El rey lo precedió por un pasillito polvoriento hacia la habitación de los trastos, atestada de tapices rotos y retratos de reyes que nadie recordaba. Mandón lo examinó todo con gesto crítico. Luego se sentó en el suelo sucio y miró al rey, expectante.
—Aquí hay montones de ratones y cosas de ésas, ¿sabes? —dijo Verence—. La ventana está rota y se cuela la lluvia. Además, se puede dormir sobre los tapices. Perdóname.
En eso había estado trabajando todos aquellos meses. Cuando estaba vivo, había cuidado bien de su cuerpo, y una vez muerto trató de conservar la forma. Era demasiado fácil dejarse llevar y permitir que se te difuminaran los bordes. En el castillo había algunos fantasmas que parecían glóbulos translúcidos. Pero Verence tenía una voluntad de hierro, y había hecho ejercicio (mejor dicho, había pensado con todas sus fuerzas en hacer ejercicio), con lo que ahora sus músculos espectrales aparecían bien marcados. Aquellos meses de levantar ectoplasma lo habían dejado en mejor forma que nunca, si se descontaba el hecho de que estaba muerto.
Después, empezó a ejercitarse con motilas de polvo. La primera casi lo mató,[9] pero él perseveró, y consiguió progresar hasta los granos de arena, y luego hasta guisantes enteros. Aún no se atrevía a volver a la cocina, pero se había divertido echando sal de más en la comida de Felmet, un pellizquito cada vez, hasta que se dijo que lo de envenenar a alguien no era honorable, ni aunque se tratara de aquella sabandija.
Ahora, apoyó todo su peso contra la puerta y, forzando al máximo cada microgramo de su ser, empujó con todas sus fuerzas. El sudor de la autosugestión le goteó de la nariz y desapareció antes de llegar al suelo. Mandón observó interesado cómo los músculos se movían en los brazos del rey, como balones de fútbol.
La puerta empezó a moverse, crujió, luego aceleró y se cerró con un golpe sordo.
Más valía que la cosa funcionara, se dijo Verence. Él sólo, jamás sería capaz de abrirla de nuevo. Pero una bruja sin duda buscaría a su gato, ¿verdad?
En las colinas, no lejos del castillo, el bufón yacía de bruces y contemplaba las profundidades de un pequeño lago. Un par de truchas le devolvieron la mirada.
La razón le decía que, en algún lugar del disco, debía de haber alguien aún más atormentado que él. Se preguntaba quién sería.
No había consultado con ningún bufón, pero tampoco habría importado, porque en su familia nadie escuchaba nada de lo que decía desde la fuga de su padre.
Desde luego, su abuelo, no. Su primer recuerdo del abuelo era cómo le enseñaba el repertorio de chistes, acompañando cada uno con un golpe de cinturón. Era de cuero duro, y el hecho de que tuviera cascabelitos no mejoraba las cosas.
El abuelo había recibido siete chistes nuevos oficiales. Había ganado la gorra y cascabeles honoríficos en el Gran Premio de los Payasos en Ankh-Morpork durante cuatro años seguidos, una hazaña que nadie había repetido, y se suponía que aquello lo convertía en el hombre más gracioso del Disco. Había trabajado duro para conseguirlo, eso se lo reconocía.
El bufón recordó con un escalofrío como, a los seis años, se había acercado tímidamente al anciano después de comer, con un chiste que había inventado. Iba sobre un pato.
Aquello hizo que le propinara la peor paliza de su vida, cosa que supuso todo un desafío para el viejo bufón.
—Así aprenderás… —recordaba cada frase entre el tintineo de los cascabeles—, que no hay nada más serio que un chiste. De ahora en adelante, nunca… —el viejo se detuvo para cambiarse el cinturón de mano—, nunca, nunca, nunca te atrevas ni a susurrar un chiste que no haya sido aprobado por el Gremio. ¿Quién te crees para decidir qué es divertido? Sólo provocarás las risas del ignorante. Que nunca te vuelva a ver hacerlo.
Después de aquello, se dedicó exclusivamente a los trescientos ochenta y tres chistes aprobados por el Gremio, cosa que ya era bastante mala, y al glosario, que era mucho más largo y mucho peor.
Luego lo enviaron a Ankh, y allí, en las habitaciones austeras, descubrió que había más libros aparte del pesado Súper libro de la risa, con su encuadernación de piel y sus remaches de latón. Allí fuera había todo un mundo circular, lleno de lugares extraños y de gente que hacía cosas interesantes, cosas como…
Cantar. Oía a alguien cantar.
Alzó la cabeza con cautela, y se sobresaltó cuando sonaron los cascabeles de su gorro.
Los cantos continuaron. El bufón escudriñó con cautela a través del follaje que le ofrecía un escondrijo perfecto.
Los cánticos no eran demasiado buenos. La única palabra que la cantante parecía conocer era «la», pero la utilizaba con entusiasmo. La melodía daba la impresión de que la cantante creía que la gente debe cantar «lalala» en determinadas circunstancias, y estaba decidida a hacer lo que el mundo esperaba de ella.
El bufón se arriesgó a levantar la cabeza un poco más, y vio a Magrat por primera vez.
La joven había dejado de bailar por el prado, e intentaba ponerse unas margaritas en el cabello, aunque sin demasiado éxito.
El bufón contuvo el aliento. En las largas noches sobre las frías losas del pasillo, había soñado con mujeres como ella. La verdad, si era sincero, no se parecían demasiado a ella: estaban más dotadas a la altura del pecho, no tenían la nariz tan roja y puntiaguda, y su pelo no parecía un estropajo. Pero la libido del bufón era lo suficientemente inteligente como para conocer la diferencia entre lo imposible y lo probable, y puso en marcha rápidamente algunos circuitos de filtración.
Magrat cogía flores y hablaba con ellas. El bufón trató de escuchar.
—Aquí está Pluma de Algodón —dijo—. Y Tentáculo de Gusano, muy bueno para las infecciones de oído…
Ni siquiera Tata Ogg, que veía el mundo con buenos ojos, habría podido decir un sólo cumplido sobre la voz de Magrat. Pero era música para las orejas del bufón.
—Y el Falso Mago de Cinco Hojas, para los trastornos del hígado. Oh, y aquí está el Sapo Viejo, para la diarrea.
El bufón se irguió con timidez, haciendo sonar todo un carillón de cascabeles. Para Magrat fue como si en el prado, donde hasta entonces no había habido nada más amenazador que nubes de mariposas azules y abejorros ajetreados, hubiera surgido un demonio rojo y amarillo.
Un demonio que abría y cerraba la boca. Un demonio con tres cuernos amenazadores.
Una voz apremiante al fondo de su mente dijo: deberías salir corriendo, chica, como una tímida gacela. Es lo que se suele hacer en estos casos.
El sentido común intervino. Ni en sus momentos más optimistas se había comparado Magrat a una gacela, tímida o no. Además, correr no era lo suyo, un tronco de árbol la habría adelantado.
—Ehhh… —dijo la aparición.
El sentido común, del cual Magrat poseía una dosis suficiente pese a la opinión de Yaya Ceravieja, le señaló que pocos demonios tartamudeaban de una manera tan patética, o temblaban sacudiendo cascabeles.
—Hola —dijo ella.
La mente del bufón trabajaba también a toda velocidad. Empezaba a tener ganas de salir corriendo.
A Magrat no le gustaba el tradicional sombrero puntiagudo de las brujas más ancianas, pero seguía fiel a uno de los preceptos fundamentales de su oficio: no sirve de nada ser una bruja si no lo pareces. En su caso, eso se reflejaba en montones de joyas de plata con octogramas, murciélagos, arañas, dragones y otros símbolos del misticismo cotidiano. A Magrat le habría gustado pintarse las uñas de negro, pero no creía poder soportar las burlas de Yaya.
El bufón empezaba a darse cuenta de que estaba ante una bruja.
—Ooops —dijo.
Y se volvió para echar a correr.
—No… —empezó a decir Magrat.
Pero el bufón corría ya sendero abajo, hacia el castillo.
Magrat contempló la amapola que tenía entre las manos. Se pasó los dedos por el pelo, provocando una lluvia de pétalos.
Tenía la sensación de que acababa de perderse algo importante.
Sentía la imperiosa necesidad de maldecir. Conocía muchas maldiciones, la Abuela Whemper era una mujer de gran imaginación en ese aspecto; hasta las criaturas del bosque esquivaban su casita.
Pero no encontró ninguna que expresara plenamente sus sentimientos.
—Oh, caray —dijo al final.
Otra vez había luna llena y, contra lo acostumbrado, las tres brujas llegaron a la piedra vertical muy temprano. A la piedra le dio tanta vergüenza que corrió a esconderse entre unos arbustos.
—Mandón no aparece por casa desde hace dos días —dijo Tata Ogg nada más llegar—. No es propio de él. No lo encuentro por ninguna parte.
—Los gatos se saben cuidar solos —replicó Yaya Cera vieja—. Los países, no. Tengo que informaros de algo. Enciende el fuego, Magrat.
—¿Mm?
—Que enciendas el fuego.
—¿Mm? Ah. Sí.
Las dos ancianas la observaron moverse soñadora, tropezando con todo. Parecía que Magrat tenía algo en la cabeza.
—No está como de costumbre —señaló Tata Ogg.
—Sí. Puede ser toda una mejora —asintió Yaya. Se sentó en una roca—. Debería haberlo tenido encendido antes de que llegáramos. Es su trabajo.
—Tiene buena intención —dijo Tata, contemplando pensativa la espalda de Magrat.
—Yo también tenía buena intención cuando era niña, pero eso no hizo que la lengua de la Abuela Filtro perdiera filo. Las brujas jóvenes tienen que espabilarse, ya lo sabes. En nuestros tiempos era más difícil. Mírala, ni siquiera lleva sombrero puntiagudo. ¿Cómo lo va a saber la gente?
—¿Se puede saber qué te preocupa, Esme? —la interrumpió Tata.
Yaya suspiró.
—Ayer recibí una visita.
—Yo también.
Pese a la preocupación, Yaya se molestó un poco.
—¿De quién? —bufó.
—El alcalde de Lancre y unos cuantos peces gordos de la ciudad. No están nada contentos con el rey. Quieren un rey en el que puedan confiar.
—Yo no confiaría en un rey en el que confiase un pez gordo —señaló Yaya.
—Sí, pero nadie se beneficia con tanto impuesto, con tanto matar gente. El nuevo sargento que han puesto es muy aficionado a prender fuego a las casa. El viejo rey Verence también lo hacía, claro, pero… bueno…
—Ya sé, ya sé, de una manera más personal —asintió Yaya—. Se notaba que lo hacía de corazón. El pueblo sentía que los valoraba.
—Ese tal Felmet odia el reino —siguió Tata—. Lo dice todo el mundo. Me han contado que, cuando van a hablar con él, se limita a mirarlos, se ríe, se frota las manos… y tiene un tic en un ojo.
Yaya se rascó la barbilla.
—El viejo rey gritaba, los echaba a patadas y todo eso. Decía que no tenía tiempo para tenderos y gentuza semejante —añadió en tono de aprobación.
—Pero siempre lo hacía de manera muy elegante —dijo Tata Ogg—. Y además…
—El reino está preocupado —la interrumpió Yaya.
—Sí, ya lo he dicho.
—No me refiero a la gente, me refiero al reino.
Yaya se lo explicó todo. Tata la interrumpió un par de veces para formular breves preguntas. En ningún momento se le ocurrió dudar de lo que oía. Yaya Ceravieja jamás se inventaba nada.
Cuando hubo concluido, dijo:
—Vaya.
—Lo mismo pienso yo.
—Qué cosas.
—Eso mismo.
—¿Y qué hicieron entonces los animales?
—Se marcharon. Eso los había hecho reunirse, y eso los dispersó.
—¿No viste a nadie más?
—No.
—Qué extraño.
—Y tanto.
Tata Ogg contempló el sol poniente.
—No tengo noticia de que haya otros reinos que se comporten así —dijo—. Ya viste el teatro. Los reyes y esa gente se pasan el día matándose unos a otros. Los reinos se las arreglan como pueden. ¿Por qué le habrá dado a éste por ofenderse tan de repente?
—Lleva aquí mucho tiempo —replicó Yaya.
—Como todas partes —señaló Tata. Luego añadió con aires de intelectual de toda la vida—: Todos los lugares están donde están desde que los pusieron ahí. Es cosa de geografía.
—Eso sólo se refiere a la tierra. Con los reinos, no es lo mismo. Un reino está compuesto por todo tipo de cosas. Ideas. Lealtades. Recuerdos. Todo eso existe a la vez, y crea una especie de idea viviente. Compuesta por todo lo que está vivo y por lo que esto piensa. Y por lo que pensó lo que existió antes.
Magrat volvió y encendió la hoguera como si estuviera en trance.
—Ya veo que has meditado mucho sobre el tema —dijo Tata, con cautela—. Y este reino quiere un rey mejor, ¿es eso?
—¡No! Es decir, sí. Mira… —Se inclinó hacia delante—. No le gustan o le desagradan las mismas cosas que a la gente, ¿sabes?
Tata Ogg se inclinó hacia detrás.
—Parece lógico —aventuró.