El bufón se encogió de hombros y, con sumo cuidado, se dio la vuelta y echó a andar de nuevo por el pasillo. Pasó ante las dependencias de los soldados y salió por la puerta principal, dirigiendo un asentimiento (cauteloso) a los soldados.
—Acaba de pasar un tipo con un gato en la cabeza —dijo uno de ellos tras reflexionar un par de minutos.
—¿Has visto quién era?
—Creo que el bufón.
Hubo otra pausa meditativa. El segundo guardia se encogió de hombros.
—Es un trabajo asqueroso —dijo—. Pero supongo que alguien tiene que hacerlo.
—No vamos a maldecir a nadie —dijo Yaya con firmeza—. Si el interesado no lo sabe, nunca funciona.
—Bueno, podemos mandarle un muñeco con su cara, todo lleno de alfileres.
—No, Gytha.
—Sólo necesitamos recoger los restos cuando se corte las uñas de los pies —insistió Tata con entusiasmo.
—No.
—O un mechón de pelo, o algo así. Yo tengo alfileres.
—No.
—Maldecir a la gente es moralmente reprobable, y afecta negativamente a tu karma —señaló Magrat.
—Me da igual, lo pienso maldecir —refunfuñó Tata—. Aunque sea en voz baja. ¡Al muy…, le hubiera dado igual que me muriera en esa mazmorra!
—No vamos a maldecirlo —repitió Yaya—. Vamos a sustituirlo. ¿Qué has hecho con el viejo rey?
—Dejé la piedra en la mesa de la cocina —respondió Tata—. No lo soportaba más.
—No veo por qué —dijo Magrat—. Parecía muy agradable, para ser un fantasma.
—Oh, si él no estaba mal. Eran los demás.
—¿Los demás?
—«Por favor, buena mujer, coge una piedra del castillo para que pueda hechizarla», me dijo —gruñó Tata Ogg—. «Esto es jodidamente aburrido, Tata Ogg, y perdona mi klatchiano.» Y claro, le ayudé. Supongo que los demás se enterarían. Eso es, pensaron, vámonos, ya va siendo hora de que nos tomemos unas vacaciones. No tengo nada contra los fantasmas, y menos contra los fantasmas de reyes —añadió con lealtad—. Pero mi casa no es lugar apropiado para ellos. Hay una mujer que va en carro chillando todo el día en el lavadero, ¿qué os parece? Y tengo un par de críos en la despensa, hombres sin cabeza por todas partes, alguien que aúlla debajo del fregadero…, ah, sí, y un tipo bajito y peludo con cara de despistado. No está bien.
—Mientras no esté aquí… —dijo Yaya—. No queremos a ningún hombre ahora.
—Es un fantasma, no un hombre —señaló Magrat.
—No tenemos tiempo para entrar en detalles —replicó Yaya con voz fría.
—Pero no puedes poner al viejo rey en el trono de nuevo —insistió la joven—. Los fantasmas no pueden reinar. A ver, ¿cómo se pondría la corona? Se le caería constantemente.
—Lo sustituiremos por su hijo. Una sucesión como debe ser —dijo Yaya.
—Oh, eso ya lo hemos discutido —suspiró Tata—. Dentro de quince años, a lo mejor, pero…
—Esta noche —la interrumpió Yaya.
—¿Un niño en el trono? No duraría ni cinco minutos.
—No será un niño —dijo Yaya con tranquilidad—. Será un adulto. ¿Recuerdas a Aliss Demurrage?
Se hizo el silencio. Tata Ogg volvió a sentarse.
—Demonios —susurró—. ¿Vas a intentar eso?
—Voy a probarlo.
—Demonios —repitió Tata Ogg, en voz muy baja—. ¿Lo has pensado bien?
—Sí.
—Oye, Esme…, mira, Aliss la Negra era una de las mejores. No, tú también eres muy buena en…, en cabezología, en pensar y todo eso. Pero Aliss la Negra era otra cosa.
—¿Quieres decir que no podré?
—Perdón…
—No, no, claro que no —respondió Tata, sin hacer caso de la joven.
—Bien.
—Sólo que…, bueno, ella era una ya sabes, una rácana de brujas, como dijo el rey.
—Decana —la corrigió Yaya, que se había informado—. No rácana.
—Perdón —repitió Magrat, esta vez en voz más alta—. ¿Quién era Aliss la Negra? Y nada de intercambiar miradas de entendidas a mis espaldas —añadió rápidamente—. En este aquelarre hay tres brujas, a ver si lo recordáis.
—No llegaste a conocerla —dijo Tata Ogg—. Y la verdad es que yo tampoco. Vivía cerca de Skund. Era una bruja muy poderosa.
—Eso se dice, son rumores —bufó Yaya.
—Una vez convirtió una calabaza en una carroza real —insistió Tata.
—Pamplinas —replicó Yaya Ceravieja—. Vaya manera de ayudar a la gente, hacer que se presenten en un baile oliendo a pastel. Y esas tonterías del zapatito de cristal…, en mi opinión, un juego peligroso.
—Pero lo más importante que hizo —siguió Yaya, sin hacer caso de la interrupción—, fue dormir a todo un reino durante cien años, hasta que… —Titubeó—. No me acuerdo. ¿Era lo de los rosales, o lo de las ruecas? Creo que una princesa tenía que tocar…, no, a un príncipe. Eso.
—¿Tocar a un príncipe? —preguntó Magrat, intranquila.
—No…, él tenía que besarla. Aliss la Negra era muy romántica. Siempre incluía algún romance en sus hechizos. Le encantaba lo de Chica conoce Rana.
—¿Por qué la llamaban Aliss la Negra?
—Por las uñas —respondió Yaya.
—Y por los dientes —añadió Tata Ogg—. Era muy golosa. Vivía en una auténtica casita de chocolate. Al final, un par de críos la metieron en su propio horno. Fue terrible.
—¿Y vas a hacer dormir a todo el castillo? —se alarmó Magrat.
—Ella nunca hizo semejante cosa —bufó Yaya—. Sólo son historias —añadió, mirando a Tata—. Se limitó a estirar un poco el tiempo. No es tan difícil como cree la gente. Todo el mundo lo hace constantemente. El tiempo es como de goma, lo puedes estirar a tu conveniencia.
Magrat estaba a punto de decir, no es cierto, el tiempo es el tiempo, cada segundo dura un segundo, de eso se trata, es su trabajo…
Entonces, recordó las semanas que habían pasado volando, y las tardes que habían durado siglos. Algunos minutos eran como horas, algunas horas pasaban tan deprisa que casi ni se había enterado…
—Pero eso no son más que percepciones de la gente —dijo—. ¿Verdad?
—Oh, sí —asintió Yaya—, desde luego. Como todo. ¿Y qué importa?
—Pero cien años sería un poco excesivo —señaló Tata.
—Dejémoslo en quince, número redondo —asintió Yaya—. Eso significa que, al final, el chico tendrá dieciocho. Sólo tenemos que lanzar el hechizo, ir a buscarlo para que encuentre su destino, y todo irá bien.
Magrat no dijo nada, porque estaba pensando que los destinos parecían muy sencillos cuando se hablaba de ellos, pero nunca lo eran tanto cuando se trataba de seres humanos concretos. Pero Tata Ogg se sentó y se sirvió otra generosa ración de aguardiente de manzanas en el té.
—Podría salir bien —reflexionó—. Un poco de paz y tranquilidad durante quince años. Si no recuerdo mal el hechizo, después de pronunciarlo hay que volar en torno al castillo antes de que el gallo cante.
—No estaba pensando en eso —dijo Yaya—. No saldría bien. Felmet seguiría siendo el rey durante todo ese tiempo. El reino enfermaría. No, estaba pensando en hacérselo a todo el reino.
Sonrió.
—¿A todo Lancre? —se escandalizó Tata.
—Sí.
—¿Moverlo quince años hacia el futuro?
—Sí.
Tata miró la escoba de Yaya. Era un trasto bien construido, duradero, aparte de los ocasionales problemas al arrancar. Pero tenía sus límites.
—No lo conseguirás —dijo—. No puedes dar la vuelta al reino entero en eso. Tienes que subir hasta Cuchillo en Polvo, y bajar hasta Caída del Tambor. No puedes transportar tanta magia.
—Ya lo he pensado.
Sonrió de nuevo. Aquello era aterrador.
Un minuto más tarde, el páramo quedó desierto mientras las brujas corrían para llevar a cabo sus encargos. Se hizo el silencio durante un rato, rasgado sólo por los graznidos de los murciélagos y el susurro de la brisa entre los arbustos.
Luego se oyó un burbujeo en una charca cercana. Poco a poco, coronada por una mata de musgo, la piedra vertical asomó a la superficie y miró a su alrededor con desconfianza.
Mandón se lo estaba pasando en grande. Al principio pensó que su nuevo amigo lo llevaba a la casita de Magrat, pero sin razón aparente se había apartado del sendero en la oscuridad, y ahora paseaba por el bosque. Por una de las zonas más interesantes, en opinión de Mandón. Estaba llena de toperas y pantanos cubiertos por la niebla incluso durante el buen tiempo. Mandón solía pasar por allí, con la esperanza de encontrar a algún lobo incauto.
—Creía que los gatos siempre encontraban el camino de vuelta a su casa —murmuró el bufón.
Se maldijo entre dientes. Habría sido sencillo llevar a aquella asquerosa criatura a casa de Tata Ogg, que estaba a tan sólo unas calles de distancia, casi a la sombra del castillo. Pero luego se le había ocurrido entregárselo a Magrat. Eso la impresionaría. Las brujas eran muy aficionadas a los gatos. Se sentiría obligada a invitarlo a pasar, a ofrecerle una taza de té o algo por el estilo…
Metió el pie en otro agujero lleno de agua. Algo se escurrió bajo él. El bufón dejó escapar un gemido y lo sacó rápidamente.
—Mira, gato —dijo—. Tienes que bajar, ¿entiendes? Así podrás buscar el camino hacia tu casa, y yo te seguiré. Los gatos ven bien en la oscuridad, y nunca se pierden —añadió, esperanzado.
Alzó los brazos. Mandón le clavó las uñas en la mano a modo de advertencia amistosa, y se sorprendió mucho al advertir que no surtían el menor efecto en la cota de mallas.
—Muy bien, gato bueno —dijo el bufón al tiempo que lo bajaba al suelo—. Venga, busca el camino hacia tu casa. O hacia cualquier casa.
La sonrisa de Mandón se extinguió poco a poco, hasta que sólo quedó el gato. Aquello era casi tan aterrador como lo otro.
Se desperezó y bostezó para esconder su vergüenza. El que alguien lo llamara «gato bueno» en uno de sus terrenos de caza favoritos iba a arruinar su reputación. Desapareció entre la maleza.
El bufón escudriñó en la penumbra. Se dio cuenta de que, aunque le gustaban los bosques, le gustaban de lejos. Era bonito saber que existían, pero los bosques imaginarios no eran igual que los de verdad. Por ejemplo, en los de verdad, uno se perdía. En los imaginarios había más robles y menos zarzas. Siempre se veían a la luz del día, los árboles no tenían rostros malévolos ni ramas que arañasen. Los árboles de la imaginación eran orgullosos gigantes del bosque. En cambio, la mayoría de aquéllos parecían gnomos vegetales, alojamiento para las setas y la hiedra.
El bufón era vagamente consciente de que se podía saber en qué dirección estaba el Eje observando en qué lado de los árboles crecía el musgo. Una rápida inspección de los troncos más cercanos le reveló que, contra toda probabilidad geográfica, el Eje estaba en todas partes.
Mandón había desaparecido.
El bufón suspiró, se quitó la cota de mallas que lo había protegido, y echó a andar con paso tintineante, en busca de algún terreno elevado. Eso parecía buena idea, porque el terreno donde se encontraba en aquel momento temblaba. Y estaba seguro de que no era buena cosa.
Magrat planeaba con su escoba a algunos cientos de metros por encima de las fronteras Dextro de Lancre, contemplando un mar de nieblas a través de las cuáles se veía de cuando en cuando la copa de un árbol, semejante a una roca cubierta de algas durante la marea alta. La luna creciente flotaba sobre ella, seguramente volvía a ser una raja de melón. Suspiró. Una luna menguante, finita y frágil, habría parecido más apropiada.
Se estremeció y se preguntó dónde estaría Yaya Ceravieja en aquel momento.
La escoba de la anciana bruja era conocida y temida en todo el cielo de Lancre. Yaya había conocido el vuelo a edad bastante avanzada, pero, tras las sospechas iniciales, le había cogido gusto. Por desgracia, para Yaya volar significaba ir en línea recta de A a B, y no comprendía que otros usuarios del aire tuvieran algún tipo de derechos. Las pautas de migración aérea de todo un continente habían cambiado por este hecho. Una evolución acelerada en los pájaros de la zona había resultado en toda una generación de aves que volaban de espaldas, para poder vigilar bien los cielos.
La creencia implícita de Yaya en que nada debía interponerse en su camino se hacía extensiva a otras brujas, a los árboles muy altos y, de cuando en cuando, a las montañas.
«Oh, cielos— pensó Magrat—. Espero que a Yaya no le haya pasado nada.»
Una brisa nocturna la hizo girar suavemente en el aire. Se estremeció, y entrecerró los ojos para contemplar las montañas iluminadas por la luna. Los desfiladeros helados, los abismos sepultados bajo la nieve, no tenían rey ni cartógrafo. Sólo en el extremo más cercano a la Periferia se alzaba Lancre, abierta al mundo. El resto de las fronteras eran tan escarpadas como las mandíbulas de un lobo, y también igual de intransitables. Desde allí arriba se divisaba todo el reino…