguidos por varios golpes.
—¿Y eso? ¿Qué me dices de eso? —insistió Yaya.
—¿Y yo qué sé? Ten cuidado, que bajamos.
—¿Te estás riendo de mí?
—Qué va, Esme, estoy orgullosa de ti. Esto hará que pases a la historia.
Descendieron sobre los tablones del puente. Yaya Ceravieja descendió con cautela, y se arregló el vestido.
—Sí. Bueno —añadió, complacida en el fondo.
—Todo el mundo dirá que eres mejor que Aliss la Negra —siguió Tata Ogg.
—Alguien lo dirá, sí —asintió Yaya.
Examinó las aguas turbulentas, más abajo, y luego alzó la vista hacia el saliente donde se alzaba el Castillo Lancre.
—¿Tú crees? —añadió, halagada.
—No lo dudes.
—Mm.
—Pero claro, antes tienes que completar el hechizo.
Yaya Ceravieja asintió. Se volvió de cara al amanecer, alzó los brazos y completó el hechizo.
Es casi imposible describir el transcurso repentino de quince años y dos meses con palabras.
En las películas es mucho más sencillo, sólo hace falta un calendario al que se le van cayendo las páginas, o un reloj cuyas manecillas giran cada vez más deprisa hasta que son sólo un borrón, o árboles floreciendo y dando frutos en cuestión de segundos…
Bueno, ya sabéis. O el sol se convierte en una estela roja que surca el cielo, y los días y las noches pasan a toda velocidad, y los cambios en la moda se reflejan en la tienda de ropa de un escaparate, cambiando más deprisa que un noctámbulo de bar.
Hay cantidad de maneras, pero no nos hacen falta, porque la verdad es que nada de esto sucedió.
El sol, sí, titubeó un poco, y pareció que los árboles de la zona periferia del desfiladero eran un poco más altos, y Tata tuvo la sensación de que alguien se había sentado de golpe sobre ella, aunque luego se hubiera levantado muy deprisa.
Esto fue porque el reino no se movió a través del tiempo en el sentido normal, el de las fotografías a toda velocidad. Más bien dio un rodeo, una técnica mucho más limpia y sencilla, que encima ahorra la molestia de tener que poner el laboratorio enfrente de una tienda de ropa que conserve el mismo maniquí en el escaparate durante sesenta años.