—Sí, sí, muy bien —le interrumpió Lord Felmet.
La verdad era que empezaba a encontrarse mucho mejor. Las gachas no habían estado demasiado saladas aquella noche, y sentía un vacío muy agradable en el castillo. Ya no oía más voces por encima del nivel de audición.
Se sentó en el trono. Lo encontró verdaderamente cómodo por primera vez.
La duquesa se sentó junto a él, con la barbilla apoyada en una mano. Miraba fijamente al bufón. Esto le molestaba. Con el duque, sabía bien dónde ponía los pies, era cuestión de aguantar hasta que la curva de su locura entrara en período ascendente hacia la alegría, pero la duquesa le daba miedo.
—Parece que las palabras son muy poderosas —dijo la mujer.
—Cierto, señora.
—Sin duda has estudiado mucho.
El bufón asintió. El poder de las palabras lo había sostenido a través del infierno del Gremio. Los magos y las brujas usaban las palabras como si fueran instrumentos para hacer las cosas, pero el bufón creía que las palabras eran cosas por derecho propio.
—Las palabras pueden cambiar el mundo —dijo.
La duquesa entrecerró los ojos.
—Ya lo dijiste. Pero no estoy convencida. Los hombres fuertes pueden cambiar el mundo —dijo—. Los hombres fuertes y sus hazañas. Las palabras no son más que adornos en un pastel. Entiendo que pienses que las palabras son importantes. Eres débil, no tienes otra cosa.
—Te equivocas, señora.
La regordeta mano de la duquesa tamborileó impaciente sobre el brazo del trono.
—Más vale que puedas argumentar ese comentario.
—Señora, el duque desea talar los bosques, ¿no es así?
—Los árboles se pasan el día murmurando sobre mí —susurró Lord Felmet—. Los oigo susurrar cuando salgo a caballo. ¡Dicen mentiras acerca de mi persona!
La duquesa y el bufón intercambiaron miradas.
—Pero —siguió el bufón—, ese plan ha tropezado con una oposición fanática.
—¿Qué?
—A la gente no le gusta.
La duquesa estalló.
—¿Y eso qué importa? —rugió—. ¡Somos los reyes! ¡Harán lo que digamos, o serán ejecutados sin piedad!
El bufón hizo una cabriola y una reverencia conciliadora.
—Pero, mi amor, nos quedaremos sin súbditos —señaló el duque.
—¡Noesnecesario,noesnecesario!—intervinoelbufónaladesesperada—. ¡No hace falta! Lo que tenéis que hacer es… —Se interrumpió un instante, moviendo los labios—, iniciar un ambicioso plan intensivo para mejorar la industria agrícola, proporcionando empleo a largo plazo, abriendo nuevas tierras para el desarrollo y dificultando las huidas de los salteadores.
El duque se quedó boquiabierto.
—¿Cómo haremos todo eso?
—Talando los bosques.
—Pero si has dicho…
—Cállate, Felmet —ordenó la duquesa.
Dedicó al bufón otra larga mirada pensativa.
—¿Cómo se hace para derribar las casa de la gente que no nos gusta? —preguntó al final.
—Reestructuración urbana —respondió el bufón.
—Yo había pensado en quemarlas.
—Reestructuración urbana dentro del plan de desinfección —puntualizó rápidamente el bufón.
—Y echar sal en las tierras.
—Eso es reestructuración urbana dentro de un programa de mejoras medioambientales. También sería buena idea plantar unos cuantos árboles.
—¡Nada de árboles! —gritó el duque.
—No pasa nada, no sobrevivirán. Lo importante es que se hayan plantado.
—Pero también quiero subir los impuestos —dijo la duquesa.
—Vaya, tío…
—No soy ningún tío.
—¿Ni tía?
—Tampoco.
—Bueno, t…, pues…, necesitas financiar tu ambicioso programa de mejoras en pro del país.
—¿Qué? —dijo el duque, que se perdía otra vez.
—Quiere decir que cortar los árboles cuesta dinero —aclaró la duquesa.
Sonrió al bufón. Era la primera vez que lo miraba como si no fuera una cucaracha repugnante. En su mirada seguía habiendo un buen tanto por ciento de cucaracha, pero decía: cucaracha buena, has aprendido un truco.
—Muy interesante —dijo—. Pero ¿pueden tus palabras cambiar el pasado?
El bufón meditó un instante.
—Creo que es más fácil todavía —dijo—. Porque el pasado es lo que la gente recuerda, y los recuerdos son palabras. ¿Quién sabe qué hizo un rey hace mil años? Sólo quedan los recuerdos y las leyendas. Y las obras de teatro, claro.
—Ah, sí, una vez vi una obra de teatro —asintió Felmet—. Unos tipos muy graciosos, vestidos con leotardos. Gritaban mucho. La gente se divertía.
—¿Quieres decir que la historia es lo que la gente cree? —insistió la duquesa.
El bufón paseó la vista por la sala del trono, y encontró al rey Gruneberry el Bueno (906-967).
—¿Lo fue? —dijo, señalándolo—. ¿Quién lo sabe ahora? ¿En qué era bueno? Pero será Gruneberry el Bueno hasta el final de los tiempos.
El duque se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
—Quiero ser un buen rey —dijo—. Quiero que mi pueblo me ame. Quiero que me recuerden con cariño.
—Supongamos —intervino la duquesa, hablando muy despacio—, supongamos que hubiera otros asuntos… controvertidos. Temas de índole histórica que hubiera que… ocultar.
—Yo no lo hice, de verdad —señaló el duque rápidamente—. Resbaló y cayó. Eso es. Resbaló y cayó. Yo ni siquiera estaba allí. Me atacó. Fue en defensa propia. Eso es. Resbaló y cayó sobre su propia daga en defensa propia.
Su voz se convirtió en un murmullo incoherente. Se frotó la mano de la daga, aunque la palabra empezaba a ser muy poco apropiada.
—Silencio, esposo —ordenó la duquesa—. Ya sé que tú no lo hiciste. Yo no estaba allí contigo, como recordarás. Fui yo quien no te dio la daga.
El duque se estremeció de nuevo.
—Y ahora, bufón —siguió la duquesa—, como iba diciendo, creo que hay algunos asuntos de los que dejar constancia correcta.
—¿Por ejemplo, que no estabais allí? —dijo el bufón, con tono animado.
En verdad que las palabras tienen poder, y una de las cosas que pueden hacer es salir de la boca del que habla antes de que éste pueda detenerlas. Si las palabras fueran dulces corderitos, el bufón las habría visto saltar alegremente hacia el lanzallamas que era la mirada de la duquesa.
—¿Dónde no estábamos?
—En ninguna parte —se apresuró a aclarar el bufón.
—¡Estúpido! Todo el mundo está en alguna parte.
—Quiero decir que estabais en todas partes excepto en aquellas escaleras.
—¿Qué escaleras?
—Unas escaleras cualquiera. —El bufón empezaba a sudar—. ¡Recuerdo claramente no haberos visto!
La duquesa lo miró fijamente.
—Espero que lo recuerdes —dijo.
Se frotó la mandíbula, que raspaba.
—Dices que la realidad no son más que palabras débiles. Por tanto, las palabras son la realidad. Pero ¿cómo pueden convertirse en historia?
—La obra de teatro que vi era muy buena —intervino Felmet, soñador—. Había peleas, pero nadie moría de verdad. Y decían cosas muy bonitas.
La barbilla de la duquesa seguía sonando como un papel de lija.
—¿Bufón?
—¿Señora?
—¿Sabrías escribir una obra de teatro? ¿Una obra que diera la vuelta al mundo, una obra que todo el mundo recordara después de que murieran los rumores?
—No, señora. Para eso hace falta un talento especial.
—¿Y puedes encontrar a alguien que lo tenga?
—Hay gente así, señora.
—Busca a alguien —murmuró el duque—. Busca al mejor. Busca al mejor. Que se sepa la verdad. Busca al mejor.
La tormenta estaba descansando. No quería, pero lo estaba haciendo. Había pasado quince días de aprendizaje con un famoso anticiclón sobre el Mar Circular, trabajando todos los días, en primera fila del frente frío, agradecida por la oportunidad de arrancar de cuajo algún que otro árbol u organizar tornados que se llevaran las granjas a la ciudad esmeralda más cercana. Pero su gran oportunidad con el clima no había llegado aún.
Se consoló pensando que ni siquiera las mejores tormentas del pasado (El Gran Temporal de 1789, por ejemplo, o el Huracán Zelda y Sus Increíbles Lluvias de Ranas) habían hecho tanto como ella al principio de su carrera. Era parte de la tradición climática.
Además, había pasado buenos ratos sobre las llanuras, llevando la nieve y la escarcha. Tenía que tomarse el regreso con filosofía, aunque no tuviera mucho que hacer, aparte de agitar un poco el calor. Si el clima fuera una persona, aquella tormenta mataría el tiempo usando un gorrito de cartón en un infierno de hamburguesas.
En aquel momento, se dedicaba a observar a tres figuras que se movían despacio por el páramo, convergiendo con decisión hacia una zona yerma donde estaba la piedra vertical, o donde solía estar, porque en aquel momento se había escondido.
Las reconoció, eran viejas amigas y expertas en el tema, y conjuró un breve trueno para saludarlas, aunque no fuera época. Pero no le hicieron caso.
—Las malditas piedras se han ido —dijo Yaya Ceravieja—. Si es que hay varias.
Estaba pálida. Parecía que iba directa al grano. A un mal grano.
—Enciende el fuego, Magrat —añadió automáticamente.
—Supongo que nos encontraremos mejor después de una taza de té —dijo Tata Ogg, pronunciando las palabras como si fueran un mantra. Rebuscó entre los pliegues de su chal—. Pero un poco animado —añadió, al tiempo que sacaba una botellita de aguardiente de manzana.
—El alcohol enturbia la mente —señaló Magrat con tono virtuoso.
—Yo nunca lo pruebo —asintió Yaya Ceravieja—. Necesitamos tener la mente clara, Gytha.
—Echar una gotita al té no es beber —protestó Tata—. Es medicinal. El viento aquí arriba es gélido, hermanas.
—Muy bien —aceptó Yaya—. Pero sólo una gota.
Bebieron en silencio. Fue Yaya quien lo rompió al final.
—Bueno, Magrat, tú entiendes de estos asuntos de los aquelarres. Será mejor que empecemos ya. ¿Qué viene ahora?
Magrat titubeó. No estaba por la labor de sugerir bailes con poca ropa.
—Hay una canción —dijo—. En honor a la luna llena.
—No está llena —señaló Yaya—. Está comosediga. Creciente.
—Como una raja de melón —asintió Tata.
—Creo que es en honor de las lunas llenas en general —aventuró Magrat—. Y luego tenemos que elevar nuestras conciencias. Pero para eso sí que creo que hace falta la luna llena. Las lunas son muy importantes.
Yaya le dirigió una mirada larga, calculadora.
—En eso consiste la brujería moderna, ¿eh? —dijo.
—En parte sí, Yaya. Pero hay mucho más.
Yaya Ceravieja suspiró.
—En fin, como gustes. Pero no pienso dejar que una bola de piedra brillante me diga lo que debo hacer.
—Eso, a la porra con todo —asintió Tata—. Vamos a maldecir a alguien.
El bufón caminó de puntillas por los pasillos nocturnos. No tenía intención de correr el menor riesgo. Magrat le había hecho un resumen muy gráfico del talante de Mandón, y el bufón había cogido un casco y un par de guantes metálicos del arsenal hereditario del castillo.
Llegó a la sala de los trastos, abrió la puerta con cautela y se pegó rápidamente a la pared.
El pasillo pareció ligeramente más oscuro cuando la oscuridad más intensa de la habitación se derramó hacia el exterior y se mezcló con la oscuridad descafeinada que ya había.
Aparte de eso, nada. El número de bolas de pelo rabiosas que atravesaron la puerta fue igual o menor que cero. El bufón se relajó un poco y se deslizó hacia el interior.
Mandón cayó sobre su cabeza.
Había sido un día muy largo. La habitación no ofrecía la vida cómoda a la que Mandón estaba acostumbrado y exigía. El único punto de interés había sido el descubrimiento a media mañana de una colonia de ratones que llevaban generaciones devorando los valiosísimos tapices de la historia de Lancre, y habían llegado ya al rey Murune (709-745), que sufrió un destino terrible,[14] cuando ellos también lo sufrieron. Mandón se había afilado las garras en un busto de la única vampira regia en la historia de Lancre, la reina Grimnir la Empaladora (1514-1553, 1553-1557, 1557-1562, 1562-1567 y 1568-1573). Había realizado sus abluciones matutinas en un retrato de un monarca desconocido, que empezaba a disolverse. Ahora estaba aburrido y furioso.
Engarfió las garras en el lugar donde deberían estar las orejas del bufón, y su única recompensa fue un sonido metálico.
—Gatito bueno, gatito bueno —dijo el bufón—. Cuchicuchicuchi.
Aquello intrigó a Mandón. La única persona que le había hablado así en su vida era Tata Ogg. Todos los demás lo llamaban «Aggghlargoditabestijjjdeputa». Se inclinó hacia delante con todo cuidado, interesado en aquella nueva experiencia.
El bufón lo que vio fue una cabeza de gato del revés, que descendía lentamente ante sus ojos, con una expresión de malévolo interés.
—¿Se quiere ir a su casa el gatito bueno? —dijo, esperanzado—. Mira, la puertecita está abierta.
Mandón se aferró aún con más fuerza. Había encontrado un amigo.