Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Debo avisaros de algo —dijo—. Pese a las apariencias, no soy una simple vendedora de manzanas.

—Estupendo.

—La verdad es que soy una bruja.

Aquello no causó la impresión esperada. Los guardias intercambiaron miradas.

—Qué bien —dijo uno—. Siempre me he preguntado cómo sería besar a una bruja; la gente dice que te conviertes en rana.

El otro guardia le dio un codazo.

—Entonces —dijo, con el tono agudo y lento de quien cree que va a decir algo increíblemente divertido—, supongo que besaste a una hace años.

La breve carcajada se vio repentinamente interrumpida cuando lanzaron a Magrat contra una pared, y la obsequiaron con un primer plano de las fosas nasales del guardia.

—Ahora, escucha bien, corazón —dijo el hombre—. No eres la primera bruja que traemos aquí, si es que eres una bruja, pero puede que tengas suerte y vuelvas a salir. Si eres amable con nosotros, ¿entiendes?

Un grito agudo resonó cerca de ellos.

—¿Oyes? —siguió el guardia—. Eso era una bruja que lo está pasando mal. Haznos un favor a todos, ¿vale? La verdad, tienes suerte de haber tropezado con nosotros.

Su mano indagadora se detuvo un instante.

—¿Qué es esto? —preguntó a la pálida Magrat—. ¿Un cuchillo? ¿Un cuchillo? Me parece que nos lo tenemos que tomar muy en serio, ¿no es verdad, Hron?

—Tienes que atarle las manos y amordazarla —dijo Hron apresuradamente—. No pueden hacer magia si no les es posible hablar o mover las manos…

—¡Dejadla en paz!

Los tres alzaron la vista hacia el bufón. Éste tintineaba de rabia.

—¡Soltadla ahora mismo! —gritó—. ¡Si no, os denunciaré!

—Vaya, nos vas a denunciar, ¿eh? —rió Hron—. ¿Y quién te va a creer, enano ridículo?

—Hemos cogido a una bruja —dijo el otro guardia—. Así que vete a hacer sonar los cascabeles a otra parte. —Se volvió a Magrat—. Me gustan las chicas duras —añadió, aunque luego cambiaría de opinión.

El bufón avanzó con la decisión de los terminalmente furiosos.

—Os he dicho que la dejéis en paz —repitió.

Hron desenfundó la espada y guiñó un ojo a su compañero.

Magrat atacó. Fue un golpe no planeado, instintivo, con un impulso considerablemente incrementado por el peso de los anillos y los brazaletes; su brazo describió un arco que conectó con la mandíbula del soldado y le hizo girar dos veces sobre sí mismo antes de caer con un ligero suspiro y, de paso, con varios símbolos mágicos grabados en la mejilla.

Hron miró a su compañero, y luego a Magrat. Alzó la espada aproximadamente en el mismo momento en que el bufón se lanzaba como una bala contra él, y los dos hombres cayeron en un caos de brazos y piernas. Como la mayor parte de los bajitos, el bufón confiaba en el impulso de rabia inicial para conseguir una ventaja, y luego se encontraba perdido. Las cosas le habrían ido muy mal si Hron no se hubiera dado cuenta de que un cuchillo de cocina le presionaba la garganta.

—Suéltalo —ordenó Magrat, apartándose el pelo de los ojos.

El guardia se puso rígido.

—Te estarás preguntando si voy a cortarte la garganta de verdad —jadeó Magrat—. Yo tampoco lo sé. Imagina cuánto nos divertiremos averiguándolo juntos.

Estiró el otro brazo y levantó al bufón por el cuello de la camisa.

—¿De dónde vino ese grito? —preguntó sin apartar la vista del guardia.

—De ahí abajo. La tienen en la cámara de torturas, no me gusta, esto va demasiado lejos, no pude entrar, y vine a buscar a alguien…

—Bueno, me has encontrado a mí —dijo Magrat. Miró al guardia—. Tú te quedas aquí. O te vas corriendo, me da igual. El caso es que no nos sigas.

El hombre asintió y los vio alejarse a toda velocidad pasillo abajo.

—La puerta está cerrada —dijo el bufón—. Dentro hay mucho ruido, pero la puerta está cerrada.

—Bueno, es una mazmorra, ¿no?

—¡Las mazmorras no suelen estar cerradas desde dentro!

Aquello era irrebatible. Al otro lado sólo se oía el silencio…, un silencio ajetreado, espeso, que reptaba por las hendiduras y se derramaba por el pasillo, uno de esos silencios que son peores que cualquier grito.

El bufón temblaba de nervios mientras Magrat tanteaba la superficie áspera de la puerta.

—¿De verdad eres una bruja? —preguntó—. Dijeron que eras una bruja, ¿lo eres? No lo pareces, eres muy…, es decir… —Se puso colorado—. No eres vieja, ni tienes verrugas, eres preciosa…

Afortunadamente, se quedó sin voz.

Tengo un control absoluto sobre la situación, se dijo Magrat. Nunca pensé que pudiera ser así, pero estoy pensando con toda claridad.

Y se dio cuenta, con toda claridad, de que el relleno del pecho se le había resbalado hasta la cintura, sentía la cabeza como si toda una bandada de pájaros sucios hubiera anidado en ella, y la máscara de pestañas no se le había corrido, más bien había escapado a toda velocidad. Tenía el vestido desgarrado por varios sitios, las piernas llenas de arañazos, los brazos llenos de magulladuras, y sin razón concreta se sentía en la cima del mundo.

—Será mejor que te apartes, Verence —dijo—. No sé cómo funcionará esto.

El bufón se atragantó.

—¿Cómo has sabido mi nombre?

Magrat pasó la mano por la puerta. El roble era viejo, tenía siglos, pero la bruja aún captaba un poco de savia bajo la superficie pulida por los años hasta transformarla en algo casi tan duro como la piedra. En circunstancias normales, lo que iba a intentar requería un día entero de preparativos y un saco de ingredientes exóticos. Al menos, eso había pensado siempre. Ahora se sentía dispuesta a ponerlo en duda. Si se podían conjurar demonios en un lavadero, se podía hacer cualquier cosa.

Se dio cuenta de que el bufón había dicho algo.

—Oh, supongo que me lo habrá comentado alguien —respondió con vaguedad.

—No creo, nunca uso mi nombre —replicó el bufón—. No es muy popular, ahora que manda el duque. Fue cosa de mi madre, ¿sabes? Le gustaba poner a sus hijos nombres de reyes. Mi abuelo dijo que era una tontería, claro…

Magrat asintió. Estaba examinando el túnel húmedo con mirada profesional.

No era un lugar nada prometedor. Las viejas tablas de roble llevaban años en aquella oscuridad, apartadas del reloj de las estaciones.

Por otra parte… Yaya había dicho que, en cierto modo, todos los árboles eran un árbol, o algo por el estilo. Magrat creía comprenderlo, aunque no sabía exactamente qué significaba. Y allí arriba era primavera. El fantasma de vida que aún había en la madera debía saberlo. Y, si se le había olvidado, ella debía recordárselo.

Apoyó las palmas de las manos en la puerta una vez más, y cerró los ojos, tratando de que su mente atravesara la piedra, saliera del castillo y se adentrara en la fina tierra negra de las montañas, en el aire, en la luz del sol…

El bufón sólo veía a Magrat muy quieta. A la joven se le estaba poniendo el pelo de punta poco a poco, y había un olor a hojas húmedas.

Y entonces, sin previo aviso, el martillo que puede hacer que una frágil seta atraviese quince centímetros de cemento, o que una anguila atraviese miles de millas de océano hostil hasta llegar a una charca concreta tierra adentro, la recorrió y sacudió la puerta.

Magrat retrocedió con cautela, algo atontada, luchando contra el deseo irresistible de enterrar los pies en el suelo y permitir que le brotaran hojas. El bufón la cogió, y el esfuerzo casi lo derribó a él también.

Magrat temblaba contra el cuerpo tintineante. Se sentía victoriosa. ¡Lo había logrado! ¡Y sin ayuda artificial! Ojalá la hubieran visto las otras…

—No te acerques a la puerta —murmuró—. Creo que…, que se me ha ido la mano.

El bufón aún sostenía su cuerpo anguloso entre sus brazos, y estaba demasiado emocionado como para decir palabra. Aun así, Magrat no se quedó sin respuesta.

—Sospecho que sí —dijo Yaya Ceravieja, saliendo de entre las sombras—. A mí no se me habría ocurrido.

Magrat la miró.

—¿Has estado ahí todo el tiempo?

—Sólo unos minutos. —Yaya observó la puerta—. Buena técnica —dijo—, pero la madera es muy vieja. Incluso ha sufrido un incendio, por lo que parece. Hay demasiados clavos de hierro. No creo que funcione. Yo en tu lugar hubiera probado con las piedras, pero…

La interrumpió un suave «pop».

Sonó otro, y luego toda una larga serie, como si alguien estuviera haciendo palomitas.

Tras ellos, la puerta empezaba a cubrirse de hojas.

Yaya la miró unos segundos y luego se encontró con la mirada aterrada de Magrat.

—¡Corred! —gritó.

Entre las dos, agarraron al bufón, y corrieron a esconderse en un recodo del pasadizo.

La puerta emitió un crujido de advertencia. Varios de sus tablones se retorcieron en una agonía vegetal, hubo una lluvia de astillas duras como la roca, los clavos salieron disparados como espinas y fueron a estrellarse contra la pared. El bufón se agachó cuando parte de la cerradura pasó silbando sobre su cabeza y chocó contra el muro opuesto.

De la parte baja de los tablones brotaron raíces blancas que se deslizaron por el suelo en busca de la ranura más cercana donde enterrarse. En los nudos de la madera brotaban ramas que chocaban contra el dintel de piedra y lo derruían. Y no dejaba de sonar un gemido grave, el sonido de las células de la madera tratando de contener el chorro de vida pura que bombeaba a través de ellas.

—Yo en tu lugar —dijo Yaya Ceravieja al tiempo que parte del techo se derrumbaba al otro lado del pasillo—, no lo habría hecho así. No es que me parezca mal, claro —se apresuró a añadir al ver que Magrat abría la boca—. No es mal trabajo. Pero quizá te hayas excedido un poquito.

—Disculpad —intervino el bufón.

—No sé hacer las rocas —señaló Magrat.

—No, claro, las rocas son difíciles, hay que practicar…

—Disculpad.

Las dos brujas lo miraron, y el hombrecillo retrocedió.

—¿No teníais que rescatar a alguien? —dijo.

—Oh —asintió Yaya—. Sí. Vamos, Magrat. A ver qué ha armado Tata esta vez.

—Hubo gritos —dijo el bufón, que tenía la sensación de que no se lo estaban tomando suficientemente en serio.

—Por supuesto —bufó Yaya, apartándolo a un lado y avanzando sobre las raíces—. Si alguien me encerrara a mí en una mazmorra, también habría gritos.

Había mucho polvo en la mazmorra, y gracias al aura de luz que rodeaba la solitaria antorcha, Magrat distinguió dos figuras acurrucadas en el rincón más lejano. La mayor parte de los muebles estaban volcados y dispersos por el suelo. No parecían diseñados para ser el último grito en comodidad. Tata Ogg estaba sentada, bastante tranquila pese a los grilletes.

—Ya era hora —señaló—. ¿Queréis quitarme esto? Empiezo a estar entumecida.

Y también había una daga.

Giraba suavemente en el centro de la habitación, centelleando cada vez que la hoja reflejaba la luz.

—¡Con mi propia daga! —gritó el fantasma del rey, con una voz que sólo las brujas podían oír—. ¡Y en todo este tiempo, yo sin saberlo! ¡Mi propia daga! ¡Los muy canallas me asesinaron con mi propia daga!

Dio otro paso hacia la real pareja, blandiendo el puñal. Un gemido huyó a toda velocidad de los labios del duque.

—Lo hace bien, ¿verdad? —dijo Tata mientras Magrat la liberaba.

—¿No es ése el viejo rey? ¿Lo pueden ver ellos?

—Me parece que no.

El rey Verence se tambaleaba un poco bajo el peso. Era demasiado viejo para tanta actividad sobrenatural.

—Si pudiera agarrar bien esto…, oh, rayos —dijo.

El cuchillo se resbaló de la tenue mano del fantasma, y cayó al suelo. Yaya Ceravieja se adelantó rápidamente y lo pisó.

—Los muertos no deben matar a los vivos —señaló—. Se crearía un comosellame, un precedente, muy peligroso. Para empezar, nos superarían en número.

La duquesa fue la primera en superar el terror. Los cuchillos habían volado por los aires, las puertas habían reventado, y ahora aquellas mujeres la desafiaban en sus propias mazmorras. No sabía muy bien cómo reaccionar ante las cuestiones sobrenaturales, pero tenía las ideas muy claras con respecto a lo tercero.

Su boca se abrió como la puerta a un infierno rojo.

—¡Guardias! —gritó. Vio al bufón junto a la puerta—. ¡Bufón! ¡Llama a la guardia!

—Todos están ocupados. Y ya nos íbamos —dijo Yaya—. ¿Cuál de vosotros es el duque?

Desde su rincón, Felmet alzó hacia ella unos ojos desencajados. Un hilillo de saliva le caía por una comisura de la boca, y reía entre dientes.

Yaya le miró de cerca. En el centro de aquellos ojos enrojecidos, algo le devolvió la mirada.

—No te diré por qué —dijo la bruja, con toda tranquilidad—. Pero será mucho mejor que abandones este país. Abdica, o algo así.

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