Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿En favor de quién? —replicó la duquesa con voz gélida—. ¿De una bruja?

—No lo haré —dijo el duque.

—¿Qué?

El duque se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y miró fijamente a Yaya. La frialdad en el centro de sus ojos había crecido.

—He dicho que no lo haré —repitió—. ¿Crees que me puedes asustar con unos pocos conjuros? Soy rey por derecho de conquista, y eso no lo puedes cambiar. Así de fácil, bruja.

Se acercó aún más.

Yaya lo miró. Jamás se había enfrentado a nada semejante. El hombre estaba loco, de eso no cabía duda, pero en el corazón de su locura había una cordura fría y terrible, un centro de puro hielo interestelar en medio del horno. Lo había creído débil, escudado tras una débil capa de fuerza, pero no era tan sencillo. En algún lugar de lo más profundo de su mente, más allá del horizonte de racionalidad, la presión de la locura había martilleado su demencia hasta darle la dureza de un diamante.

—Si me derrotáis con magia, la magia reinará —dijo el duque—. Y eso no es posible. Cualquier rey proclamado con vuestra ayuda estará sometido a vosotras. La magia destruye todo aquello que domina. Vosotras también seríais destruidas, lo sabéis. Ja. Ja.

Cuando el hombre se le acercó más, a Yaya se le pusieron los nudillos blancos.

—Podríais derrocarme ahora —dijo—. Y quizás encontraríais a alguien para sustituirme. Pero tendría que ser un imbécil, porque se sabría siempre vigilado por vosotras. Si hacía algo que no os gustara, perdería la vida al instante. Podríais alegar que no, pero él sabría que reinaba con vuestro permiso. Y no sería un auténtico rey, ¿verdad?

Yaya apartó la vista. Las otras brujas retrocedieron, preparadas a esquivar lo que fuera.

—Te he hecho una pregunta.

—Sí —dijo Yaya—. Es verdad…

—Sí.

—… pero hay alguien que puede derrotarte —dijo Yaya, marcando bien cada palabra.

—¿El niño? Deja que venga cuando se haga mayor. Un joven armado con su espada, a la búsqueda de un destino —se burló el duque—. Muy romántico. Pero tengo muchos años para prepararme. Dejad que lo intente.

Junto a él, el puño del rey Verence salió disparado, pero no conectó con mandíbula alguna.

El duque se inclinó aún más hacia delante, hasta que su nariz estuvo a un centímetro de la de Yaya.

—Volved a vuestros calderos, hermanas de escoba —dijo suavemente.

Yaya Ceravieja recorrió los pasillos del Castillo Lancre como un enorme murciélago furioso, mientras la risa del duque le resonaba en los oídos.

—Podrías haber hecho que le salieran golondrinos, o algo así —dijo Tata Ogg—. Las hemorroides también son estupendas. Eso no está prohibido. No le impediría reinar, simplemente tendría que reinar de pie. Y además, nos reiríamos. Almorranas, jeje.

Yaya Ceravieja no dijo nada. Si la furia fuera caliente, su sombrero estaría ardiendo.

—Aunque claro, igual empeorábamos las cosas —siguió Tata, que tenía que correr para mantenerse a su ritmo—. Igual que el dolor de muelas. —Miró de reojo hacia los rasgos contraídos de Yaya—. No tenías que haberte preocupado —añadió—. No me hicieron nada. Pero gracias.

—No me preocupabas tú, Gytha Ogg —bufó Yaya—. Sólo vine porque Magrat estaba preocupada. Siempre he dicho que, si una bruja no sabe cuidarse sola, no tiene derecho a ser una bruja.

—Magrat lo hizo muy bien con la madera, ¿eh?

Pese a la ira, Yaya Ceravieja se permitió asentir.

—Está mejorando —dijo. Miró a derecha e izquierda, y se acercó a la oreja de Tata Ogg—. No le daré el placer de decírselo —dijo—, pero ese canalla nos ha derrotado.

—Bueno, aún no —señaló Tata—. Mi Jason y unos cuantos muchachos más vendrán…

—Ya has visto a algunos de los guardias. No son como los de antes. Éstos son duros.

—Podríamos echar una mano a los chicos…

—No funcionaría. La gente tiene que arreglar estas cosas por su cuenta.

—Si tú lo dices, Esme… —concedió Tata, todo mieles.

—Lo digo. La magia es para dominarla, no para que domine.

Tata asintió y entonces, recordando una promesa, se agachó y recogió una piedrecilla del techo derrumbado del túnel.

—Ya creí que se te olvidaba —dijo el fantasma del rey junto a su oído.

En el mismo pasillo, el bufón corría tras Magrat.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó.

—Bueno…, no sé —respondió la joven, cuyo corazón cantaba.

—¿Qué tal esta noche?

—Oh, no —dijo Magrat—. Esta noche estoy muy ocupada.

Sus planes consistían en beber un vaso de leche caliente y leer las anotaciones de la Abuela Whemper sobre astrología experimental, pero el instinto le decía que cualquier pretendiente necesitaba tener que salvar algún obstáculo para interesarse aún más.

—¿Y mañana por la noche? —insistió el bufón.

—Creo que tengo que lavarme el pelo.

—Puedo conseguir que me den libre la noche del viernes.

—Es que, de noche, trabajamos mucho…

Magrat titubeó. Quizá su instinto estuviera equivocado.

—Bueno… —dijo.

—A las dos. ¿En el prado que hay junto a la charca?

—Bueno…

—Entonces, te veré allí. ¿De acuerdo? —suplicó el bufón, desesperado.

—¡Bufón!

La voz de la duquesa resonó en el pasillo, y una expresión de terror recorrió el rostro del hombrecito.

—Tengo que irme —dijo apresuradamente—. En el prado, ¿vale? Me pondré algo para que me reconozcas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —repitió Magrat, hipnotizada por la fuerza de su insistencia.

Se volvió y echó a correr tras las otras brujas.

Fuera del castillo se había armado un auténtico caos. La multitud que presenciara la llegada de Yaya había crecido considerablemente y entraba por la puerta, ahora sin vigilancia. Las revueltas eran una novedad en Lancre, pero sus habitantes ya habían dominado algunas de las manifestaciones más elementales, y blandían rastrillos y horcas en sencillos movimientos arriba-abajo, al tiempo que hacían muecas y gritaban «¡Grrr!», aunque algunos ciudadanos que no habían captado bien la idea hacían ondear banderitas y lanzaban aclamaciones. Los estudiantes más espabilados buscaban ya con la vista los edificios más combustibles. Varios vendedores de empanadas y perritos calientes, aparecidos de la nada,[13] estaban haciéndose ricos. Pronto alguien empezaría a tirar algo.

Las tres brujas se detuvieron en la cima de las escaleras que descendían hasta el patio, y observaron el mar de rostros airados.

—Ahí está mi Jason —dijo Tata alegremente—. Y Wane y Darron y Kev y Trev y Nev…

—Recordaré sus rostros —dijo Lord Felmet, apareciendo entre ellas y poniéndoles las manos en los hombros—. ¿Y vosotras, veis a mis arqueros en los muros?

—Sí —respondió Yaya, sombría.

—Entonces, sonreíd y saludad —ordenó el duque—. Para que la gente sepa que todo va bien. Al fin y al cabo, ¿no habéis venido a verme por asuntos de estado?

Se inclinó más hacia Tata.

—Sí, podrías hacer cien cosas diferentes —dijo—. Pero al final, todas acaban igual. —Se irguió—. Me considero una persona razonable —añadió con tono alegre—. Quizá, si convences a la gente para que se tranquilice, me plantee la idea de moderar mi manera de reinar. Aunque no prometo nada, claro.

Yaya no respondió.

—Sonríe y saluda —ordenó de nuevo el duque.

Yaya alzó una mano con un vago movimiento, y esbozó un breve rictus que no tenía nada de humorístico. Lanzó un gruñido y dio un codazo a Tata Ogg, que agitaba los brazos como una loca.

—No tienes por qué poner tanto entusiasmo —siseó.

—Pero es que ahí están mi Reet, y mi Sharleen, que han venido con sus chiquitines —replicó Tata—. ¡Eeeeeh!

—¿Te quieres callar, vieja tonta? —le espetó Yaya—. ¡Haz el favor de controlarte!

—Bien hecho, bien hecho —sonrió el duque.

Alzó las manos. Mejor dicho, la mano. La otra aún le dolía. La noche anterior había probado con un cepillo de carpintero, pero sin lograr nada.

—¡Pueblo de Lancre! —exclamó—. ¡No temáis! Soy vuestro amigo. ¡Yo os protegeré de las brujas! ¡Han accedido a dejaros en paz!

Yaya lo miró mientras hablaba. Es uno de esos maníacos depresivos, se dijo. Suben y bajan constantemente. En un momento te mata, al siguiente te pregunta cómo te encuentras.

Se dio cuenta de que el duque la miraba expectante.

—¿Qué?

—He dicho que ahora la respetada Yaya Ceravieja dirá unas palabritas, jajá —respondió.

—¿Eso has dicho?

—¡Sí!

—Esta vez has ido demasiado lejos.

—¡Qué va, qué va! —rió el duque.

Yaya se volvió hacia la multitud expectante, que guardó silencio.

—Marchaos a casa —dijo.

Más silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó el duque.

—Sí.

—¿Y dónde están las promesas de lealtad eterna?

—Eso, ¿dónde están? ¡Deja de saludar a la gente, Gytha!

—Perdona.

—Nosotras también nos vamos —zanjó Yaya.

—Ahora que empezábamos a conocernos… —suspiró el duque.

—Vamos, Gytha —siguió Yaya con voz de hielo—. ¿Adónde ha ido Magrat?

La joven alzó la vista con gesto culpable. Había estado inmersa en una conversación con el bufón, aunque era una de esas conversaciones en que ambas partes se pasan mucho tiempo mirándose los pies y contándose las uñas. El noventa por ciento del amor consiste en una timidez insuperable.

—Nos vamos —repitió Yaya.

—Entonces, el viernes por la noche —siseó el bufón.

—Bueno, si puedo… —respondió Magrat.

Tata Ogg se echó a reír.

Y así, Yaya Ceravieja bajó por las escaleras y pasó entre la multitud, mientras las otras dos la seguían corriendo. Varios guardias sonrientes cruzaron una mirada con ella, y desearon no haberlo hecho, pero entre la gente, aquí y allá, sonaron algunas risitas apenas contenidas. Las brujas salieron por la puerta de la muralla, cruzaron el puente y atravesaron la ciudad. Cuando Yaya caminaba deprisa, los demás tenían que correr para alcanzarla.

Tras ellas, el duque, que había llegado a la cumbre más alta de la demencia y descendía a toda velocidad hacia el pozo de la desesperación, reía.

—Ja. Ja.

Yaya no se detuvo hasta que no se encontró fuera de la ciudad, bajo los acogedores árboles frondosos del bosque. Salió del camino, se sentó en un tronco y enterró el rostro entre las manos.

Las otras dos se acercaron a ella con cautela. Magrat le dio unas palmaditas en la espalda.

—No desesperes —dijo—. Las dos pensamos que manejaste la situación muy bien.

—No estoy desesperando, estoy pensando —replicó Yaya—. Apártate.

Tata Ogg miró a Magrat y arqueó las cejas en gesto de advertencia. Ambas se retiraron a una distancia aceptable, aunque cuando Yaya tenía aquel estado de ánimo el universo más próximo no era del todo seguro, y se sentaron en una piedra cubierta de musgo.

—¿Estás bien? —se interesó Magrat—. No te hicieron nada, ¿verdad?

—No me pusieron ni un dedo encima —bufó Tata—. No son auténticos reyes —añadió—. El viejo rey Gruneweld, por ejemplo, no hubiera perdido el tiempo enseñando los cacharros esos y amenazando a la gente. Latigazos, astillas bajo las uñas y hierros al rojo desde el principio. Nada de zarandajas. Nada de risas malévolas, y esas bobadas. Era un auténtico rey.

—Oí que te amenazaba con quemarte.

—Bah, no se lo hubiera permitido, hasta ahí podríamos llegar. He visto que tienes un pretendiente —dijo Tata.

—¿Cómo?

—El joven de los cascabeles. El que tiene cara de perro apaleado.

—Ah, ése. —Magrat enrojeció como un tomate bajo el maquillaje—. Bah, no es nadie. Es que me sigue…

—Sí, son una molestia —rió Tata.

—Además, es tan bajo… y va dando saltitos.

—No lo has mirado muy bien, ¿eh? —señaló la anciana bruja.

—¿Qué?

—Que no lo has mirado bien. Ese bufón es un hombre muy listo. Seguro que podría llegar a actor.

—¿Qué quieres decir?

—La próxima vez que lo veas, míralo con ojos de bruja, no con ojos de mujer —dijo Tata al tiempo que daba un codazo de complicidad a Magrat—. Hiciste un buen trabajo con la puerta —añadió—. Estás aprendiendo mucho. Espero que le dijeras lo de Mandón.

—Ah, sí. Me aseguró que lo soltaría enseguida, Tata.

Yaya Ceravieja lanzó un bufido.

—¿Oísteis las risitas entre la multitud? —dijo—. ¡Alguien se rió!

Tata Ogg fue a sentarse junto a ella.

—Y uno o dos nos señalaron —asintió—. Lo vi.

—¡No podemos consentirlo!

Magrat se sentó en el otro extremo del tronco.

—Hay otras brujas —dijo—. Hay muchas brujas en las Montañas del Carnero. Quizá podrían ayudarnos.

Las otras dos la miraron, dolorosamente sorprendidas.

—No creo que haya que llegar tan lejos —replicó Yaya—. Pedir ayuda.

—Muy mala costumbre —asintió Tata Ogg.

—Pero si pedimos a un demonio que nos ayudara —se quejó Magrat.

—En absoluto —dijo Yaya.

—Jamás hemos hecho tal cosa.

—Le ordenamos que colaborara con nosotras.

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